Nuevos dolores en mis horas de impotencia me aguardan. Las obras, a las que me he entregado, gravemente amenazadas; mis colaboradores, agotados ellos también, a fuerza de trabajo; los que deberían ayudarnos redoblan su incomprensión; nuestros amigos nos dan vuelta las espaldas o se desalientan; las masas que nos habían dado su confianza, nos la retiran; nuestros enemigos se yerguen victoriosamente contra nosotros; la situación es como desesperada; el materialismo triunfa, todos nuestros proyectos de trabajo por Cristo yacen por tierra.
¿Nos habíamos engañado? ¿No hemos sido trabajadores de Cristo? ¿La Iglesia de nuestro tiempo, al menos en nuestra Patria, resistirá a tantos golpes? Pero la fe dirige todavía mi mirada hacia Dios. Rodeado de tinieblas, me escapo más totalmente hacia la luz.
En Dios me siento lleno de una esperanza casi infinita. Mis preocupaciones se disipan. Se las abandono. Yo me abandono todo entero entre sus manos. Soy de Él y Él tiene cuidado de todo, y de mí mismo. Mi alma por fin reaparece tranquila y serena. Las inquietudes de ayer, las mil preocupaciones porque “venga a nosotros su Reino”, y aun el gran tormento de hace pocos momentos ante el temor del triunfo de sus enemigos… todo deja sitio a la tranquilidad en Dios, poseído inefablemente en lo más espiritual de mi alma. Dios, la roca inmóvil, contra la cual se rompen en vano todas las olas. Dios, el perfecto resplandor que ninguna mancha empaña; Dios, el triunfador definitivo, está en mí. Yo lo alcanzo con plenitud al término de mi amor. Toda mi alma está en Él, durante un minuto, como arrebatada en Él. Estoy bañado de su luz. Me penetra con su fuerza. Me ama.
Yo no sería nada sin Él. Simplemente yo no sería. El optimismo que, en esos días del triunfo del mal, me había abandonado, ha vuelto. La Iglesia triunfa en cada uno de sus hijos. La Iglesia de Dios se establece y triunfa, por el trabajo heroico de sus santos; por la plegaria de sus contemplativas; por la aceptación de las madres a la obra de la naturaleza, y que van a realizar en su hogar la obra de la ternura y de la fe; por la educación del que enseña y por la docilidad del que escucha. Por las horas de fábrica, de navegación, de campo al sol y a la lluvia; por el trabajo de padre que cumple así su deber cotidiano. Por la resistencia del patrón, del político o del dirigente de sindicato a las tentaciones del dinero, al acto deshonesto que enriquece; por el sacrificio de la viuda tuberculosa que deja niñitos chicos y se une con amor a Cristo crucificado; por la energía del miembro de la Juventud Obrera Católica que sabe permanecer alegre y puro en medio de egoístas y corrompidos; por la limosna del pobre que da lo necesario… La Iglesia, en todo momento, se construye y triunfa.
No, no es la hora de desesperar. Dios se sirve aún de sus enemigos para establecer su Reino. Su voluntad no es totalmente mala, su razón no está totalmente oscurecida. Cuando ven y quieren el bien, lo que ciertamente hacen, construyen también con nosotros, son instrumentos de Dios.
Para el cristiano, la situación no es jamás desesperada. Por la luz que recibimos de lo alto, por el don que cada uno hace de sí, construimos la Iglesia. Su triunfo no se obtendrá sino después de rudos combates».
Hasta aquí mi amigo. Se calla, como avergonzado de haberse abierto tan profundamente. Siento que no tiene más que decirme, pero he comprendido su lección: Si lo encuentro siempre alegre, siempre valiente, no es porque le falten dificultades, sino porque en medio de ellas sabe siempre escaparse hacia Dios. Su sonrisa y su optimismo, vienen del cielo.
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Gracias por compartir esto. Mil gracias