La ciencia puede enorgullecerse con razón de sus grandes adelantos. Pero una cosa le ha sido hasta hoy y le será siempre imposible, a saber: el crear la vida de la nada, el no poder crear en un laboratorio ni un grano de trigo, ni un simple gusano. Y es que Dios ha guardado para sí el poder de crear la vida.
En el reino vegetal y animal, los seres vivientes pueden reproducirse, pero siempre sometidos a las condiciones establecidas por el Creador. Lo mismo ocurre en el hombre con respecto al cuerpo; mas en lo que concierne al alma, Dios se ha reservado el derecho de crearla directamente. Incluso existe un dominio sobre el cual Dios se muestra aún más celoso, y es el de poder comunicar vida sobrenatural, la cual es una emanación de la vida divina, comunicada a la Humanidad del Verbo encarnado.
Jesucristo, por su Encarnación y Redención, es fuente única de esta vida divina, y llama a los hombres para que participen de ella. Así lo declara la liturgia: Por Nuestro Señor Jesucristo. Por Él, con Él y en Él. La acción principal de la Iglesia consiste en difundir esta vida divina a las almas, por medio de los sacramentos, la oración, la predicación, y todas las obras de apostolado.
Dios no hace nada sino por su Hijo: Todo ha sido hecho por Él y nada ha sido hecho sin Él (Juan 1,3). Esta verdad, innegable en el orden natural, lo es mucho más en el sobrenatural, cuando se trata de comunicar la vida divina, de hacer partícipes a los hombres de la naturaleza divina, haciéndolos hijos de Dios.
He venido para que tengan vida (Juan 10,10). En Él estaba la vida (Juan 1,4). Yo soy la vida (Juan 16,6). ¡Qué verdad encierran estas palabras! ¡Cuánta luz irradia sobre esto la parábola de la vid y de los sarmientos! Con qué insistencia Jesús quiere grabar en el espíritu de sus apóstoles el principio fundamental de que Él es la vida. No podemos, por tanto, participar de esa vida y comunicarla a los demás sin estar injertados en Él.
Los apóstoles, llamados a colaborar con el Salvador para transmitir en las almas esta vida divina, son sólo los canales que toman sus aguas de esta única fuente.
El apóstol que se olvida de esto y piensa que puede transmitir vida sobrenatural prescindiendo de la fuente que es Jesucristo, manifiesta una gran ignorancia teológica pareja a una necia autosuficiencia.
Pero no basta reconocer que Jesucristo Redentor es la fuente de vida divina, hay que reconocerlo en la práctica, desconfiando de las propias fuerzas y poniendo toda la confianza en El.
Cuando el apóstol olvida este principio, en la teoría o en la práctica, y cegado por su presunción, intenta hacer apostolado sin contar con Jesús, el único principio de la vida, comete una auténtica «herejía de las obras». Es la aberración de olvidar nuestro papel secundario y subordinado, poniendo toda la confianza en la propia actividad y talentos personales, y no en Jesucristo.
¡Herejía de las obras! Porque la actividad febril toma el lugar de la acción divina, no se recurre a la gracia, y el único protagonista es el orgullo del hombre. La vida sobrenatural, el poder de la oración y la economía de la Redención son relegados, al menos en la práctica, a la categoría de abstracciones.
Es un caso, por desgracia, bastante frecuente en nuestros días. Es el apóstol que juzga según las apariencias y trabaja como si los resultados dependieran principalmente de su propia actividad.
A la simple luz de la razón, prescindiendo de la Revelación, no puede menos de inspirar compasión el hombre de grandes cualidades, que rehúsa reconocer que las ha recibido de Dios. Con mucha mayor razón, mayor compasión nos debe inspirar el apóstol que prescinde de Dios en su tarea comunicar vida divina a las almas. Y si a nosotros nos da compasión y nos parece una insensatez, ¡qué será a los ojos de Dios! ¡Cuánta presunción y orgullo manifiesta el hombre que sólo confía en sí mismo!
Por esto, Dios Padre hace justicia a los méritos que nos ganó Jesucristo, su Hijo, confundiendo a esos falsos apóstoles, permitiendo que fracasen sus obras nacidas del orgullo, para que no produzcan otra cosa que triunfos efímeros. Sin embargo, bendice con fruto a los sarmientos que humildemente reconocen que no reciben su savia sino de la cepa que es Jesucristo.
El alma de todo apostolado -Juan Bautista Chautard