“El primer hijo espiritual”

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oí hablar de un gran criminal que acababa de ser condenado a muerte por unos crímenes horribles. Todo hacía pensar que moriría impenitente. Yo quise evitar a toda costa que cayese en el infierno, y para conseguirlo empleé todos los medios imaginables.

Sabiendo que por mí misma no podía nada, ofrecí a Dios todos los méritos infinitos de Nuestro Señor y los tesoros de la santa Iglesia; y por último, le pedí a Celina que encargase una Misa por mis intenciones, no atreviéndome a encargarla yo misma por miedo a verme obligada a confesar que era por Pranzini, el gran criminal.

Tampoco quería decírselo a Celina, pero me hizo tan tiernas y tan apremiantes preguntas, que acabé por confiarle mi secreto. Lejos de burlarse de mí, me pidió que la dejara ayudarme a convertir a mi pecador. Yo acepté, agradecida, pues hubiese querido que todas las criaturas se unieran a mí para implorar gracia para el culpable.

En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan sólo «una señal» de arrepentimiento…

Mi oración fue escuchada al pie de la letra. A pesar de que papá nos había prohibido leer periódicos, no creí desobedecerle leyendo los pasajes que hablaban de Pranzini. Al día siguiente de su ejecución, cayó en mis manos el periódico «La Croix». Lo abrí apresuradamente, ¿y qué fue lo que vi…? Las lágrimas traicionaron mi emoción y tuve que esconderme… Pranzini no se había confesado, había subido al cadalso, y se disponía a meter la cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, tocado por una súbita inspiración, se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas…! Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse…

Había obtenido «la señal» pedida, y esta señal era la fiel reproducción de las gracias que Jesús me había concedido para inclinarme a rezar por los pecadores. ¿No se había despertado en mi corazón la sed de almas precisamente ante las llagas de Jesús, al ver gotear su sangre divina? Yo quería darles a beber esa sangre inmaculada que los purificaría de sus manchas, ¡¡¡y los labios de «mi primer hijo» fueron a posarse precisamente sobre esas llagas sagradas…!!! ¡Qué respuesta de inefable dulzura…!

A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo de día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: « ¡Dame de beber!»

Era un verdadero intercambio de amor: yo daba a las almas la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía esas mismas almas refrescadas por su rocío divino. Así me parecía que aplacaba su sed. Y cuanto más le deba de beber, más crecía la sed de mi pobre alma, y esta sed ardiente que él me daba era la bebida más deliciosa de su amor…”

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