Ejemplos oportunos para oír todos los días la Santa Misa III – San Leonardo de Porto Maurizio

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Ejemplos de negociantes y artesanos

El dinero es el ídolo de nuestros días. ¡Ah! ¡Cuántos desgraciados están constantemente prosternados ante esta falsa deidad, a la que únicamente rinden culto! Ellos llegan a olvidar al Creador del cielo y de la tierra, y por consiguiente se precipitan en un abismo de males aun temporales, mientras que el Real Profeta nos asegura que los que buscan a Dios ante todo, estarán al abrigo de los infortunios y serán colmados de bienes: “Inquirentes autem Dominum non minuentur omni bono”[1]. Esta sentencia se verifica especialmente, en favor de aquéllos que pro-curan prepararse para el trabajo y demás ocupaciones del día, con la asistencia al santo sacrificio de la Misa. La prueba de esta verdad nos la suministra el siguiente caso notable, ocurrido a tres negociantes de Gubbio, en Italia.

Habíanse dirigido los tres a una feria que se celebraba en la villa de Cisterno, y después de haber arreglado sus compras, trataron de ponerse de acuerdo para la marcha. Dos fueron de parecer que se emprendiese al día siguiente muy temprano, a fin de llegar a sus casas antes de anochecer; empero el tercero protestó que el día siguiente era domingo, y que de ningún modo se pondría en camino sin oír primeramente la Santa Misa. También exhortó a sus compañeros a que tomasen la misma resolución para volver juntos como habían ido, añadiendo que, después de haber cumplido este precepto y tomado un buen desayuno, viajarían más contentos; y por último dijo: que si no era posible llegar a Gubbio antes de anochecer, no faltarían mesones en el camino. Los compañeros rehusaron conformarse con un dictamen tan sabio y provechoso, y queriendo a toda costa llegar a su casa el mismo día, respondieron: que si por esta vez dejaban de oír Misa, Dios tendría misericordia con ellos. Así, pues, el domingo al rayar el alba y sin poner los pies en la iglesia, montaron a caballo y emprendieron el viaje a su pueblo. Bien pronto llegaron cerca del torrente de Confuone, que la lluvia caída durante la noche había hecho crecer desmedidamente y hasta tal punto, que la corriente, azotando con violencia el puente de madera, lo había sacudido fuertemente. Sin embargo, los jinetes subieron, pero apenas dieron los primeros pasos cuando la impetuosidad de las aguas arrastró el puente con los caballeros, y los sumergió. Al ruido de tan espantoso desastre corrieron los aldeanos, y con el auxilio de ganchos consiguieron sacar los cadáveres de aquellos desgraciados que acababan de perder su fortuna y su vida, y quizás su alma: se les depositó a orillas del torrente esperando que alguno los reclamase para darles honrosa sepultura. Durante este tiempo el tercer negociante, que se había quedado en Cisterno para oír la Santa Misa, cumplido este deber había emprendido alegremente su viaje. No tardó mucho en llegar al sitio de la catástrofe, quedando aturdido a la vista de los cadáveres; y habiéndose detenido a mirarlos, reconoció a sus compañeros de la víspera. Oyó, vivamente conmovido, la relación de la funesta desgracia de que habían sido víctimas, y levantando sus manos al cielo, dio gracias a la Bondad in-finita por haberlo preservado de semejante desventura; y sobre todo, bendijo mil y mil veces la hora dichosa que había consagrado al cumplimiento de sus deberes religiosos, atribuyendo su conservación al santo sacrificio de la Misa. Habiendo regresado a su pueblo extendió en él la noticia del trágico suceso, que excitó en todos los corazones un vivísimo deseo de asistir todos los días a la Santa Misa.

¡Maldita avaricia! muy necesario es que lo diga: ¡maldita avaricia! Tú eres la que apartas los corazones de Dios, y les quitas, por decirlo así, la libertad de ocuparse del importantísimo negocio de su salvación.

Con el fin, pues, de que todos los que están expuestos a este vicio comprendan bien en qué consiste, voy a explicarlo por medio de una comparación tomada de la Sagrada Escritura. Sansón, como sabéis, dejóse atar al principio con nervios de buey; después con gruesas cuerdas nuevas, que todavía no habían prestado servicio alguno; y las rompió como se rompe un hilo. Pero al fin, vencido por las importunas molestias de Dalila, su mujer, le descubrió que el secreto de sus fuerzas estaba en sus cabellos: de suerte que habiéndole rasurado la cabeza se convirtió en un hombre débil como los demás, y cayó en poder de los filisteos que le arrancaron los ojos, y lo condenaron a hacer dar vueltas a la rueda de un molino. Ahora pregunto: ¿En qué estuvo la falla de Sansón? ¿En dejarse atar de tantas maneras? No; porque él sabía muy bien que todas las liga-duras cederían a sus esfuerzos como un delgado hilo. La gran falta que tuvo fue el re-velar el verdadero secreto de su fuerza y dejarse cortar los cabellos, sin los cuales Sansón no fue ya Sansón. Del mismo modo, digo, supuesto que un negociante, un industrial, se deje aprisionar por miles de ocupaciones, en el tráfico, en la industria y en empresas de toda clase: ¿es esto en lo que consiste el vicio funesto de la avaricia? No: el vicio consiste en dejarse cortar los cabellos. Me explicaré: Tal negociante está abrumado de asuntos, y, sin embargo, por la mañana temprano, al oír tocar a Misa, se dice a sí mismo: tregua a los cuidados, la Misa antes que todo. Ved aquí un Sansón que está atado, si se quiere, con muchas cuerdas, pero que no está rasurado. Otro está sujeto por más de siete lazos, por ejemplo: expediciones que hacer, jornaleros que pagar, cartas que escribir, cuentas que arreglar, deudas que satisfacer, créditos que cobrar: ¡ah! ¡qué de ligaduras y qué laberinto! Sin embargo, llega el domingo o un día de fiesta y este hombre se desentiende de todos estos embarazos y se dirige a la iglesia para oír la Santa Misa y practicar sus devociones: ved ahí todavía un Sansón que está muy atado, pero que conserva su cabellera, porque en medio de sus numerosos negocios no pierde de vista el importantísimo de su eternidad. Pero (fijad bien la atención en este pero), cuando estáis fuertemente ligados con mil lazos de intereses temporales, y no tenéis bastante fuerza para romperlos, esto es, para desembarazaros de cuando en cuando, y acercaros con regularidad de cristianos a los Santos Sacramentos, y a oír la Santa Misa, desde entonces ¡ay! no sois más que unos infelices Sansones ligados y rasurados a la vez. Vuestros títulos y rentas quizás sean legítimos; pero no lo es seguramente ese furor por adquirir que absorbe toda vuestra atención: ésa es una avaricia cruel que os tratará como a Sansón, es decir: que, como él, seréis envueltos en las ruinas de vuestras casas. Y entonces esos tesoros que amontonáis, ¿para quién serán? “Quae autem parasti, cuius erunt?”[2].

Pero no olvidemos, querido lector, que estos avaros jamás se rendirán, a menos que se les tome por su lado débil. Pues bien, les diré: ¿Qué es lo que pretendéis? ¿Enriqueceros, ganar dinero y redondear vuestra fortuna? ¿Y sabéis cuál es el medio más seguro y eficaz de conseguirlo? Vedlo aquí: asistid todos los días a la Santa Misa. El ejemplo siguiente debe convenceros de esta verdad. Había dos artesanos que ejercían el mismo oficio: uno de ellos estaba cargado de familia, pues tenía mujer, hijos y aún sobrinos que alimentar, y no en corto número; el otro vivía solo con su mujer. El primero criaba su familia con bastante desahogo, y todo le salía maravillosamente: tenía un almacén muy acreditado, trabajo cuanto pudiera desear, y negocios bastante lucrativos para hacer cada año algunas economías des-tinadas a la dote de sus hijas, cuando llegasen a la edad de casarse. El otro artesano, aunque solo, estaba sin trabajo y muerto de hambre. Acercóse un día a su vecino y le dijo en confianza: “¿Cómo haces y qué conducta es la tuya para vivir tan cómodamente y aumentar tus intereses? Diríase que Dios hace llover en tu casa todos los bienes en abundancia, mientras que yo, infeliz, no puedo levantar la cabeza, y todas las desgracias me oprimen. —Yo te lo explicaré bien, le respondió su amigo: mañana por la mañana pasaré por tu casa, y te enseñaré el lugar donde voy a negociar mi buena fortuna”. A la mañana siguiente fue a buscarlo y lo condujo a la iglesia para oír la Santa Misa, después de lo cual lo acompañó a su taller: hizo lo mismo el segundo y tercer día, y al cuarto le dijo el otro: “Si no hay más que hacer que ir a la iglesia y asistir al Santo Sacrificio, yo sé perfectamente el camino; por consiguiente no es necesario que te molestes más. —Esto es precisamente, le contestó el primero: asiste todos los días a la Santa Misa, y verás cómo la fortuna te sonríe”. Así sucedió efectivamente. Desde el momento en que abrazó esta práctica tan piadosa, se vio muy surtido de trabajo, pagó sus deudas en poco tiempo, y puso su casa en buen pie. (Surio, en la Vida de S. Juan el Limosnero).

Creéis al Evangelio, ¿no es así? Pues bien: si creéis en él, no podéis dudar de esta verdad. ¿No dice terminantemente: “Quaerite primum regnum Dei (Mt. 6,33): Buscad primero el reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura”? Procurad hacer la prueba, a lo menos durante un año. A la Misa todas las mañanas; y si vuestros negocios no tienen mejor éxito, os permito quejaros de mí. Pero no sucederá así seguramente, antes por el contrario, tendréis motivos poderosos para darme gracias.

 

El tesoro escondido de La Santa Misa – San Leonardo de Porto Maurizio

[1] “Los que buscan al Señor no carecerán de bien alguno” (S. 33, 11). (N. del E.).

[2] Pero lo que has preparado, ¿de quién será?” (Lc. 12, 20). (N. del E.).

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