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Historia y práctica

El tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la palabra de Dios y a la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia”.

Esta es, según el Concilio Vaticano II, la doble finalidad de este tiempo sagrado que los católicos iniciamos el miércoles, llamado “de ceniza”, por exteriorizarse en él la condición frágil y pecadora del hombre mediante el sencillo y elocuente signo de la imposición de la ceniza en la cabeza de los fieles.

Pero hay otras prácticas religiosas como son las del ayuno y la abstinencia que están unidas a este tiempo litúrgico y que, a la vez que han sido consideradas expresión de penitencia y conversión, han calado profundamente no sólo en manifestaciones de religiosidad popular, sino también en la cultura y hasta en la gastronomía de nuestros pueblos y naciones cristianas.

La Cuaresma no surgió desde el principio tal y como la conocemos hoy, sino que ha tenido una gestación de siglos y siempre referida a la celebración pascual. Esta última se fijó a mediados del siglo II y se la relaciona con la Pascua judía fijándose, tras una dura controversia, el domingo siguiente a ésta por decisión del Papa Víctor (189-198). Establecida la fecha pascual, empiezan a surgir en las Iglesias de Oriente y Occidente la realización de un “gran ayuno” para poder prepararla de manera adecuada.

Preparar la Pascua

El ayuno siempre ha tenido en la historia de las religiones un profundo sentido ascético, y así lo tenía también en el judaísmo y en la Iglesia primitiva, dimensiones mucho más profundas y complejas de las que hoy pudieran verse en esta práctica. El ayuno comportaba algo más que la mera privación de alimentos ya que siempre estaba relacionado con la oración y la limosna, lo que preservaban su rectitud de cara a Dios y al prójimo, y se evitaba así que se convirtiera en un puro formalismo externo, como el que tanto fustigaba Jesús en los fariseos de su tiempo.

Normalmente las principales celebraciones litúrgicas iban acompañadas de un ayuno comunitario que disponía el espíritu y el cuerpo para tales acontecimientos. De hecho la Cuaresma comenzó con un ayuno comunitario de dos días: el Viernes y el Sábado Santo que, con el domingo de resurrección, formaron el Triduo Pascual. Este ayuno tenía un sentido eminentemente pascual pues pretendía expresar la participación en la muerte y resurrección de Cristo, a la vez que, como señala el propio Jesús en el Evangelio, esperar la vuelta del Esposo arrebatado momentáneamente por la muerte.

En el siglo III la práctica del ayuno previo a la Pascua se prolonga a las tres semanas anteriores, coincidiendo con el tiempo de preparación de los catecúmenos para el bautismo de la noche pascual.

En el siglo siguiente este ayuno se prolonga aún más, tomando para ello como modelo el de Jesucristo en el desierto donde ayunó cuarenta días y cuarenta noches (cfr. Mt 4,1-2). El número de cuarenta días de ayuno, de donde provienen el nombre de Cuaresma (del latín quadraginta;quadragesima»), ya lo había consagrado Moisés, quien “subiendo al monte (Sinaí) se quedó allí cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber” (Ex 24,18); posteriormente otro de los personajes emblemáticos del judaísmo, el profeta Elías, sigue el ejemplo de Moisés, pues con la fuerza del alimento de una sola comida “anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios” (1Re 19,8).

Una vez establecidos los cuarentas días de duración de la Cuaresma, las discrepancias vinieron a la hora de contar los días ya que si bien ordenados desde el jueves anterior al Triduo pascual (el Jueves Santo) el tiempo cuaresmal debería empezar el actual primer domingo de Cuaresma, pero surgió una dificultad: los domingos al recordar la Resurrección son días de alegría, y no podían ser considerados en consecuencia días de ayuno. Para salvar este obtáculo y mantener los cuarenta días exactos de ayuno, se recurrió a comenzar la Cuaresma el miércoles anterior al primer domingo, el que se llamaría “miércoles de ceniza” o “principio de ayuno”. Posteriormente, al excluir como días de ayuno también los sábados, se fueron ampliando las semanas penitenciales y aparecieron las llamadas en la liturgia romana”quincuagésima”, “sexagésima” y “septuagésima”. Todas estas adiciones quedaron suprimidas con la reforma litúrgica del Vaticano II.

Si a lo largo de los siglos ha sido variable el cómputo de los días cuaresmales, no menos han sido diversas también las formas de practicar ayuno cuaresmal. Con más o menos severidad siempre ha consistido en comer una sola vez al día; en los primeros siglos se solía hacer esta comida por la tarde, posteriormente, a partir de la Edad Media, se hacía a mediodía. Al principio el ayuno cuaresmal llevaba consigo también la abstinencia de ciertos alimentos, sobre todo de la carne y de lo que proviniera del mundo animal, de los huevos y productos lácteos; e incluso el vino era considerado materia de abstinencia. La no referencia al pescado en la práctica primitiva hizo pensar que no entraba entre los alimentos prohibidos durante la Cuaresma, costumbre que hoy pervive.

El ayuno era sólo uno de los elementos de vivencia religiosa en que se apoyaba el tiempo cuaresmal, también estaban como ya se ha apuntado antes los otros dos fundamentales: la oración y el ejercicio de obras de caridad, sobre todo la limosna.

En la práctica del ayuno cuaresmal se tenía en cuenta la edad, la salud de las personas, y era más intenso y severo para los catecúmenos que se preparaban para el bautismo y para los penitentes públicos.

Con el correr de los siglos, las Iglesias de Oriente han conservado mejor el sentido del ayuno cuaresmal primitivo, en cambio, en Occidente, con el paso del tiempo se ha ido perdiendo de vista su profundo sentido original: se han ido sucediendo privilegios, dispensas, mitigaciones y distinciones entre el ayuno y la abstinencia.

Recobrar el primitivo sentido

El Vaticano II ha pretendido hacer volver estas prácticas a su primitivo sentido pascual, señalando que ” la penitencia del tiempo cuaresmal no debe ser sólo interna e individual, sino también externa y social” y que se haga “de acuerdo con las posibilidades de nuestro tiempo y de los diversos países y condiciones de los fieles”.

Siguiendo estas indicaciones conciliares, en 1966 el Papa Pablo VI estableció en la Constitución “Paenitemini” la práctica actual del ayuno y la abstinencia cuaresmal que después quedaría plasmada en el vigente Código de Derecho Canónico, donde se señala que “todos lo fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia” (c.1249). Los días y tiempos penitenciales señalados son “todos los viernes del año y el tiempo de Cuaresma”.

Aparte, de la abstinencia de carne los viernes de Cuaresma, con respecto a la práctica del ayuno y la abstinencia en un mismo día se especifica en el Código que ambos “se guardarán el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo” .A la hora de señalar la obligatoriedad de estas prácticas se dice en el mencionado Código que “la ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años; la del ayuno, a todos los mayores de edad (18 años), hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve años” (c.1252).

Por último, la Iglesia deja en manos de las Conferencias Episcopales el que éstas determinen “con más detalle el modo de observar el ayuno y la abstinencia, así como sustituirlos en todo o en parte por otras formas de penitencia, sobre todo por obras de caridad y prácticas de piedad” (c.1253). En definitiva esta práctica antigua del ayuno cuaresmal debe ser vivida hoy con el sentido de los orígenes, o sea: “en espíritu y en verdad”.

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