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Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos

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Hace algún tiempo, cuando aún no existían los automóviles, en cierto lugar llovía mucho y los caminos de tierra eran imposibles de transitar. Así sucedió, que en distintos caminos, tres carretas diferentes se quedaron atascadas en el barro. El primero conductor intentaba sacar su carro del barro mientras insultaba y maldecía al caballo y al tiempo por lo que le había ocurrido. El segundo había hundido las rodillas en el barro y con las manos juntas no paraba de rezar pidiendo a Dios que le sacara de aquel problema. El tercero, mientras intentaba con todas sus fuerzas sacar el carro del barro, pedía ayuda a Dios.

San Pedro, que había sido invitado por Nuestro Señor a echar un vistazo por la Tierra, impulsivo como siempre, al ver al primer conductor, se dispuso inmediatamente a ayudarle, pero Nuestro Señor se lo impidió. Entonces San Pedro vio al segundo, y dijo: “Me permitirá ayudar a éste”, pero Nuestro Señor le dijo: “Espera, todavía no”. Entonces San Pedro vio al tercer conductor, pero cuando se disponía a ayudarle, se dio cuenta de que Nuestro Señor ya le estaba ayudando… y San Pedro comprendió la lección.

Utilizando las palabras de San Agustín, podemos decir que la lección de esta parábola es la siguiente: “Él, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Con respecto a la vida, todos podemos tener actitudes diferentes: unos se quejan y culpan a los demás de sus problemas y se atribuyen todo el mérito de las cosas buenas que les ocurren; otros sólo aceptan soluciones milagrosas a sus problemas y no hacen nada por resolverlos ni por cambiar en sí mismos lo que les hace tener esos problemas; y otros piden ayuda a Dios y ponen los medios que tienen para resolver los problemas.

El mayor problema, o la mayor preocupación (si no la única) que debemos tener los hombres es la de la salvación de nuestra alma, porque como se dice: “el que salva su alma sabe, y el que no, no sabe nada”. Con respecto a la salvación de nuestra alma podemos tener esas tres actitudes que acabamos de describir: los que quieren conseguirla por sí mismos y culpan a los demás si no la consiguen; los que quieren que Dios lo haga todo mientras ellos no hacen nada; y los que se la piden a Dios y siguen las inspiraciones de Dios para conseguirla. Sólo la tercera actitud es la correcta, de ahí que se diga que “debemos hacer todo como si la salvación dependiera de nosotros, sabiendo que depende totalmente de Dios.”

¿Por qué la salvación depende totalmente de Dios? Porque la salvación es una acción sobrenatural y nosotros por nosotros mismos no tenemos la capacidad de realizar acciones sobrenaturales. Necesitamos la gracia de Dios, que como su nombre indica es algo que Él nos da gratuitamente y no según nuestro propio mérito humano. ¿Por qué debemos hacer todo como si dependiera de nosotros? Porque la Divina Providencia mueve cada cosa según su propio modo. Por tanto, las causas libres se mueven siempre respetando su libertad. Por esta razón, se dice que cuando Dios infunde la gracia en el alma de un adulto libre, mueve al mismo tiempo el libre albedrío para que libremente trabaje por su salvación movido por la gracia de Dios. De ahí que, como dice San Agustín, “no nos salva sin nosotros”. Si nosotros, movidos por la gracia de Dios, seguimos la gracia de Dios, Él nos enviará más gracias para hacernos crecer en santidad. Por eso, “Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos”.

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