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«Dios nunca es neutral respecto a los acontecimientos humanos ni ante el curso de la historia» (Pío XII, Navidad de 1951).

No obstante su extensión, hemos publicado el presente artículo dado que la claridad de sus conceptos puede arrojar mucha luz en estos tiempos de tanta oscuridad y confusión.

Dios no es neutral. Aprueba o desaprueba; en Él no cabe tercera posición. Él es absolutamente FIEL a Sí mismo, porque Él es la Justicia.

 

Los acontecimientos humanos y el curso de la historia tienen al hombre como protagonista visible. Y el hombre y los hombres tampoco pueden ser neutrales. Sus actos deben ser definiciones.

San Agustín con las dos Ciudades, San Ignacio de Loyola con las dos Banderas, perfilan en textos plásticos la sentencia categórica de Jesucristo: «Nadie puede servir a dos señores». Y la historia humana, con una rigidez que aterra, es la historia de esta sentencia dramática.

Y al decir historia, entendernos también decir esa microhistoria, escrita por nuestros hombres, ese monótono y diario acontecer en un pueblo, en un continente o en el mundo.

Una ley de alquileres, una revolución o una huelga de obreros es historia. Dios no es neutral. Están en juego los dos señores, porque en última instancia están en juego el orden moral, la justicia, Dios. Está en juego una estructura a derribar o a construir, con sus riesgos y sus opciones derivantes; y todo esto, también en definitiva, entre el bien y el mal, el orden y el desorden.

Pero Dios tampoco es neutral frente al mañana. Por fidelidad a Sí mismo y por fidelidad a los hombres, quiere un mundo justo y ordenado. Un mundo SUYO, con Él y para Él.

La dirección y el rumbo de la historia, el alma y espíritu de este mañana deben ser gestados desde hoy. Y al entregar a los hombres de hoy el mundo de mañana, Dios, como padre al hijo adulto, da las llaves del tesoro: la libertad de acción.

Pero al cristiano da muchísimo más. Conjuga, por gracia, la luz de la razón con la luz de la fe, y le asegura con largueza el socorro divino. Y por esto, a nadie como al cristiano compromete Dios en la suerte del mundo, y a nadie responsabiliza más que a él.

I

La llamada CIUDAD TEMPORAL es un complicado cruce de caminos. Pareciera que los hijos de las tinieblas se mueven mejor que los hijos de la luz en este cruce complicado. Pero no es así. Moverse no es construir.

Los hijos de las tinieblas apilan, en todo caso, materiales hasta maravillosos en sí mismos, como la técnica actual. Pero a estos materiales les faltan alma y espíritu, al faltarles la razón última del por qué y para qué.

Y esta razón última se le da al cristiano. El cristiano la posee, pero no la acciona. Su primer grave pecado es guardar bajo tierra el tesoro recibido, y su segundo es la neutralidad en que supuestamente vive.

Por eso, la ciudad temporal es humanamente inhabitable y amenaza ruinas. Mundo moderno y Dios parecen rechazarse; y no por culpa de Dios. Del cristiano espera Dios el reencuentro con este mundo.

La acción temporal del cristiano es complicada, ardua, difícil, penosa. Pero indispensable. La seguridad en los principios dará seguridad en la acción. Y ésta robustecerá la esperanza en la hora de Dios, lograda por un solo camino: el orden esencial, la subordinación de los medios al Fin último. Un breve elenco de principios podrá ubicar mejor –así nos parece– las líneas de este orden.

II

1. Fin temporal y fin último no se contradicen ni se oponen en sí mismos. Son distintos, pero no están separados. Se subordina el primero al segundo, y se subordina como medio a su propio fin. La recta realización del fin temporal es ya realización del Fin último. La Ciudad temporal debe ser incoación de la Ciudad Eterna.

2. El hombre depende metafísicamente de Dios en su ser y en su obrar. De aquí la relación esencial, metafísica, irrenunciable del hombre hacia Dios. Pero, por lo mismo, la sociedad humana, en cualquiera de sus formas y bajo cualquier contexto, tiene hacia Dios la misma relación y la misma dependencia que el individuo (León XIII, Immortale Dei). Por eso no puede ser ni atea, ni agnóstica, ni laica.

La sociedad humana en su fin temporal es regida por la política. El objeto formal de la política es el bien común temporal: el bien de la Ciudad temporal. Este bien se fundamenta en el orden moral. El orden moral depende esencialmente de Dios. Política sin Dios es antipolítica, porque es ordenamiento al «mal común», a la autodestrucción de la sociedad.

El bien común no es algo añadido a la sociedad, ni menos aún algo quitado al individuo. El bien común es el justo ordenamiento de toda la vida social en vista a la mutua perfección: de la persona singular por la comunidad y de la comunidad por la persona singular. «La sociedad es medio» (Pío XII) para el perfeccionamiento integral de la persona humana. Por lo mismo, el primer BIEN en el bien común es Dios; quien, por otra parte, es el más común de los bienes.

También para la Política en su ordenamiento de la vida social el primer e indispensable presupuesto es Dios. De otro modo, el bien común temporal es imposible.

3. Pero adviene Jesucristo. La presencia de Cristo sobre el mundo no incide sólo en el destino eterno del hombre, ni sólo en las estructuras espirituales netas. Todo el cosmos es invadido por su gracia, aunque diversamente.

Por Cristo, el orden de la gracia, apoyado en el orden de la naturaleza, tiene una relevancia absoluta en el orden temporal. Y de dos maneras: el orden temporal no puede obstaculizar el orden de la gracia; y además el orden temporal debe ser informado por la gracia. «Hay que reconocer que el Evangelio tiene el oficio de informar íntegramente el pensamiento del hombre y toda su actividad teórica y práctica. No se ve otro medio de salvación para la humanidad sino en la reconstrucción del mundo en el espíritu de Jesucristo. Convénzanse los hombres responsables de esta necesidad absoluta» (Pío XII, 28-X-54).

Enunciados teológicos como éstos: Cristo, recapitulación del universo, Principio y Fin, Vida del cosmos, Camino, Verdad y Vida, no están limitados a la esfera estrictamente espiritual, pneumática. Rebasan con su dynamis y sus exigencias sobre el orden temporal, y crean un orden social cristiano, una sociedad cristiana.

Se da en Cristo y por Cristo una reintegración cósmica, cuyo primer integrante y mejor favorecido lógicamente es el hombre, a quien se diviniza en Cristo. Pero lo que ocurre entre el hombre y Cristo por medio de Cristo, ha de ocurrir entre la sociedad y Cristo por medio del hombre. El sentido de Cristo debe invadir, impregnar, vivificar la sociedad humana para gloria del Padre.

4. Esta última realidad es enunciada, sobre todo a partir de Pío XI, como REINADO SOCIAL DE JESUCRISTO. Reinado social de Jesucristo no equivale a teocracia, ni a dominio temporal de la Iglesia. Pero tampoco es un Reinado escatológico, para el fin del mundo, sino desde ahora. Y no sólo de iure: debe serlo de facto.

Reinado social de Jesucristo significa que el hombre y la sociedad humana viven en Cristo su metafísica dependencia de Dios en un orden verdadero; el orden esencial de la Verdad, de la Justicia y del Amor. Y significa, por lo tanto, que las estructuras todas del orden temporal se liberen de la esclavitud dolorosa del desorden y vivan también ellas la libertad de la reducción.

El orden temporal no es profano, si por profano se entiende lo que no es santificable. Lo profano es simplemente lo distinto a lo que es sagrado por vía sacramental. El orden natural, del que mana primariamente el orden temporal, tiene cuño divino: es el resplandor del orden eterno en que vive Dios. El orden temporal, santificable y santificante, debe ser sacralizado, santificado, consagrado y precisamente por los fieles (Pío XII). Y se sacraliza el orden temporal cuando se ajusta al querer divino, y se lo integra aceptado como manifestación de la voluntad de Dios.

De hecho, nos encontramos dentro de un orden social sin Dios. O lo que es lo mismo o peor: dentro del orden del desorden. Dentro de la contradicción, de la desintegración, de la anarquía, incluso frente a la verdad.

En un grito, en el que no hay exageración alguna, Pío XII traza la trayectoria de este proceso –12-X-52–: «No preguntéis quién es el enemigo, ni qué vestidos lleva. Éste se encuentra en todas partes y en medio de todos. Sabe ser violento y taimado. En estos últimos siglos ha intentado llevar a cabo la disgregación intelectual, moral, social de la unidad del organismo misterioso de Cristo. Ha querido la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces, la autoridad sin la libertad. Es un enemigo que cada vez se ha hecho más concreto con una despreocupación que deja todavía atónitos: Cristo, sí; Iglesia, no. Después: Dios, sí; Cristo, no. Finalmente, el grito impío: Dios ha muerto; más aún, Dios no ha existido jamás. Y he aquí la tentativa de edificar la estructura del mundo sobre fundamentos que Nos no dudamos en señalar como a principales responsables de la amenaza que gravita sobre la Humanidad: una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios. El enemigo se ha preparado y se prepara para que Cristo sea un extraño en la universidad, en la escuela, en la familia, en la administración de la justicia, en la actividad legislativa, en la inteligencia entre los pueblos, allí donde se determina la paz o la guerra. Este enemigo está corrompiendo al mundo con una prensa y con espectáculos que matan el pudor en los jóvenes y en las doncellas, y destruye el amor entre los esposos».

Conviene destacar en el pensamiento papal las dos presencias: la de Dios y la de Jesucristo en las estructuras típicamente temporales, en las que ni Dios ni Cristo pueden ser extraños.

5. El ordenamiento social depende en gran parte de la política, desde la mínima expresión, que es el voto individual, hasta la máxima, que es el Gobierno.

Esta actividad, en sí misma, no está sometida directamente a la Iglesia. Pertenece a un orden distinto. Pero está sometida a Dios. Y Dios no es neutral, menos aún frente a la política de las cumbres. Dios no es neutral respecto al bien y al orden temporal en la casa de sus hijos. Pero sobre todo, no es neutral frente a las alternativas que pueden correr SU GRACIA –la sangre que hace hijos suyos a los hombres– en un orden temporal justo o injusto. Dios no puede ser neutral a estructuras lábiles hacia el pecado; o lo que es peor, intrínsecamente malas. Tampoco puede ser neutral a una legislación injusta; menos aún, frente a esos clanes turbios que deciden el hambre de un pueblo, su paz o su guerra. Menos aún, frente a la proscripción de su Hijo Jesucristo. Ejemplo, la ley de enseñanza laica.

Dice que no puede ser neutral frente a las imbricaciones tenebrosas de la política moderna, con sus seducciones, sus cobardías, sus complicidades, su insinceridad. Menos aún, frente la doble dictadura que entraña la política moderna como poder totalizante y como poder corruptor. Poder totalizante, en cuanto el Estado moderno responde a una maquinaria política, nacional e internacional, que nada deja al margen de su control. Poder corruptor, en cuanto este despótico monopolio no mira al bien común, sino a la utilidad particular. Y para ordenar el poder político a la utilidad particular es necesario un fuerte poder corruptor. Los célebres affaires que estremecen a cada rato la opinión pública, y tanto cuestan a los pueblos, exhiben al desnudo la dictadura de este poder de corrupción.

6. Y con todo, en sí misma la política sigue siendo un bien, una virtud. Pío XI habló de «caridad política» en cuanto Política; y desde León XIII, con la constitución moderna de los Estados, los Sumos Pontífices insisten en la presencia activa del seglar en el campo de la política, no sólo, como un derecho sino también como un deber.

¡Hay que redimir la política! ¿Y quién, si no el cristiano puede hacerlo? Porque sólo él posee esa insuperable conjunción de razón y de fe para entender y actuar en el bien común.

«Las crisis de civismo son crisis de hombres»(Pío XII), y las crisis de hombres son crisis de conciencia.

Restaurar las conciencias es rehacer el vínculo entre el hombre y Dios, es restaurar el orden entre el hombre y las criaturas. Es darle a la libertad humana su verdadero señorío y su real grandeza: consentir a Dios y a su Ley.

La política, en su ejercicio, supuesta la moralidad del fin, tiene un grave punto neurálgico: la moralidad de los medios. Punto ni fácil ni simple. Tampoco unido al éxito inmediato ni al directo bien económico. Y si a esto se añaden las flaquezas, las tentaciones, los compromisos, las dictaduras internas del partido, los sobornos, el quehacer político es terrible, simplemente terrible para la conciencia cristiana.

Pero si es terrible, es grandioso y heroico. El cristiano, poseedor de una verdadera vocación política, debe ser digno de una misión con estos rasgos.

A un gobierno de verdadera democracia exigía Pío XII (Navidad de 1943) estas calidades: «Responsable, objetivo, imparcial, leal, generoso, incorruptible». Calidades para exigir a cualquier cristiano con vocación política.

III

 ¿Cómo responder a esta vocación? No todo es sombra en el mundo actual. Hay hambre de verdad y nostalgia de sinceridad. Hay sed de justicia, y la justicia es la virtud informante del bien común. Existen almas irreconciliables con el orden del desorden, que claman por el orden único: el esencial de los seres al Fin último, al Ser Supremo. La fraternidad humana, purificada del mito humanista, busca en la justicia sobrenatural su base y en el amor sobrenatural su plasma biológico.

El ordenamiento de la sociedad en vista al bien común y en vista al Reinado social de Jesucristo no es una utopía. Pero es indispensable una acción más urgente y sabia, de tipo orgánico: la formación de las élites para la transformación del orden temporal. Aun en las estructuras más periféricas de cualquier grupo humano es indispensable la acción de las élites. En nuestro caso, nada se podría, si se toma en serio la transformación del mundo, sin las élites, o los fermentos, o la acción de los mejores, que es lo mismo. Crear fermentos debiera ser el magnum opus de toda sociedad que quiera subsistir y, por lo tanto, perfeccionarse. Un pueblo que quiera salvarse como pueblo, debe ascender. Su ascensión es su perfección, y ésta es su vida. Un pueblo que quiera salvarse debe agotar lo mejor de sí mismo en la formación de sus élites, de sus fermentos, de sus mejores. Y si la acción de ellos debe encausarse en un plano tan sutil, tan riesgoso y tan fluctuante como es el político, estos fermentos deben poseer los principios en grado eminente, y en grado eminente deben también vivirlos. Entonces la virtud que poseen será indesvirtuable, será feliz, será enérgica, será rápida.

IV

Para formar estos fermentos se requieren grandes ideas y espíritus a la par de las ideas. No es ingenuidad afirmar que los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola son excelentes también para formar políticos.

Los Ejercicios Espirituales son una alta escuela teológica, ordenada a la praxis, y por lo mismo es una escuela incomparable para jerarquizar los valores todos del vivir humano. León XIII señaló que las brevísimas líneas del Principio y Fundamentobastan para la total restauración del mundo.

A las almas que ansían el verdadero bien común a través de un ordenamiento institucional humano, a los hombres que piensan hondo, pero quieren pensar con hondura mayor aún, el Señor les ofrece, como gracia no pequeña, un gran libro: INTRODUCCION A LA POLITICA, escrito por un gran autor: JEAN OUSSET, cuya traducción al castellano prologan estas líneas. El autor no pertenece a la Compañía de Jesús, pero utiliza frecuentemente como andamios el libro de los Ejercicios de San Ignacio y ordena su propio libro a la formación de élites para el Reinado social de Jesucristo.

Los grandes libros corren infausta suerte. Ni son leídos, ni son vendidos. Sin embargo, nos parece que a este libro, a su traducción, le esperan lectores numerosos. Muchas son las almas que ansían la consecratio mundi, y no se resignan a un estado temporal de cosas donde Dios no cuenta y Jesucristo es un extremo. A nuestra querida juventud, en especial, quisiéramos decirle con apremio: «Accipe librum et devora illum» (Apoc., X, 9).

ADOLFO TORTOLO,
Arzobispo de Paraná.
Paraná, agosto 23 de 1963.

 * Publicado como prólogo de «Introducción a la Política» de Jean Ousset. Ed. Iction, Buenos Aires, 1963; y reproducido en «Revista Verbo Speiro», N° 21- 1964.

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