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El día de mi ordenación, tomé dos resoluciones:

Ofrecería la Santa Eucaristía todos los sábados en honor a la Bienaventurada Madre, para solicitarle protección en mi sacerdocio. La epístola a los hebreos invita al sacerdote a sacrificarse no sólo por los demás, sino también por sí mismo, ya que sus pecados revisten mayor gravedad debido a la dignidad de su posición.

Resolví dedicar una Hora Santa todos los días en la presencia del Santísimo Sacramento.

Durante el curso de mi sacerdocio he sido fiel a ambas resoluciones. La Hora Santa tiene su origen en una práctica habitual un año antes de ordenarme. En el seminario de San Pablo, cerraban la capilla principal a las seis en punto (había otras capillas privadas disponibles). Una tarde en particular, en un tiempo libre, estuve caminando alrededor de esta capilla (que estaba cerrada) durante casi una hora. Y de repente se me ocurrió: ¿por qué no hacer una Hora Santa de adoración en la presencia del Santísimo Sacramento? Al día siguiente comencé, y esta práctica lleva hoy más de sesenta años.

He aquí algunas razones breves por las que he mantenido esta práctica todos estos años y por qué la he fomentado en los demás:

En primer lugar, la Hora Santa no es una devoción; significa compartir la tarea de redención. Nuestro Señor utilizó las palabras «hora» y «día» con dos connotaciones totalmente diferentes en el Evangelio de Juan. El «día» pertenece a Dios; la «hora» pertenece al mal. Siete veces aparece la palabra «hora» en el Evangelio de Juan, y en cada instancia se refiere a lo demoníaco, y a los momentos en los que Cristo ya no está en las Manos del Padre, sino en las de los hombres. En el Huerto, el Señor contrastó dos «horas»: una pertenecía al mal -«Esta es su hora»- con la que Judas pudo apagar las luces del mundo. Pero en contraposición a esa, el Señor preguntó: «¿No fueron capaces de velar una hora conmigo?». En otras palabras, Él pidió una hora de reparación para combatir la hora del mal; una hora de unión como víctima en Cruz para sobrellevar el antiamor del pecado.

En segundo lugar, la única vez que el Señor pidió algo a los apóstoles fue la noche de su agonía. Así y todo, no les pidió a todos… quizás porque sabía que no podía contar con su fidelidad. Pero al menos quiso que tres le fueran fieles: Pedro, Santiago y Juan. Como a menudo sucede en la historia de la Iglesia, el mal estaba despierto, pero los discípulos dormían. Por esto, provino de su corazón solitario y lleno de angustia el suspiro: «¿No fueron capaces de velar una hora conmigo?». No pedía una hora de actividad, sólo una hora de compañía.

La tercera razón por la que hago una Hora Santa es para crecer cada vez más en su imagen. Como escribió Pablo: «Somos transformados en su imagen, cada vez más gloriosa». Nos volvemos como aquello que contemplamos. Cuando miramos una puesta de sol, nuestro rostro asume un brillo dorado. Contemplar la Eucaristía durante una hora transforma el corazón de una manera misteriosa, como le sucedió a Moisés en su transformación tras su encuentro con Dios en el monte. Nos puede ocurrir algo similar a lo que les ocurrió a los discípulos de Emaús. El domingo de Pascua por la tarde, cuando el Señor se encontró con ellos, les preguntó por qué se sentían tan tristes. Luego de pasar un tiempo en su presencia y escuchar otra vez el secreto de la espiritualidad -«¿Acaso el Hijo del Hombre no debía padecer todo esto para entrar en su gloria?»- ,sus corazones «ardieron».

La Hora Santa. ¿Es difícil? A veces parece costar; puede significar dejar de ir a algún evento social, o levantarse una hora antes, pero nunca me ha significado una carga: más bien una alegría. No quiero decir que todas las Horas Santas han sido edificantes, como la de la Iglesia de San Roque, en París. Entré a la iglesia hacia las tres de la tarde, consciente de que debía tomar un tren a Lourdes dos horas después. Hay sólo unos diez días al año en los que puedo dormir durante el día; este era uno. Me arrodillé y elevé una plegaria de adoración; luego me senté a meditar e inmediatamente me quedé dormido. Me desperté una hora después. Le dije al Señor: «¿Ya he terminado mi Hora Santa?». Creí escuchar la respuesta de su ángel: «Bueno, la has hecho a la manera de los apóstoles en su primera Hora Santa en el Huerto… No lo vuelvas a hacer».

Una Hora Santa complicada fue cuando me tomé un tren de Jerusalén a El Cairo. El tren salió a las cuatro de la mañana; es decir que había que levantarse temprano. En otra ocasión, en Chicago, pedí permiso a un párroco para ir a la iglesia a hacer la Hora Santa a las siete de la tarde, ya que estaba cerrada. Pero olvidó que yo estaba dentro y me dejó encerrado; estuve dos horas intentando encontrar una vía de escape. Finalmente salté por una pequeña ventana y caí en una carbonera. El casero se llevó un buen susto, pero finalmente fue quien me ayudó a salir.

Durante mis primeros años de sacerdocio, solía hacer la Hora Santa durante el día o por la tarde. Al pasar los años, fui estando cada vez más ocupado, y comencé a hacer la Hora Santa bien temprano en la mañana, antes de la Misa. Los sacerdotes, como todo el mundo, se dividen en dos clases: gallos y búhos. Algunos trabajan mejor en las mañanas, otros por las noches. Un obispo anglicano, a quien un compañero lo reprendía por sus breves oraciones nocturnas, con sus manos sobre el estómago, y con aire de persona satisfecha, le explicó: «Me mantengo lleno de oraciones».

El propósito de la Hora Santa es animar al encuentro personal y profundo con Cristo. Dios siempre nos está invitando a acudir a Él, a conversar con Él, a pedirle cosas y a vivir todo lo bueno que nos trae entrar en comunión con Él. Apenas nos ordenamos es fácil entregarnos enteramente a Cristo, ya que el Señor nos llena con su ternura, de la misma manera en que una madre ofrece dulces a su hijo para que se anime a dar el primer paso. Esta sensación de júbilo, sin embargo, no dura para siempre; muy rápido aprendemos el costo de la disciplina, lo que significa que debemos dejar nuestras redes, barcas y mesas. La luna de miel llega pronto a su fin, y también nuestra «arrogancia» que surge cuando por primera vez nos dicen «Padre».

El amor sensible o humano disminuye con el tiempo, pero no el divino. El primero tiene que ver con el cuerpo, que cada vez responde menos al estímulo, pero en el orden de la gracia, la respuesta de la divinidad a los pequeños actos de amor se intensifica.

Ni el conocimiento teológico ni la acción social por sí mismas son suficientes para mantenemos enamorados de Cristo, a menos que antes tengamos un encuentro personal con Él. Cuando Moisés vio la zarza ardiente en el desierto, el fuego no se alimentaba de nada. Las llamas se perpetuaban sin consumir la madera. Así, la dedicación personal a Cristo no deforma ninguno de nuestros dones naturales ni nuestras disposiciones de carácter; simplemente los renueva sin eliminarlos. Así como la madera se hace fuego y el fuego perdura, así nosotros nos volvemos Cristo y Cristo perdura.

Me he dado cuenta de que lleva un tiempo lograr el fuego en la oración. Esta ha sido una de las ventajas de la Hora Santa. No es tan breve como para prevenir que el alma entre en un estado de recogimiento para sacudirse de las innumerables distracciones del mundo. Estar ante su Presencia es como un cuerpo expuesto al sol con el fin de absorber sus rayos. El silencio en esa Hora es un «cara a cara» con el Señor. En aquellos momentos, uno no se inclina tanto por recitar oraciones escritas; más bien por escuchar. No decimos: «Escucha, Señor, que tu siervo habla», sino «Habla, Señor, que tu siervo escucha».

[…]

De Mons. Fulton Sheen, en «Tesoro en vasija de barro» – Su autobiografía, Ed. Logos, Rosario, Argentina, 2015.
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Comentarios 4

  1. Elida Mendoza dice:

    Que hermosa reflexión, cuánta humildad y cuánto amor encierran las palabras de Mons. Sheen. Gracias Señor, por tu hijo amado, por la sabiduría de su enseñanza, por la paz que ha llenado mi alma al leer su mensaje.

    • Carlos Alberto Castriota dice:

      Buen Dia.
      Coincido con Moseñor Scheen y con Elida Mendoza.
      Hay que dejar que Dios maneje la Barca en la que navegan mis sentimientos y mis pensamientos.
      Yo lo miro y el me mira.
      Carlos Alberto Castriota.03/03/2023

    • Laura Tafoya Martínez dice:

      Infinitas gracias! Bendito y alabado sea Dios.
      Cuántas lágrimas he derramado frente al Santísimo por el dolor de mis faltas y mi indiferencia a las cosas de Dios por ingorar su gran amor por mí.
      Habla Señor que tu siervo escucha! Concedeme la gracia Señor de saber escucharte más, me deleito y mi corazón se llena de gozo al sentirte y al mirarte. Sin merecer tu amor, me acoges, me abrazas, me consuelas y te alegras por mi visita porque junto a Tí aprendo a amar para salvarme y deseo poder contribuir a la salvación de las almas.
      Mi Señor y mi Dios. Enséñame a amar como Tú amas.
      Dios los bendiga.

  2. Coigreach Dlùh dice:

    Gracias por compartir estas experiencias, nunca me planteé lo que significaba la Hora Santa hasta hoy.

    Un saludo ¡Dios esté con usted!

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