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«Alrededor de la mesa eucarística se realiza y se manifiesta

la armoniosa unidad de la Iglesia, misterio de comunión

misionera, en la que todos se sienten hijos y hermanos»

(Juan Pablo II, Mensaje para la XII Jornada Mundial de La Juventud, 1997, n. 7).

«¿Pudo usted celebrar la misa en la cárcel?», es la pregunta que muchos me han hecho innumerables veces. Y tienen razón: la Eucaristía es la más hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana. Cuando les respondo que sí, ya se cuál es la pregunta siguiente: «¿Cómo consiguió encontrar pan y vino?».

Cuando fui arrestado tuve que salir inmediatamente, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir y pedir las cosas más necesarias: ropa, pasta de dientes… Escribí a mi destinatario: «Por favor, mandadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago». Los fieles entendieron lo que eso significaba: me mandaron una botellita de vino de misa con una etiqueta que decía: «medicina contra el dolor de estómago», y las hostias las ocultaron en una antorcha que se usa para combatir la humedad. El policía me preguntó:

–¿Le duele el estómago?

–Sí.

–Aquí hay un poco de medicina para usted.

Nunca podré expresar mi gran alegría: todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebraba la misa. De todos modos, dependía de la situación. En el barco que nos llevó al norte celebraba la misa por la noche y daba la comunión a los prisioneros que me rodeaban. A veces tenía que celebrar cuando todos iban al baño, después de la gimnasia. En el campo de reeducación nos dividieron en grupos de 50 personas; dormíamos en camas comunes; cada uno tenía derecho a 50 cm. Nos las arreglamos para que estuvieran cinco católi­cos conmigo. A las 21:30 había que apagar la luz y todos debían dormir. Me encogía en la cama para celebrar la misa de memoria, repartía la comunión pasando la mano bajo el mosquitero. Fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacra­mento. Llevaba siempre a Jesús eucarístico en el bolsillo de la camisa.

Recuerdo lo que escribí: «Tú crees en una sola fuerza: la Eucaristía, el cuerpo y la Sangre del Señor que te dará la vida, “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Como el maná alimentó a los israelitas en su viaje a la tierra prometida, así la Eucaristía te ali­mentará en tu camino de la esperanza (cf. Jn 6, 50)» (El camino de la esperanza, n. 983).

Cada semana tiene lugar una sesión de adoc­trinamiento en la que debe participar todo el campo. Durante el descanso, mis compañeros ca­tólicos y yo aprovechamos para pasar un paque­tito para cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros; todos saben que Jesús está en medio de ellos; Él es el que cura todos los sufrimientos físicos y mentales. Durante la noche los presos se turnan en adoración; Jesús eucarístico ayuda in­mensamente con su presencia silenciosa. Muchos cristianos vuelven al fervor de la fe durante esos días; hasta budistas y otros no cristianos se con­vierten. La fuerza del amor de Jesús es irresisti­ble. La oscuridad de la cárcel se convierte en luz, la semilla germina bajo tierra durante la tempes­tad.

Ofrezco la misa junto con el Señor: cuando re­parto la comunión me doy a mí mismo junto al Señor para hacerme alimento para todos. Esto quiere decir que estoy siempre al servicio de los demás.

Cada vez que ofrezco la misa tengo la oportu­nidad de extender las manos y de clavarme en la cruz de Jesús, de beber con Él el cáliz amargo.

Todos los días, al recitar y escuchar las pala­bras de la consagración, confirmo con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su san­gre mezclada con la mía (cf. 1Co 11,23-25).

Jesús empezó una revolución en la cruz. Vues­tra revolución debe empezar en la mesa eucarística, y de allí debe seguir adelante. Así podréis renovar la humanidad.

He pasado nueve años aislado. Durante ese tiempo celebro la misa todos los días hacia las 3 de la tarde, la hora en que Jesús estaba agonizan­do en la cruz. Estoy solo, puedo cantar mi misa como quiera, en latín, francés, vietnamita… Lle­vo siempre conmigo la bolsita que contiene el Santísimo Sacramento; «Tú en mí, y yo en Ti». Han sido las misas más bellas de mi vida.

Por la noche, entre las 9 y las 10, realizo una hora de adoración, canto Lauda Sion, Pange lingua, Adoro Te, Te Deum y cantos en lengua viet­namita, a pesar del ruido del altavoz, que dura desde las 5 de la mañana hasta las 11:30 de la no­che. Siento una singular paz de espíritu y de co­razón, el gozo y la serenidad de la compañía de Jesús, de María y de José. Canto Salve Regina, Salve Mater, Alma Redemptoris Mater, Regina coeli… en unidad con la Iglesia universal. A pe­sar de las acusaciones y las calumnias contra la Iglesia, canto Tu es Petrus, Oremus pro Pontifice nostro, Chrístus vincit Como Jesús calmó el hambre de la multitud que lo seguía en el desier­to, en la Eucaristía Él mismo continúa siendo ali­mento de vida eterna.

En la Eucaristía anunciamos la muerte de Je­sús y proclamarnos su resurrección. Hay momen­tos de tristeza infinita. ¿Qué hacer entonces? Mi­rar a Jesús crucificado y abandonado en la cruz. A los ojos humanos, la vida de Jesús fracasó, fue inútil, frustrada, pero a los ojos de Dios, Jesús en la cruz cumplió la obra más importante de su vi­da, porque derramó su sangre para salvar al mundo. ¡Qué unido está Jesús a Dios en la cruz, sin poder predicar, curar enfermos, visitar a la gente y hacer milagros, sino en inmovilidad ab­soluta!

Jesús es mi primer ejemplo de radicalismo en el amor al Padre y a los hombres. Jesús lo ha da­do todo: «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1), hasta el «Todo está cumplido» (Jn 19, 30). Y el Padre amó tanto al mundo «que dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16). Darse todo como un pan para ser comido «por la vida del mundo» (Jn 6, 51).

Jesús dijo: «Siento compasión de la gente» (Mt 15, 32). La multiplicación de los panes fue un anuncio, un signo de la Eucaristía que Jesús instituiría poco después.

Queridísimos jóvenes, escuchad al Santo Pa­dre: «Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía… Entre las incertidumbres y distracciones de la vi­da cotidiana, imitad a los discípulos en el cami­no hacia Emaús… Invocad a Jesús, para que, en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo, permanezca siempre con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de referencia, vuestra perenne esperanza» (Juan Pablo II, Men­saje para la XII Jornada Mundial de la Juventud, 1997, n. 7).

Del Cardenal Francisco Javier Nguyen Van Thuan, en «Cinco panes y dos peces», Buenos Aires 2001, Ciudad Nueva.
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Comentarios 2

  1. Mirta dice:

    Hermoso y emotivo testimonio de Jesús Eucaristia. La fortaleza y constancia del hermano en el día a día. La fe profunda del alma, que un alta voz no te inerrumpa.

  2. Laura Tafoya Martínez dice:

    Jesús Eucaristía, gracias por tu gran amor por mí y por la humanidad entera. Perdón Señor por no sabernos amar los unos a los otros como Tú lo pides y quieres.
    Jesús de ti me viene la fuerza, eres mi punto de referencia, eres mi perenne esperanza.
    Doy gracias infinitas por qué camino en pos de la conversión que me lleva a conocerte cada vez más, para amarte más y servirte mejor, mi Señor Jesús.
    No permitas que la adversidad me separe de tu lado porque sin Tí mi Señor nada soy y nada puedo.
    Contigo Todo Señor, sin Tí, nada.
    Creo Señor pero dame la fe que me falta para abandonarme a tus divinas promesas.
    Mil gracias. Dios los bendiga Voz Católica.

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