Propio es de la naturaleza divina ser soberanamente generosa, porque Dios es la bondad infinita, y no puede menos que difundirse y comunicar los bienes que posee. La vida de Nuestro Señor JESUCRISTO es una manifestación continua de esta inagotable generosidad. Él es el divino sembrador que va derramando los tesoros de amor de su Corazón, para atraer a los hombres a la Verdad y Vida.
El transmitió la llama de su apostolado a la Iglesia, don inefable de su amor, transmisora de su vida, expresión de su verdad, reflejo de su santidad. Encendida en esos ardores, la esposa mística de Cristo, continúa a través de los siglos, la obra de apostolado de su divino modelo. ¡Qué admirable designio de la Providencia! Por medio de ella debe conocer el hombre el camino de la salvación.1
Sólo Jesús derramó su sangre por la Redención del mundo, pero ha querido servirse de cooperadores para distribuir sus beneficios. ¡Admirable condescendencia de Dios Padre! A nosotros, pobres criaturas, nos ha querido asociar a sus trabajos y a su gloria. La Iglesia, que nació de la llaga abierta del costado del Salvador, perpetúa por el ministerio apostólico la acción bienhechora y redentora de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Este ministerio del apostolado es, por voluntad expresa de Jesucristo, el factor principal de la extensión del Reino de Dios en el mundo.
En este apostolado figuran en primera línea los Obispos y sacerdotes, y una pléyade de compañías de apóstoles, cuya exuberante floración constituirá siempre uno de los fenómenos más palpables de la vitalidad de la Iglesia. En los primeros siglos aparecen las órdenes contemplativas, cuya oración incesante y rudas penitencias, contribuyó poderosamente a la conversión del mundo pagano. En la Edad Media aparecen las Órdenes de Predicadores —los Dominicos—, las Ordenes mendicantes (franciscanos…) y militares, y los mercedarios, consagrados a la heroica misión de rescatar cristianos cautivos apresados por los musulmanes. La Edad Moderna ve nacer una multitud de Congregaciones e Institutos dedicados a la enseñanza, a las misiones, y a toda una serie de obras de caridad, tanto corporal como espiritual. También la Iglesia ha tenido en todas su épocas, una legión de colaboradores entre los seglares, verdaderos apóstoles con su ejemplo y su palabra, que incluso han llegado a veces hasta derramar su sangre por Jesucristo. Es realmente asombrosa esta eflorescencia de obras de apostolado que nacen, en el momento más oportuno, para dar respuesta a las nuevas necesidades y peligros que surgen en cada época. En todas ellas hay que constatar el mismo espíritu que animaba a San Pablo: Yo muy gustosamente me gastaré y desgastaré por vuestras almas (2 Cor 12,15).
Estas humildes páginas están dedicadas a estos soldados de Cristo, que llenos de ardor apostólico, se exponen, precisamente a causa de la enorme actividad que despliegan, al peligro de no ser, ante que todo, hombres de vida interior, que pueden sentir la tentación, ya sea por los fracasos o por el cansancio del apostolado, de abandonar la lucha desalentados y desertar del campo de batalla. Ojala los pensamientos expuestos en este libro ahorren abundantes disgustos a muchos y contribuyan a encauzar mejor la actividad apostólica, mostrando con claridad que jamás se debe abandonar el Dios de las obras por las obras de Dios, y que la urgencia del Ay de mí, si no evangelizare (1 Cor 9,16) no nos puede hacer olvidar la advertencia de Jesús: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? (Mat 16,25).
Los padres y madres de familia cristianos, que tienen la obligación de formar a sus hijos, podrán también aplicarse las enseñanzas encerradas en estas páginas, pues sólo viviendo en medio de las pruebas una vida interior profunda y una paz inalterable, podrán impregnar sus hogares del espíritu de Jesucristo.
El alma de todo apostolado -Juan Bautista Chautard
1- La caridad cristiana es por su naturaleza expansiva y apostólica, porque es el rebosar del amor de Dios en el hombre, amor esencialmente comunicativo y que termina en la comunión. Se sigue de ahí que la santidad cristiana o es apostólica o no es de ningún modo santidad, porque el impulso de la caridad de que procede, no puede ser coartado ni partido. (Intimidad Divina, P. Gabriel de Sta. M. Magdalena, O.C.D.)