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Con visión profética León XIII hace 130 años exactamente (15 de mayo 1891) planteo la cuestión social de los obreros en el contexto de las nuevas realidades de su época. El particular momento histórico de la encíclica Rerum Novarum estaba caracterizado por una sociedad que sufría cambios radicales en todo orden: en el ideológico, la confrontación del capitalismo con el socialismo marxista; en el científico-tecnológico, el auge de la industrialización; en el económico, la aparición de nuevas formas de propiedad (el capital) y de trabajo (el salarial); en el político, las nuevas concepciones de Estado y de autoridad y en el social, la agudización del conflicto de clases. Acarreando todo ello una inhumana explotación del hombre por el hombre según el testimonio de la historia registrado durante la centuria siguiente.

De un modo también anticipado a finales del siglo XX Juan Pablo II y conmemorando los 90 años de aquella encíclica leonina advirtió las amenazas que se ciernen sobre el trabajo del hombre “El trabajo es uno de estos aspectos, perenne y fundamental, siempre actual y que exige constantemente una renovada atención y un decidido testimonio. Porque surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionadas con esta dimensión fundamental de la existencia humana” en su carta encíclica Laboren Excercens que en septiembre cumple cuarenta años de su promulgación.

Esta renovada atención sobre el trabajo humano, a la que nos exhorta el papa, nos mueve a observar los profundos cambios que se avizoran en la sociedad postpandemia. Las condiciones de confinamiento casi universal adoptadas por la mayoría de los gobiernos como medida de protección frente al covid-19 ha generado una lista larga de controversias, premoniciones y denuncias respecto de las nuevas condiciones de vida.

Pensadores de diverso signo coinciden especulativamente en las características de la “nueva normalidad” acarreando fuertes implicancias éticas en la convivencia social. Los profundos cambios que se avecinan (algunos ya están entre nosotros) incluyen la vigilancia y el control social, fuentes de datos y programación abierta para sociabilizar los avances médicos, humanidad aumentada gracias a la inteligencia artificial, nueva reconfiguración urbanísticas de las ciudades a partir del abandono de los centros para migrar hacia las periferias menos pobladas, son algunas de los capítulos de esos análisis.

Los cambios en las condiciones laborales en un mundo cada vez más globalizado aparecen con más nitidez, de hecho, la urgente necesidad de intervención estatal para socorrer el parate económico; la adopción del teletrabajo y el desarrollo de nuevas formas de comercialización pusieron en entredicho la organización del trabajo tal cual se encuentra difundida en esta época.

El interrogante ético se hace presente frente a las nuevas condiciones de fuerte influencia en el desarrollo y de los grupos sociales. Las actividades laborales como así también la vida familiar, la cultural; la educación ¿hasta donde se verán afectadas o beneficiadas por las nuevas configuraciones?

Consideremos las profundas transformaciones sociales ya producidas en el actual contexto de pandemia. A nivel global se cerraron el 50% de las tiendas o comercios físicos dando lugar al exponencial crecimiento del ecommerce. Los grandes conglomerados de oficinas, los viajes de negocios o las grandes ferias dieron lugar al trabajo remoto. El mercado globalizado llego hasta la cotidianeidad de las pequeñas cosas y la irrupción de inteligencia artificial, tanto en el procesamiento de información como en la robótica, está produciendo un rediseño en todos los campos. Nuevas oportunidades y nuevas exclusiones.

Las características que serán exigidas para ocupar los nuevos puestos de trabajo acrecentarán las desigualdades y dejará en la marginalidad a importantes sectores sociales. Así como la revolución industrial en el siglo XIX desplazó el artesanado local de su pequeño taller hacia las grandes fábricas, así la inteligencia artificial acrecentará las desigualdades no solo en términos de ingreso económico sino en dignidad de las personas. Todo esto es posible a partir del giro que da a los intercambios de bienes la inteligencia artificial al ser capaz de crea valor sin trabajo. Desde ya que al inicio supone un diseño, una producción o creación original por parte del hombre, lo que aparece como una oportunidad, pero luego la inteligencia artificial puede aprender sola. Un Bot o software de inteligencia artificial puede atender un cliente, escribir un artículo, conducir un auto o hasta enamorar. En la película Her (Ella), el solitario Theodore Twombly se enamora de la voz femenina (Samantha) que habita en su sistema operativo con inteligencia artificial, y lo acompaña en un audífono adondequiera que va. A medida que el sistema “aprende” de la información que recibe, se adapta y evoluciona, la relación crece. Theodore y Samantha pasan largas horas hablando, discutiendo sobre la vida y sobre el amor, casi como dos personas reales. Hay risas, llantos y hasta escenas de sexo (virtual, claro). Hasta que Theodore repara en que Samantha mantiene simultáneamente miles de relaciones similares con hombres como él. O, mejor dicho, que muchos como él se han enamorado de un sistema operativo. (StartPoint).

La inteligencia artificial no sólo permitirá hacer más eficiente una tarea, sino que creará valor en términos económicos sin necesidad de trabajo. Un agricultor para producir tomates necesita de la tierra y su trabajo; su capacidad productiva (crear valor) está limitada por la extensión de la tierra, sus fuerzas y demás condiciones que se repiten en cada ciclo. En cambio, una APP de inteligencia artificial aumenta valor cuanto más se le usa, pero su uso no genera costo significativo, es decir la generación de riquezas no implica la creación proporcional de puestos de trabajo.

El Papa Francisco menciona este problema en Laudato Si’, lo denomina paradigma tecnológico, se refiere al modo en que el hombre ha asumido la tecnología y su desarrollo. La técnica, según el papa Francisco, se ha convertido para el hombre que la posee en un medio para dominar, intentando controlar los recursos de la naturaleza y los de la existencia humana. El dominio de este paradigma hace que resulte contracultural un modo de vivir independientemente de la técnica, sus costos y su globalización masificante. Señala además que el poder ilimitado da como consecuencia un relativismo práctico, es decir, solo importa lo que sirve a mis propios intereses y el resto es descartable. (LS Cap. III)

Este “nuevo escenario” nos debe llevar a iluminar el trabajo humano desde la potente luz que nos llega desde el fondo de la historia en ambos relatos del Génesis, donde nuestros primeros padres reciben el mandato de fecundidad mediante el sometimiento, dominio y transformación de las cosas creadas y puestas a su servicio, valiéndose para ello de su racionalidad. El trabajo por tanto no es un castigo, es duro y penoso como consecuencia de la desobediencia original, pero en ese esfuerzo el hombre colabora y es co-creador con Dios, porque gracias a su acción las cosas alcanzan una mayor perfección en el orden de su naturaleza. El trabajo requiere se le reconozca su valor subjetivo, es decir el valor de la persona del trabajador que en él está implicado, de lo contrario seguiremos reduciendo el trabajo a una mercancía desvalorada y mal paga.

Lic. Juan Pablo Berarducci

https://pabloberarducci.wordpress.com/

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