Once años de sacerdocio: ¡Deo Gratias!
La vocación a la vida consagrada, como sabemos, implica la aceptación en el tiempo de una llamada que comenzó a hacer eco en la eternidad; llamada totalmente libre, además, y tanto así que es un hecho el que se puede tristemente perder y engendrar infelicidad. Pero allí donde esta llamada de Dios se abre paso entre nuestras fragilidades y miserias, y el ponzoñoso egoísmo no le impide al alma decir que sí (porque el egoísmo arrebata la disposición de abandonarse a Dios totalmente y renunciar a todo con tal de seguirlo), se produce aquel hermoso misterio de la aceptación en el tiempo de un suceso que habla de eternidad como pocos otros misterios lo hacen; pues la vida consagrada totalmente a Dios viene a desproporcionar los bienes recibidos para multiplicarlos en las demás almas, ya que el religioso que vive bien su vida, imitación de la de Cristo en la tierra, realiza acciones cuyo impacto llega mucho más lejos de lo que puede llegar a vislumbrar… y eso está bien, porque eso a él no le importa, sino darle a Dios la gloria y aportar su parte para acercar a Dios las almas, sea con sus actos y contacto con ellas, sea con sus oraciones y sacrificios, sea con el amor sobrenatural que debe acompañar su vida entera, etc… Pero aún hay más, un “magis” especial que depende también totalmente de Dios, porque no se merece por cuenta propia y es decisión exclusiva de Dios y sus designios misteriosos: el sagrado don del sacerdocio, cuya impronta va mucho más allá de un estilo de vida, aún del más noble de todos como lo fue la vida terrena del Redentor, pues se abraza de tal manera a una existencia que se hace impronta espiritual e irrenunciable, en la misma alma elegida para continuar trabajando por la mies, aferrada con confianza en el arado que no admite volver a mirar atrás, frágil tesoro escondido en las imperfecciones y debilidades de los elegidos a quienes reclama generosidad y un amor que no le ponga condiciones al Señor de los señores, determinado a pasar por los crisoles que le sean necesarios con tal de cumplir con su misión y vivir con el alma puesta ya no en este mundo sino en las profundidades de la eternidad.
Teniendo todo esto en mente, y abrazándolo todo junto en la vocación del sacerdote religioso, podemos considerar los dos posibles escenarios en que una existencia consagrada pueda desenvolverse, a mi modo de ver: una vida para vivir o una vida para morir.
Vivir la vida religiosa con fidelidad nos asegura el Cielo. Querer vivir como Jesucristo, bajo los consejos evangélicos, implica una vida buena cuyas obras conducen necesariamente al Paraíso a quienes no vengan a arruinarlo todo mediante el pecado, aunque de estos mismos nos podemos levantar con la ayuda de la Divina misericordia… ¡qué vida buena!: rezamos cada día, participamos de la santa Misa cada día, hacemos obras de caridad, justicia, obediencia, renuncia, etc., cada día también, y esto durante los años que llevemos como consagrados y muchas veces “a pesar de nosotros”, que con nuestros defectos no bien combatidos y afectos aun no totalmente mortificados y ordenados, le ponemos a Dios a veces nuestra santificación cuesta arriba, y no por carencia de su omnipotencia sino por propia responsabilidad. Y aun así lo normal para el religioso es hacer el bien y hacerse bueno en la medida que se tome en serio su vida y abrace los medios que lo rodean y le asegurarán vivir en la bondad si corresponde. Sí, esta vida es buena, pero ¿es necesariamente una vida santa? Aquí es donde creo que entra juego el dar un paso más… porque sin esto corremos el riego de pasarnos la vida junto a la puerta de la santificación, pero sin jamás abrirla ni pretender entrar por ella. Pues sólo quienes den el paso se decidan a traspasar dicha puerta son los que se van santificando y arrastrando a las almas hacia Dios, porque eso nos enseñan los santos con su vida, que Dios por medio de ellos desproporciona el bien ya de maneras asombrosas e inimaginables. Estos son los que no viven para vivir, sino para morir, aceptando hasta las últimas consecuencias aquello que escribía el santo poniéndolo en labios de nuestro Señor: “No haya ilusiones, en mi seguimiento hay penas… Soy Rey, pero reinaré desde la cruz, “cuando fuere exaltado de la tierra, todo lo atraeré a mí” (Jn 12,32). Muchos se desalientan de seguirme porque buscan un reino material, consuelos, triunfos, deleites, al menos espirituales… pero yo te lo digo: tendrás la paz del alma, pero has de estar dispuesto a vivir mi vida y morir mi muerte, la mía de Jesús, Salvador” (San Alberto Hurtado)
Los santos son aquellas almas que se decidieron a morir; o como se expresa también la misma idea, “vivir muriendo”, abrazando esta hermosa y reconfortante paradoja de que el que más muere más vida tiene, y más feliz se vuelve, pues aprende a gozar de lo que verdaderamente vale la pena realizar para alcanzar la unión cada vez más íntima con Dios, lo cual implica la sincera determinación de destruir lo que haya que destruir en nosotros de desorden; de no permitirle más al hombre viejo tomar las riendas del alma y aniquilar la más remota posibilidad de separarse de Dios… y este aspecto es el que nos corresponde desear con entusiasta intensidad, porque somos sacerdotes y, como tales, imitadores de Jesucristo en el sacrificio y en la entrega absoluta, porque eso es lo que espera Jesucristo de nosotros para realizar las cosas grandes que nos tiene preparadas y esperan dicha generosidad de nuestra parte; por esto mismo escribía nuestro querido padre fundador que: “La sabiduría de la cruz fue la sabiduría que atrajo al sacerdote. Percibió, aún en confuso, que sólo en la escuela de Cristo se enseña la lección maravillosa y única de la cruz. Se dio cuenta que la cruz es locura a los ojos del mundo, pero alzando los ojos a Cristo crucificado comprendió que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres (1Cor 1,25)”.
Aprendamos a morir mis queridos hermanos en el sacerdocio, roguémosle en este día especial a nuestra Madre del Cielo que nos alcance esta gracia: “la de una vida para morir”, es decir, la del trigo de la parábola que no simplemente da fruto sino que lo hace en abundancia, pero sólo porque muere, y esto porque ha sido realmente generoso, y esto a su vez por haber amado mucho a Aquel que tanto nos ha amado que nos envió a su Hijo para morir por nosotros, esperando ahora que nosotros, sus imitadores, sus elegidos, ¡sus sacerdotes!, nos adentremos en este morir a nosotros mismos para dejar que Jesucristo sea quien viva en nosotros (Gál 2, 20), y continúe por su cuenta y propia voluntad la purificación que permita unirnos a Él como nosotros -lo sabemos-, jamás podremos hacerlo con nuestras propias fuerzas y sin esta santa determinación.
Muy feliz aniversario, mis queridos compañeros; seguimos dispersos por el mundo pero siempre unidos en el santo altar, contemplando a nuestro Señor mientras vuelve a descender del Cielo en la Sagrada Eucaristía hasta nuestras frágiles manos y más frágiles corazones aun, invitándonos a morir junto con Él para engendrar vida sobrenatural en las almas, robustecer a las débiles, conducirlas a Él, y dejarle obrar en nosotros sus secretos designios que sólo Él con el Padre y el Espíritu Santo conocen:
“El sacerdote debe morir al propio cuerpo, al propio espíritu, la propia voluntad, la propia fama, la propia familia y al mundo. Debe inmolarse en el silencio, en la oración, el trabajo, la penitencia, el sufrimiento, la muerte. Cuanto más se muere, más vida se tiene, más vida se da.” (Beato Antonio Chevrier)
P. Jason, IVE.