Desde el momento en que al anciano Simeón hubo revelado la pasión futura de Jesucristo, no cesó San José por un instante de tenerla ante sus ojos, durante todo el tiempo que vivió.
La veía figurada en las Escrituras; y por otra parte Jesús, que amaba demasiado a su padre nutricio para no hacerle padecer y participar anticipadamente con Él los méritos de su Pasión, le hablaba de ella incesantemente.
El Calvario fue erigido desde luego en el corazón de San José y en él fue plantada la cruz.
Mas, ¿no hubiera podido Dios esperar un poco, dejar que San José gozase la dicha de llevar en sus brazos y estrechar sobre su corazón al Niño, que era la alegría del Paraíso? No. ¡Apenas cuarenta días de gozo, y en seguida el Calvario, la Pasión! Ansiaba Nuestro Señor conceder a su padre nutricio esta gracia de la cruz.
Durante treinta años, tuvo San José continuamente ante sus ojos a Nuestro Señor clavado sobre la cruz; Jesús se lo recordaba siempre y la Santísima Virgen también: ¡cuántas lágrimas debió derramar durante estas conversaciones! Mejor ilustrado por la luz divina que los Apóstoles, comprendía San José perfectamente los beneficios de la cruz y la necesidad que Jesús tenía de sufrir; los Apóstoles no querían oír hablar de su cruz a Nuestro Señor, San José por el contrario lo escuchaba con un amor compasivo.
A fin de unirle íntimamente a sí y de hacerle partícipe de todos los merecimientos de su Pasión, Nuestro Señor debió revelarle todas las circunstancias y dolores de la misma.
Él le reveló, sin duda, que iba a ser traicionado por uno de sus apóstoles, uno de sus amigos. Y como todos los Apóstoles eran de Galilea, Jesús pudo hacer ver a San José a Judas el traidor; a Pedro, que debía negarle tres veces.
Cuando Nuestro Señor se dirigía a Jerusalén para las fiestas de Pascua y de Pentecostés: “Venid, padre mío, venid a ver el lugar donde seré crucificado”, así debió hablarle conduciéndole hacia el Calvario y al huerto de los Olivos; “aquí derramaré durante tres amargas horas un copioso sudor de sangre y agua”.
San José lloraba seguramente y cayendo de rodillas a los pies de Jesús le decía: “Hijo mío amadísimo, déjame en este mundo para sufrir y morir en lugar tuyo”. Él compadecía cada uno de los dolores futuros de Jesús. Nuestro Señor le hizo ver, sin duda, en el pretorio de Pilatos el balcón desde donde sería maldecido por el pueblo; el palacio donde Herodes le haría comparecer para insultarle.
Jesús se postraba de rodillas y adoraba a su Padre en todos esos lugares que le eran tan queridos, donde bien pronto debía derramar su sangre, por lo cual suspiraba con toda la vehemencia de su amor; San José y María se unían a Él y sufrían en su alma anticipadamente la Pasión.
San José vio asimismo de antemano las lágrimas y dolores de María. Él se consumía en deseos y debió suplicar a Nuestro Señor que le concediese vivir hasta entonces para poder seguirle al Calvario y ser el consolador de María. ¡Oh amargura de San José! le fue preciso aceptar la muerte, dejando aún en la tierra a Jesús y María: Jesús, que debía ser crucificado y renegado por todo su pueblo; María, que permanecería sin apoyo y sin consolador. ¡Qué martirio debió ocasionarle su amor a Jesús y María!
Todo esto es muy cierto. No hubiera sido justo que San José quedase privado de la gracia de sufrimientos, que fue concedida a todos los santos; él debía recibirlo con mayor abundancia que todos los demás escogidos, puesto que Nuestro Señor a ninguno, después de María, amó tanto como a San José; a su amor le debía pues la gracia de los sufrimientos.
Compadeced los dolores de San José. Recordad aquel famoso Calvario: duró treinta años. Jesús no podía hacer más en favor de San José que concederle su amor y su amor crucificado.
Aspiración. Alcánzanos ¡oh San José! ser hostias inmoladas con Jesús Sacramentado.