Nazareth, Febrero 12 de 1900.
Mi querida Mimí:
Acabo de recibir el telegrama enviado ayer. Has debido sentir pena por la muerte de esta criatura, yo también la tengo pensando en la tuya. Pero confieso que siento un arrebato de profunda admiración, lleno de reconocimiento, al pensar que tú, mi hermanita, tú, pobre viajera y peregrina en esta tierra, eres ya la madre de un santo… Que tu hijo, fue aquel a quien diste la vida, está en ese hermoso cielo al que nosotros aspiramos, por el cual suspiramos. He aquí que, en un instante, se ha vuelto mayor que sus hermanos, mayor que sus padres, mayor que todos los hombres mortales.
Oh, ¡Cuanto mas sabio que todos los sabios! Todo lo que nosotros conocemos como en un enigma, él lo ve con claridad, todo lo que nosotros perseguimos penosamente al precio de una larga vida de luchas y de sufrimientos, él la ha alcanzado desde el primer paso. Las maravillas “que el ojo del hombre no puede ver, ni sus oídos escuchar, ni su espíritu comprender” él las ve, las oye, goza de ellas. Está nadando por toda una eternidad en una dicha sin fin, y se embriaga en la copa de las divinas delicias.
Contempla a Dios en el Amor y en la Gloria, en medio de los santos y de los ángeles, en ese coro de las vírgenes, del que forma parte que sigue al cordero a todas partes donde va…
Todos tus otros hijos caminan penosamente hacia esa patria celestial, esperando alcanzarla, pero no teniendo la certidumbre, y pudiendo estar para siempre excluidos de ella. Sin duda no llegarán, sino al precio de muchos combates y dolores en esta vida y quizá también después de largo purgatorio, él, este angelito, protector de tu familia, de un aletazo ha volado hacia la Patria, y sin trabajo, sin incertidumbre, por la libertad de Jesús Nuestro Señor, goza por toda la Eternidad de la vista de Dios, de Jesús, de la Sma. Virgen, de San José, y de la dicha infinita de los elegidos… ¡Cómo debe amarte! Tus otros hijos podrán contar, así como tú, con un protector bien tierno, tener un santo en la familia, ¡que fuerza! Ser madre de un habitante del cielo, ¡qué honor y qué dicha!… Lo repito, pensando en esto enajenado de admiración. Se estimaba que la madre de San Francisco de Asís era muy dichosa, porque en vida, asistió a la canonización de su hijo. ¡Tú eres mil veces más feliz! Tu sabes, con la misma certidumbre que ella, que tu hijo es un santo de los cielos, y lo sabes desde los primeros días de éste hijo bendito, sin haberlo visto atravesar, por decirlo, toda una vida de dolor.
¡Cuán agradecido te está! A tus otros hijos les has dado, junto con la vida, la esperanza de la felicidad celestial y, al mismo tiempo, una condición sometida a muchos sufrimientos, a éste le has dado, desde el primer momento, la realidad de la dicha celestial, sin incertidumbre, sin espera, sin mezcla de mal alguno.
¡Cuán dichoso es, y que bueno que es Jesús al conceder a este inocente una corona inmortal y una gloria inefable sin que ella haya luchado jamás! Es el premio al Santo Bautismo, es el precio a la Sangre de Jesús.
El ha sufrido y combatido bastante como para tener el derecho como para salvar a los suyos sin ningún mérito de parte de ellos. Posee bastantes méritos para introducir en el Reino de Su Padre a todos los que Él quiere y a hora que quiere. –Querida mía, no estés triste, repite más bien con la Santísima Virgen: “El Señor ha hecho en mí grandes cosas; las generaciones me proclamarán bienaventurada”. Muy bienaventurada porque eres la madre de un santo, porque aquél que tu seno ha llevado, está ya, en esta hora, resplandeciente de gloria eterna, porque como la madre de San Francisco, estás aún viva, con la dicha penetrante y estática, de pensar que tu hijo es un santo, sentado eternamente a los pies de Jesús, eternamente apoyado en su Corazón, en el amor y la luz de los ángeles y de los bienaventurados.
Que Regis tenga siempre un lugar en las conversaciones de familia, pensad todos en él. Que no sea olvidado por sus hermanos y sus hermanas, ni hecho a un lado, que se hable a menudo de él como si estuviera vivo. Está más vivo que nosotros, todos los que estamos vivos en la tierra.
Es el único perfectamente vivo de sus hermanos, pues sólo él tiene la vida eterna que todos podemos perder, ¡ay!-como la pierden tantos otros, pero que éste querido Regis nos ayudará a conseguir. Yo lo invoco a menudo y con fruto. Le pido que me enseñe a orar. Pideselo tú también y enseña a tus hijos a dirigirse a él en sus necesidades. Los ama tanto y tiene tanto poder!
Carlos de Foucauld