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📖 Ediciones Voz Católica

Éste recibe a los pecadores y come con ellos.

(Luc 15,2)

Hemos visto a Cristo acercándose a nosotros, ofreciéndonos su amistad por distintos caminos y de diferentes formas e, incluso, poniendo a nuestro alcance virtudes y gracias que no podríamos obtener de otro modo. Por ejemplo, transmitiendo su propio sacerdocio al sacerdote y su santidad al santo.

Estos dos aspectos concretos son fácilmente perceptibles. Sólo unos prejuicios exacerbados o una ceguera extraordinaria impiden reconocer la voz del Buen Pastor en las palabras que pronuncia su ministro, o la santidad de Dios cuando se manifiesta en la vida de sus íntimos. Pero no es fácil reconocerlo en el pecador: el de pecador no parece ser un aspecto que Él asumiría. Hasta sus discípulos más queridos sintieron la tentación de abandonarle cuando en la cruz o en Getsemaní, «el que no conocía pecado se hizo pecado por nosotros».

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Como relatan los Evangelios, una de las características más sobresalientes de Jesús fue la amistad que mantuvo con los pecadores, su extraordinaria comprensión y la facilidad con que aceptaba su compañía. De hecho, este comportamiento por parte de Aquel que afirmaba –y lo hacía– enseñar una doctrina de perfección, le granjeó las críticas de sus enemigos. Pero si lo pensamos detenidamente, esta característica es una de las credenciales de su divinidad: nadie, sino el más excelso, podría condescender con el más bajo; nadie, sino Dios, podría mostrarse tan humano. Por una parte «este hombre recibe a los pecadores», no se limita a enseñarles, sino que come con ellos. Y por otra, no manifiesta ni la más mínima condescendencia con el pecado: «Vete y no peques más».

Es tan patente su amistad con los pecadores que podríamos llegar a pensar que se desinteresa de los santos: «No he venido a llamar a los justos sino a pecadores». Ante unos oyentes que se inclinaban naturalmente por la idea opuesta (ya sabemos que el mayor peligro para un alma religiosa radica en el fariseísmo) expone su criterio subrayándolo con tres parábolas tremendas: considera a la dracma perdida como más preciosa que las otras nueve monedas de plata; a la oveja desaparecida en el desierto como más valiosa que las noventa y nueve que permanecen en el redil; al hijo rebelde perdido en el mundo como más querido que el heredero y mayor, a salvo en el hogar.

No manifiesta hacia los pecadores una vaga benevolencia en abstracto, sino un cariño especial y concreto. Y parece elegir tres tipos de pecadores con los que se relaciona de un modo determinado.

Promete el Paraíso a un bandido temerario, peligroso y osado; absuelve y elogia el amor de la Magdalena, e incluso, en el momento culminante de la traición, recibe con el más dulce apelativo de todos al taimado, al endurecido Judas que ha vendido a su Maestro por treinta monedas de plata: «Amigo, dice Jesús, ¿a qué has venido?».

Del relato del Evangelio se deduce una nueva lección: no conocemos a Cristo si no somos capaces de encontrarlo en el pecador.

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 ¿Qué sentido tiene todo esto? El mundo se rebela de nuevo. Reconocemos a nuestro Sacerdote cuando su ministro celebra en el altar; a nuestro Rey de los santos, cuando se transfigura; lo podemos descubrir cuando atiende a los pecadores –ya que nos atiende a nosotros–, pero ¿qué sentido tiene decir que se identifica con ellos de modo que lo buscamos en ellos y no entre ellos?

Sin embargo, el ejemplo de los santos es claro e indiscutible. Las almas plenamente unidas a Cristo sólo buscan a Cristo y nada más que a Cristo. Y hay un hecho patente: estas almas, tanto si se retiran del mundo para dedicarse a la oración y a la penitencia como si ejercen su actividad en él, buscan lo que está alejado de Cristo no sólo para ofrecérselo, sino para reconciliarlo con Él.

En realidad, es muy sencillo. Ya que Cristo es «la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo», sólo la presencia de Cristo, y únicamente esa presencia, confiere su máximo valor a la vida humana. Por una parte, cuando pecamos, perdemos a Cristo, que ya no está presente en nosotros por la gracia; pero por otra, asombrosamente real y trágica, Cristo sigue amándonos. Sigue interesado en nuestra salvación. Según la estremecedora frase de Pablo, el alma pecadora continúa «crucificándole» y «burlándose de El»: todavía está en período de prueba y, por lo tanto, todavía mantiene los lazos que la unen a su Salvador. En esta situación, la amortiguada voz de su conciencia es la voz de Cristo que suplica a través de sus labios heridos de nuevo. Ahí yace la luz del mundo reducida a un tenue fulgor por el peso de las cenizas, la Verdad absoluta silenciada por la mentira, la Vida del mundo empujada hacia el borde de la muerte por una vida de este mundo y todavía en este mundo.

Desde un alma así, nuestro amante clama con amargo patetismo: «Tened compasión de mí, ¡oh amigos míos! Puedo llevar a cabo actos de piedad y gracia por medio de las palabras de mis sacerdotes, vivir una vida santa en la tierra a través de mis amigos. Soy tolerado, cuando no bien recibido, por las almas en gracia. Pero en el alma de los pecadores estoy indefenso. Hablo, pero no me oyen; lucho y me vencen… Mirad y ved si hay dolor como mi dolor… Ved, tengo sed…».

Bajo la apariencia del mismo que le rechaza, está Cristo.

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El descubrimiento de Cristo en el pecador es esencial para nuestra decisión de ayudarle. Debemos creer en sus posibilidades, y su única «posibilidad» es Cristo. Debemos comprender que, tras la aparente carencia de fe, brilla –de algún modo– una chispa de esperanza; tras su desesperación, un resquicio de caridad. En la medida que podamos, hemos de hacer algo de lo que Cristo hizo en su amor omnipotente: identificarnos con el pecador, penetrar –a través de la oscuridad y la falta de amor– en la luz y en el amor de Cristo que no le ha abandonado. En resumen, tenemos que querer lo mejor para él y no lo peor (como hace el Señor con nosotros cuando nos perdona los pecados) para perdonar sus ofensas como esperamos que Dios perdone las nuestras. Descubrir a Cristo en el pecador no sólo significa un servicio a Cristo, sino también al pecador.

Es doloroso ver que muchos cristianos no acaban de comprender todo lo anterior o que, de todos modos, no obran en consecuencia. Es bastante fácil convencer a los hombres para que tomen parte, digamos, en una función litúrgica donde se honra abiertamente a Cristo; para que le adoren en el Santísimo Sacramento, para que le respeten en sus sacerdotes, para que celebren las fiestas de los santos… Pero es terriblemente difícil convencerles de la necesidad de hacer apostolado. Somos demasiado proclives a aferrarnos a nuestras prácticas religiosas y a desinteresamos de los demás, a correr las cortinas o a hacer algunos comentarios cínicos, olvidando que no atender la llamada del que está alejado de Cristo es no descubrir, bajo el aspecto en el que con mayor urgencia reclama nuestra amistad, al Señor al que afirmamos servir.

Toda la devoción del mundo para nuestro blanco anfitrión en la custodia, toda la adoración del mundo para el niño inmaculado en brazos de su madre inmaculada no alcanzará su fin a menos que vayan acompañados de una pasión por las almas que le ofenden. Pues bajo la inmundicia y la corrupción del pecado de esas almas vive también el que ve en el Santísimo Sacramento y en el pesebre, y clama pidiéndonos ayuda.

Por último, es necesario recordar que, al compadecernos de Cristo en el pecador, nos estamos compadeciendo de Cristo en nosotros mismos.

* De Robert H. Benson, en «La amistad de Cristo», Ediciones Logos – Argentina – 2011, págs. 25-31.
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