No todo el mundo sabe que el pesebre lo inventó San Francisco de Asís tres años antes de su muerte, el 25 de diciembre de 1223. Durante sus andanzas por los pueblos, le sorprendió descubrir un lugar tan parecido a Belén: se trataba del pueblo de Greccio, una pequeña aldea encaramada en la montaña a 750 metros de altura, actualmente en la provincia de Rieti (Italia). Francisco incluso identificó allí una gruta, similar a la de Tierra Santa. Así que decidió representar allí la Natividad.
En la representación preparada por San Francisco, a diferencia de las posteriores, no estaban presentes la Virgen María, San José y el Niño Jesús. La misa se celebraba en la gruta con un altar portátil colocado sobre un pesebre cerca del cual estaban los dos animales recordados por la tradición, a saber, el asno y el buey. La primera descripción del pesebre viviente creado por san Francisco se debe a Tomás de Celano (1190-1265), fraile franciscano, escritor y poeta:
… es digno de eterna memoria y devota celebración lo que el Santo realizó tres años antes de su muerte, en Greccio, el día de la Navidad del Señor. Había en aquella comarca un hombre llamado Juan, de buena fama y aún mejor vida, y era muy querido del bienaventurado Francisco porque, aunque era noble y muy honrado en su comarca, apreciaba más la nobleza de espíritu que la nobleza de la carne. Unas dos semanas antes de la fiesta de la Natividad, el bienaventurado Francisco, como hacía a menudo, lo llamó y le dijo:
“Si quieres que celebremos la Navidad de Jesús en Greccio, prepara lo que te digo: me gustaría representar al Niño nacido en Belén, y de alguna manera ver con los ojos del cuerpo las penalidades en que se encontró por falta de las cosas necesarias a un infante, cómo fue acostado en una cuna y cómo yacía sobre el heno entre el buey y el asno”.
Apenas hubo oído esto, el fiel y piadoso amigo se apresuró a preparar todo lo necesario en el lugar designado, según el plan trazado por el Santo.
Y llegó el día del regocijo, ¡el tiempo de la exultación! Muchos frailes de diversas partes fueron convocados aquí para la ocasión; hombres y mujeres llegaron jubilosos de las cabañas de la región, trayendo cada uno, según su capacidad, velas y antorchas para iluminar aquella noche, en la que la estrella se encendía esplendorosa en el cielo, la estrella que iluminaba todos los días y todos los tiempos. Francisco llega al final: ve que todo está dispuesto según su deseo, y se llena de alegría. Entonces se monta el pesebre, se coloca el heno y se introducen el buey y el cordero. En esa conmovedora escena resplandece la sencillez evangélica, se alaba la pobreza, se recomienda la humildad. Greccio se ha convertido en un nuevo Belén.
Esta noche es clara como el día y dulce para los hombres y los animales. La gente acude en masa y se regocija con una alegría que nunca antes había probado, ante el nuevo misterio. El bosque resuena con voces y los imponentes acantilados resuenan con coros festivos. Los frailes cantan alabanzas selectas al Señor, y la noche parece ser de júbilo. El santo permanece extasiado ante el pesebre, su espíritu vibra de compunción y de inefable alegría. Entonces el sacerdote celebra solemnemente la Eucaristía sobre el pesebre y él mismo saborea un consuelo que nunca antes había probado.
San Francisco se ha revestido con los parámetros diaconales, porque era diácono, y canta el santo Evangelio con voz sonora: esa voz fuerte, dulce y clara extasía a todos en el anhelo del cielo. Luego habla al pueblo, y con dulces palabras evoca al pobre Rey recién nacido y a la pequeña ciudad de Belén. A menudo, cuando quería nombrar a Cristo Jesús, inflamado de amor celestial lo llamaba ‘el Niño de Belén’, y ese nombre ‘Belén’ lo pronunciaba llenando la boca con su voz y aún más con tierno afecto. Y cada vez que decía ‘Niño de Belén’ o ‘Jesús’, se pasaba la lengua por los labios, como para saborear y retener toda la dulzura de esas palabras.
Los dones del Todopoderoso se manifestaban allí abundantemente, y uno de los presentes, un hombre virtuoso, tuvo una visión admirable. Le parece que el Niño yace sin vida en el pesebre, y Francisco se acerca a él y lo despierta de aquel profundo sueño. La prodigiosa visión se apartó de los hechos, porque, por los méritos del Santo, el niño Jesús resucitó en el corazón de muchos que lo habían olvidado, y su recuerdo quedó profundamente impreso en sus memorias. Terminada la solemne vigilia, todos regresaron a sus casas llenos de inefable alegría.
San Buenaventura retoma el relato en su Leyenda Mayor:
Los frailes se reunieron, el pueblo acudió en tropel; el bosque resonó con voces, y aquella venerable noche se hizo resplandeciente de luces, solemne y sonora de armoniosas laudes. El hombre de Dios [Francisco], de pie ante el pesebre, lleno de piedad, bañado en lágrimas, rebosante de alegría, El solemne rito de la Misa se celebra sobre el pesebre y Francisco canta el Santo Evangelio. Luego predica a la gente que le rodea y habla del nacimiento del pobre rey al que […] llama “el niño de Belén”. Un caballero virtuoso y sincero, que había dejado la milicia y se había hecho muy amigo del hombre de Dios, sr Juan de Greccio, afirmó haber visto, dentro del pesebre, un hermoso niño dormido al que el bienaventurado Francisco, sosteniéndolo con ambos brazos, parecía despertar del sueño”. (Buenaventura, Legenda maior, XX.)