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“Cristo aborrece la cobardía” – P. Leonardo Castellani

La Tempestad “frenada” (Cristo “reprendió a los vientos”, dice San Lucas) en el Mar de Galilea, que es un lago; menor que el Mar Muerto, en la mitad del Río Jordán, contra las ciudades de Cafarnaúm y Magdala, donde las tormentas son muy peligrosas (para los barquichuelos de pesca) y levantan olas de dos metros, pues está situado en una depresión o cuenca. Dos veces Cristo sosegó una tempestad, una vez estando embarcado (y dormido por cierto), otra vez viniendo de fuera caminando sobre las aguas con facha de fantasma.

La barquilla de Pedro ha sido siempre un símbolo de la Iglesia, y los Santos Padres por ende ven en este milagro la figura de las tempestades de la Iglesia, cuya historia es una serie de tempestades y contrastes, a veces de dentro, a veces de fuera y a veces de los dos. Pero lo que significa directamente este episodio es una reprensión de Cristo a la cobardía; la cual en este caso parecería bastante justificada; es decir, Cristo no reprende la cobardía sino la falta de fe. “¿Por qué tenéis miedo? jNo tenéis fe!”. ¿Cómo no vamos a tener miedo?

Cristo aborrece la cobardía en el cristiano porque arguye falta de fe. La virtud de la fortaleza, o sea valentía, es absolutamente necesaria para la vida cristiana y nace de la fe: hoy día quizás más que nunca, en que el cristiano tiene que caminar por una selva oscura:

“Nel mezzo del cammin di nostra vita
Mi ritrovai per una selva scura …[1].

La fortaleza es una de las cuatro virtudes cardinales, sin la cual las otras tres que dan infructuosas, inertes: es como la cúpula que unifica todo el edificio de la conducta. “La virtud de valentía -dice Santo Tomas- nos habilita a soportar lo adverso y acometer lo difícil”. Tiene dos actos que son aguantar y arrojarse; de los cuales el mayor es aguantar; a los cuales corresponden dos virtudes, la paciencia y la intrepidez o arrojo. La cobardía puede ser pecado grave y fuente de graves pecados: por cobardía pecó San Pedro, pecó Pilatos y quizás también Judas. San Juan en el Apokalypsis la enumera entre los pecados que mandan a la perdición.

La virtud del valor o valentía no es lo mismo que el coraje, que es una disposición natural, que puede usarse para el bien o para el mal: Barrabás fue corajudo, estos asesinos que andan ahora en Buenos Aires matando comerciantes y policías a pasto, son corajudos. El coraje es una cualidad animal, que algunos hombres tienen y otros no: el león es corajudo, la liebre no es corajuda; la liebre tendría la virtud del valor si algún día lo corriese al león; así un tímido puede tener la virtud de valentía (Santa Martina, una jovencita tímida, delicada, enfermiza, cuya fiesta fue ayer, la tuvo) quizás más perfectamente y más fácilmente que un corajudo; porque como dijo Ercilla:

“El miedo es natural en el prudente
Y el saberlo vencer, es ser valiente”.

Que la valentía sea necesaria para una vida cristiana, lo sabemos de sobra. El cristianismo no ha sido inventado para volver la vida fácil sino más bien difícil, dice audazmente Kirkegord: el joven rico, que era virtuoso y a quien Cristo miró con tristeza, no quiso seguir a Cristo por falta de valentía: así se arruinan muchísimas vocaciones y muchísimas personas: estoy cansado de verlo. Por ejemplo, personas que se ponen en una “situación irregular”, como se dice, es decir, en mal camino; y al principio es fácil romper eso, pero se va haciendo cada vez más difícil (porque “el pecado más fácil de evitar es el primero” -y después el segundo) hasta que al fin no tienen valor para romper la cadena, supera sus fuerzas. Si entonces reconocieran la situación y dijeran: “No tengo fuerzas” sería menos malo; pero sucede algo peor, que se inventan una justificación, lo que llamó Aristóteles el “silogismo del borracho”, “racionalizan”, como dicen los psicólogos modernos. Las mujeres tienen fama de ser especiales para eso, para remodelar la religión de manera que les acomode; pero creo que los varones no se quedan cortos.

Hay un episodio de mi vida muy remoto ya, casi de mi infancia, que nunca pude olvidar: un varón muy allegado a mí, que hizo algo que era un verdadero crimen; años después lo encontré, se había transformado en un místico; es decir, en un misticón: hacía poesías muy por lo fino a Dios, al amor de Dios; y las publicaba en el diario del pueblo. Yo que era menor que él no me atreví a decirle que me parecían falsas; no veía en él ni arrepentimiento ni reparación del antiguo crimen -sino más bien una como escapatoria de su conciencia. Un buen día, con gran asombro de todos, cometió suicidio. Es muy peligroso tapar la olla del remordimiento, puede reventar. Por supuesto, yo no sé con seguridad si fue eso, Dios lo sabe. Digo lo que vi; y conjeturo lo que no vi.

Se necesita valor para mirar cara a cara nuestros errores y defectos, tendemos a ocultarlos, incluso a nosotros mismos, deformamos el espejo interior. La gran dificultad para vernos bien a nosotros mismos es la falta de valor; pero aun después de vernos bien, falta mucho, hay que vivir bien. Muchos viéndose bien caen en desaliento y tristeza; porque la desesperación también es un acto de cobardía: “Señor ¿no te importa nada que perezcamos?”, gritaron los Apóstoles.

El pueblo argentino fue renombrado en otros tiempos por su coraje natural y por su valentía; ¿y ahora? Un amigo mío me dice siempre que el pueblo argentino ahora no es valiente, ni siquiera resignado; que es embotado. La resignación es una virtud, es tener encima un mal irremediable, y no quebrarse; el embotamiento no es una virtud. Y o no lo sé, no podría afirmarlo; pero cierto a veces me parece que en la Argentina la mujer, hablando en general, no ha rehuido su riesgo mortal -la mujer tiene siempre un riesgo mortal- y el varón rehúye su riesgo mortal; de modo que la mujer puede despreciar un poco al varón, subvalorarlo. El riesgo mortal de la mujer es el parto, el riesgo mortal del varón es la guerra; es decir, la lucha; pues hay muchas clases de guerra. La Argentina no tiene ahora nada que hacer en el mundo -excepto adherirse a los funerales de Churchill, a los cuales me adhiero de todo corazón-y el hombre argentino no tiene para quién luchar; tiene que trabajar para los extranjeros, o en todo caso trabajar para hacerse rico y luchar contra los otros codiciosos; para Dios no se ve que haya nada que hacer aquí.

“Señor ¿no te importa que muramos?” El temor a la muerte es el más difícil de vencer; el hombre tiene miedo a la Nada. Por eso nos dijo Cristo: “No temáis a los que pueden matar el cuerpo, temed más bien al que puede perder el cuerpo y el alma en los infiernos”. El temor de Dios expulsa los otros temores; o los modera por lo menos. El temor a la muerte se modera con la convicción de la inmortalidad.

En la liturgia de la Iglesia Inglesa existe esta frase notable: “vivir como corresponde a seres inmortales”. “¿Por qué no tenéis fe? Yo estaba con vosotros” -dijo Cristo a los amedrentados pescadores. Estaba con ellos la Inmortalidad, el Vencedor no sólo de las olas del mar sino también de la Muerte.

[1] En medio del camino de la vida I errante me encontré por selva oscura (Divina Comedia, Infierno, Canto I, vs 1-2)

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