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Un deber de gratitud…

Existe un dicho bastante conocido que dice más o menos así: “cosechas lo que siembras”, referido normalmente al fruto de nuestras acciones moralmente consideradas, es decir, el que hace el bien (siembra el bien), recibirá bienes a futuro (fruto de lo que ha cosechado), y así también respecto al mal; y sabemos que esto es más o menos así, aunque admite a veces largas esperas especialmente en lo que se refiere a la cosecha del bien, la cual puede incluso llevarse a cabo directamente como la eterna recompensa de la vida futura, como las almas buenas y piadosas que entre sufrimientos santamente sobrellevados, sembraron para cosechar la eternidad del Paraíso, que ya no admitirá más que gozo y alegría interminable.

Pero en esta oportunidad quiero referirme específicamente al caso tan especial consagrado, que constantemente debe estar sembrando y cosechando el bien, si desea ser consecuente con su vocación, rodeado de tantos y tan abundantes bienes sobrenaturales que éstos por fuerza lo exceden, lo desbordan, y que por esos secretos designios de la Divina Providencia y su amor eterno que arremete incesantemente, lo hacen cosechar también lo que no ha sembrado, a la vez que le imponen una alentadora obligación de caridad para sembrar también para aquellos que vendrán después de él: hermosa realidad que adorna a la vida consagrada en tierra de misión, donde el religioso llega a cosechar los frutos de las oraciones, trabajos, sudor y lágrimas, y hasta cruces tal vez inimaginables que sembraron los que estuvieron antes de él, preparando el terreno con los medios que tenían y las fuerzas que podían, de cara a esa “santa incertidumbre” que posee el misionero, de que no sabe con exactitud hasta cuándo seguirá en tal o cual lugar de misión, porque ya entregó a Dios su voluntad por medio de sus superiores, los cuales le dirán a su debido momento si continuar arando en esa misma tierra sin mirar atrás, o si debe ir a hacerlo a otros campos, quizás hasta más duros si confían en su experiencia para disponer mejor el terreno, quizás de tierras más blandas para que se reponga de su desgaste; pero sea como sea y donde sea, cosechando lo de los que pasaron primero, y sembrando lo más posible para los que vendrán después, movido por ese motor irrefrenable del santo entusiasmo, una vez que se pone en marcha con la fe, la esperanza, la caridad, la gratitud y generosidad con que se viva.

Tenemos un deber de gratitud muy grande aquí en Séforis (así como en tantas otras de nuestras misiones por el mundo), y nuestra respuesta no puede ser otra que la de imitar a nuestros predecesores sembrando con esfuerzo, llevando nuestra cruz, con esa visión que tenían, por ejemplo, los diseñadores de las grandes catedrales que sabían bien que tardarían tantos años en ser edificadas que ellos mismos no las verían terminadas, porque sabían que ver el fruto de su trabajo en esta vida no era lo importante, sino lo que se sembraba para el futuro y en bien de los demás, como los buenos consejos de los padres a sus hijos, como las virtudes que se adquieren en el tiempo de formación en el seminario, y como cada una de nuestras buenas obras para la eternidad: si aun no somos santos, es porque nos falta sembrar más para cosechar más, ¡¿qué estamos esperando?!

Gracias a los primeros monjes que se desgastaron con alegría por este sencillo y apartado monasterio; gracias a todas las personas que cooperan de una forma u otra con nosotros, sea con ayudas, sea con sus oraciones; gracias a nuestra amada familia religiosa por confiarnos un lugar santo que albergó la santidad cotidiana que hasta pasó humildemente desapercibida para muchos, y que aun así nos sigue dando ejemplo de virtudes. ¡Gracias a la Sagrada Familia; gracias a Dios!

Que jamás nos cansemos de sembrar en bien de los demás, de los que vendrán, de los que a su debido tiempo y circunstancias también sembrarán para el futuro.

Monasterio de la Sagrada Familia, IVE

Séforis, Tierra Santa

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