Oigamos lo que dice San Juan Crisóstomo respecto del amor divino cuando se apodera del alma: «Cuando el amor de Dios se apodera del alma, engendra en ella insaciable deseo de trabajar por el amado, de tal manera que, por muchas y grandes obras que haga y por mucho tiempo que emplee en su servicio, todo le parece nada y anda siempre gimiendo y suspirando de hacer tan poco por Dios; y si en su mano estuviera dar la vida por Él, aún no tendría cumplido gozo. De donde resulta que siempre se considera inútil en cuanto obra, porque el amor, enseñándole, por una parte, cuánto merece Dios, le declara por otra, con clarísima luz, cuán defectuosas son sus obras, todo lo cual es para ella confusión y quebranto, al conocer la bajeza y poco valer de sus acciones ante la majestad de Señor tan poderoso».
¡Cuán fuera de camino andan, dice San Francisco de Sales, cuantos cifran la santidad en cosa que no sea amar a Dios! «Algunos cifran la perfección en la austeridad de la vida; otros, en la oración; quiénes, en la frecuencia de sacramentos, y quiénes, en el reparto de limosnas; mas todos se engañan, porque la perfección escriba en amar a Dios de todo corazón, pues las restantes virtudes, sin caridad, son solamente montón de escombros. Y si en este santo amor no somos perfectos, culpa nuestra es, pues no acabamos de entregarnos por completo a Dios.
Dijo un día el Señor a Santa Teresa: «¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender que todo es mentira lo que no es agradable a mí». ¡Ojalá que todos entendieran esta verdad, que sólo una cosa es necesaria! No es necesario allegar en la tierra muchos caudales, ni granjearse la estima de los demás, ni llevar vida regalada, ni escalar las dignidades, ni ganar reputación de sabio; una sola cosa es necesaria: amar a Dios y cumplir su voluntad. Para este único fin nos creó y conserva la vida, y solamente por este camino llegaremos un día a conquistar el paraíso. Ponme como sello sobre tu corazón, cual sello sobre tu brazo [1]. Así dice el Señor a todas las almas, esposas suyas, que le pongan en su corazón como sello y como señal en su brazo, para que a Él vayan dirigidas todas las acciones y deseos; dice que le pongan sobre el corazón, para que no entre en él más amor que el suyo, y que le pongan sobre su brazo, para que en cuanto hagan no se propongan otro fin que agradarle. Y ¡cómo corren a pasos agigantados por el camino de la perfección los que en todas sus obras no pierden de vista a Jesús crucificado ni tienen más finalidad que hacer su beneplácito!
Éste ha de ser todo nuestro afán, alcanzar el verdadero amor a Jesucristo. Los maestros de la vida espiritual nos describen los caracteres del verdadero amor, y dicen que el amor es temeroso, porque lo único que teme es desagradar a Dios; es generoso, porque, puesta su confianza en Dios, se lanza a empresas a mayor gloria de Dios; es fuerte, porque vence los desordenados apetitos, y aun en medio de las más violentas tentaciones, sale siempre triunfador; es obediente, porque a la menor inspiración se inclina a cumplir la divina inspiración; es puro, porque sólo tiene a Dios por objeto, y le ama porque merece ser amado; es ardoroso, porque quisiera encender en todos los corazones el fuego del amor y verlos abrasados en divina caridad; es embriagador, porque hace andar al alma fuera de sí, como si no viera ni sintiera, ni tuviera sentidos para las cosas terrenas, pensando sólo en amar a Dios; es unitivo, porque logra unir con apretado lazo de amor la voluntad de la criatura con la del Creador; es suspirante, porque vive el alma llena de deseos de abandonar este destierro para volar a unirse perfectamente con Dios en la patria bienaventurada, para allí amarle con todas sus fuerzas.
Pero nadie mejor que San Pablo, el gran predicador de la caridad, nos declara cuáles sean sus caracteres y en qué consista su práctica. En su primera Carta a los Corintios, en el capítulo 13, afirma que, sin la caridad, de nada vale el hombre ni nada le aprovecha: Si tuviere toda la fe hasta trasladar montañas, mas no tuviere caridad, nada soy. Y si repartiere todos mis haberes y si entregare mi cuerpo para ser abrasado, mas no tuviere caridad, ningún provecho saco [2]. Por lo que si uno tuviese tal fe que trasladara un monte de una parte a otra, como hizo San Gregorio Taumaturgo, si no tuviera caridad, de nada le vale; si distribuyera todos sus bienes a los pobres y padeciera voluntario martirio, pero sin caridad, de modo que lo sufriera con otro fin que el de agradar a Dios, de nada le vale.
Por eso San Pablo continúa describiéndonos las contraseñas de la divina caridad, enseñándonos a la vez la práctica de aquellas virtudes que son sus hijas: La caridad es sufrida, es benigna; la caridad no tiene celos, no se pavonea, no se infla, no traspasa el decoro, no busca lo suyo, no se exaspera, no toma a cuenta el mal. No se goza de la injusticia, antes se goza con la verdad. Todo lo disimula, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera [3].
Consideremos en el presente libro estas diversas prácticas de la caridad, para ver si reina verdaderamente en nosotros el amor que debemos a Jesucristo y examinar las virtudes en que principalmente nos habemos de ejercitar para conservar en nosotros y acrecentar este santo amor.
Afectos y súplicas
¡Amabilísimo y amantísimo Corazón de Jesús, desgraciado el corazón que no os ame! ¡Oh Dios moristeis en la cruz por amor a los hombres, sin sentir alivio alguno!, y ¿cómo después de ello viven éstos sin acordarse de vos?
¡Oh amor divino, oh ingratitud humana! ¡Oh hombres, hombres, mirad al inocente Cordero de Dios que agoniza en la cruz y muere por vosotros, pagando así a la divina justicia por vuestros pecados y atrayéndonos a su amor! Mirad cómo, a la vez, ruega al Eterno Padre que os perdone; miradlo y amadle.
¡Ah Jesús mío, cuán pocos son los que os aman! Desgraciado de mí, que también durante tantos años me olvidé de vos, ofendiéndoos tantas veces. Amado Redentor mío, no es tanto el infierno que merecí el que me hace derramar lágrimas, cuanto el amor que me habéis mostrado.
Dolores de Jesús, ignominias de Jesús, llagas de Jesús, muerte de Jesús, amor de Jesús, imprimíos en mi corazón y quede en él para siempre su dulce recuerdo que me hiera e inflame continuamente en su amor.
Os amo, Jesús mío; os amo, sumo bien mío; os amo, mi amor y mi todo; os amo y quiero amaros siempre. No permitáis que os abandone y torne a perderos.
Hacedme todo vuestro; hacedlo por los méritos de vuestra muerte, en la cual tengo cifrada toda mi esperanza.
María, Reina mía, también en vuestra intercesión confío. Conseguidme el amor a Jesucristo y también vuestro amor, Madre y esperanza mía.
Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo IV
[1] Pone me ut signaculum super cor tuum, ut signaculum super brachium tuum (Cant., VIII, 6).
[2] Si habuero omnem fidem, ita ut montes transferam, caritatem autem non habuero, nihil sum. Et si distribuero in cibos pauperum omnes facultares meas, et si tradidero corpus meum, ita ut ardeam, caritatem autem non habuero, nihil mihi prodest (I Cor., XIII, 2, 3).
[3] Caritas patiens est, benigna est. Caritas non aemulatur, non agit perperam; non inflatur, non est ambitiosa, non quaerit quae sua sunt, non irritatur, non cogitat malum, non gaudet super iniquitate, congaudet autem veritati; omnia suffert, omnia credit, omnia sperat, omnia sustinet (I Cor., XIII, 4-6).