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La confianza es la flor de la esperanza cristiana. No sólo en cuanto que nos hace tender con alegría de espíritu a la Patria celestial, sino además porque nos hace caminar prontamente y sin paradas por el camino de la santidad.

Amor y confianza son por lo tanto las alas con que el alma se lanza a los más audaces vuelos y se remonta victoriosa sobre todas las cimas. Si la confianza disminuye, también el amor languidece y el alma se arrastra. En efecto, el mayor obstáculo a las operaciones divinas en el alma es, justamente con la búsqueda de uno mismo, la desconfianza.

Ordinariamente, si falta la confianza en Dios, es por la excesiva confianza en nosotros mismos. Entonces el alma, experimentando la propia impotencia para el bien, se aflige con exceso, dando lugar a la turbación; y debiera ocurrir todo lo contrario: si el niño tiene derecho a ser sostenido por su madre ¿no es acaso por su innata debilidad? Lo mismo acontece en el campo del espíritu. Nuestra extrema debilidad es la que nos da derecho a contar con la fortaleza divina; nuestras innumerables miserias son las que nos atraen las ternuras del Corazón de Jesús. Es éste un punto importante en la lucha por la santidad: hacer de todas nuestras faltas, más o menos voluntarias, como un punto de apoyo para levantar más en alto la confianza.

Un amor que desconfía, no es amor, sino temor; y toda angustia causada por la desconfianza no honra, sino hiere al Corazón de Dios. Por eso la frase: Honra a Dios con tu confianza, la encontramos repetida tantas veces por el Divino Padre o por Jesús a Sor Consolata. Un día (17 de septiembre de 1935) Sor Consolata hablaba confidencialmente con Jesús: “Jesús, el que hables a mi propia alma y te dignes enseñarla, debiera causar gran gozo a mi corazón, y en cambio me veo obligada a permanecer como indiferente porque mi miseria es muy grande y nada puede atraer sobre mí Tu divina mirada. Al darme cuenta de ello, nace en mí, a veces, la duda ¿no seré acaso una gran ilusa?… Jesús, perdóname; sí, creo que tú eres la bondad infinita”. A lo que Jesús contestó: Mira, Consolata, tus miserias tienen un límite, pero mi amor no tiene límites. Algunos días después (19 de septiembre de 1935): “Jesús que Tú ames los lirios cándidos e inmaculados, lo creo; pero que me ames a mí… no puedo comprenderlo. A lo que dijo Jesús: Si piensas que no he venido por los justos, sino por los pecadores, lo comprenderás al momento, Consolata” (Cfr. Mt 9, 13).

“Una tarde -escribe ella- me encontraba desolada y exclamé delante del santo tabernáculo: Oh Jesús, soy siempre la misma, prometo y luego… También yo soy siempre el mismo, no cambio jamás. Pero me lo dijo en un tono, que mi debilidad se trocó en alegría: si Él no se afligía ¿por qué afligirme yo?”. De aquí que Jesús no le permitiese nunca replegarse en sus propias faltas (2 de noviembre de 1935): Cuando te acaezca cometer una falta cualquiera no te entristezcas, ven, deposítala al momento en mi corazón y refuerza el propósito de la virtud opuesta, pero con toda calma. Así toda tu falta será un paso adelante.

Con gran calma… que el enemigo es astuto y procede con táctica: si logra inocular en el alma el veneno de la desconfianza, se da por satisfecho; lo demás vendrá de por sí. Vendrá, en primer lugar, la turbación, tan perniciosa al alma, como se lo decía Jesús a Sor Consolata (2 de agosto de 1936): Si el alma se mantiene tranquila, entonces es dueña de sí misma; pero si uno se turba, entonces son fáciles las caídas. Habiendo ella notado que Jesús en su alma lo permitía todo menos la turbación, le preguntó un día el motivo y Jesús bueno le dio a entender: que el alma en paz es como un fresco manantial de agua pura y cristalina, a la que Él puede acercarse y saciar su sed siempre que quiera; pero si entra en ella la turbación, esa alma, es decir, esa agua está como agitada por un palo que revuelve su fango y Jesús no puede ya saciar su sed. Y no sólo Jesús no puede ya aplacar su sed, sino que el demonio, que precisamente hace su pesca en aguas turbias, encuentra en aquel estado de ánimo el elemento adaptado a sus operaciones maléficas. Por eso Jesús la precavía y fortalecía diciéndole (24 de septiembre de 1936): No des entrada a la turbación jamás, jamás, jamás porque si te turbas, se alegraría el demonio y la victoria sería suya. Este triple “jamás” tenía, por fin confirmarla en la obediencia que el padre espiritual había impuesto a Sor Consolata, la cual, en sus grandes deseos de perfección, se inclinaba algún tanto al escrúpulo. Jesús se lo recordaba explícitamente: Ten presente que la obediencia te impone no dar jamás, jamás, jamás entrada a la turbación; esto para ti es lo más importante. Jamás, pues, desconfiar para jamás turbarse. Casi siempre, en efecto, a la turbación sigue el desaliento, y el que se desanima ya no lucha, y por lo tanto no avanza, antes fácilmente retrocede.

No se gana nada y se pierde mucho. Por lo menos se pierde tiempo. “He llegado a comprender, escribe Sor Consolata, que es necio el alpinista, que subiendo hacia la cumbre, por un pequeño resbalón se detiene desanimado, sin atreverse ya a aspirar a la codiciada cima; y que, por el contrario, es avisado y prudente el que, levantándose al momento, vuelve a tomar confiadamente su camino, sin la menor turbación, firme en su propósito de no perder tiempo, dispuesto a reaccionar cuantas veces se repitan los resbalones”. Por eso nunca será bastante meditada por las almas de buena voluntad la siguiente lección de Jesús a Sor Consolata (7 de noviembre de 1935): Dime, Consolata, ¿Cuál es más perfecta: un alma que se lamenta siempre con Jesús de que es imperfecta, porque siempre comete faltas, infidelidades a los propósitos, etc…; o bien un alma que sonríe siempre a Jesús, hace lo que puede para amarle, sin cuidarse de las imperfecciones que no quiere, por no perder tiempo, y que sólo se ocupa en continuar amando a Jesús? Dime ¿cuál de estas dos almas te parece más perfecta?

A Mí me gusta más la segunda. Haz pues tú cuanto puedas por amarme y, cuando te suceda haber sido infiel, dame un acto de amor más ardiente y vuelve a tu canto de amor. El decirme, el repetirme “Mira, Jesús, lo que he hecho, cuán infiel te he sido, etc.”… son lamentos en los que se pierde tiempo. Por el contrario, un acto de amor más ardiente, enriquece tu alma y alegra la mía. ¿Lo entiendes?… Las imperfecciones, cuando no las quieres, no merecen ni una mirada. Tender, pues, a la perfección amando a Jesús, esforzarse cuanto se pueda para disminuir el número y la voluntariedad de las faltas, pero después no desanimarse cuando se llega a cometerlas, confiando siempre en la bondad infinita del Corazón de Jesús, que no por eso retirará al alma su amor, sus favores, ni su intimidad.

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