Fecundidad de las obras engendradas por la vida interior – Juan Bautista Chautard

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Prescindiendo que las obras de apostolado puedan ser fecundas por sí mismas, todo apóstol que permanece en estrecha unión con Cristo no puede dejar de dar mucho fruto, tal como Jesucristo mismo nos lo asegura: El que permanece en mí y yo en él, ese dará mucho fruto (Juan 15,5). Porque Sin mí nada podéis hacer (Juan 15,16).[1]

Podríamos citar como ejemplo los magníficos resultados educativos que se obtienen cuando personas de una sólida vida interior se ponen al frente de una residencia, internado o colegio. No hay más que ver la transformación que experimentan los jóvenes educandos. La oración comienza a tomarse en serio, y los sacramentos son mucho más eficaces. Pronto cambian las actitudes en la capilla, en el trabajo y en el recreo. Los jóvenes muestran una alegría sana y profunda, reina el espíritu de familia, se practican las virtudes y, en muchos aparece el deseo de consagrarse a Dios. ¿A qué atribuir tal transformación? Sencillamente, al nuevo director o directora, o al nuevo capellán, que son almas de vida interior. Lo mismo puede suceder en otras instituciones católicas: hospitales, patronatos, parroquias, comunidades y seminarios. Los mismos resultados obedecen a idénticas causas.

No es ninguna sorpresa. S. Juan de la Cruz ya nos lo decía: «Adviertan los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración. Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una hora que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada y a veces nada, y aún a veces daño.» (Cantico espiritual, 29).

Es la persona de vida interior, que vive unida al Señor, la que atrae las bendiciones de Dios.

Jesucristo derramó por nosotros su sangre en el Calvario, pero no es hasta Pentecostés cuando su Redención empieza a dar su fruto en las almas. Los apóstoles eran cobardes y pusilánimes, pero desciende sobre ellos el Espíritu Santo y los transforma en hombres de vida interior, y su predicación hace maravillas.

Porque el fruto en el apostolado depende sobre todo de la gracia del Espíritu Santo, el apóstol confía más en sus sacrificios y oraciones que en su actividad. El P. Lacordaire hacía una larga oración antes de subir al pulpito, y de vuelta a su celda, se disciplinaba. El P. Monsabré no predicaba sus conferencias de «Notre Dame» de París sin antes rezar de rodillas el rosario. A un amigo suyo le dijo: «Es la última infusión que tomo antes de subir al pulpito.» Estos dos religiosos vivían el consejo de S. Buenaventura: «El secreto del apostolado fecundo se encuentra más bien a los pies del crucifijo que en lucir ostentosamente brillantes cualidades».

«Entre la palabra, el ejemplo y la oración, lo principal es la oración», dice S. Bernardo. Un claro ejemplo lo tenemos en los mismos apóstoles, quienes no les importó dejar ciertas obras, para dedicarse mejor a la 77 oración: Oración primero y sólo después el Ministerio de la Palabra (Hechos 6,4).

Jesucristo le da una importancia primordial a la oración. Al ver las incontables almas que a lo largo de los siglos habrá que evangelizar, dice con cierto aire de tristeza: La mies es mucha y los obreros pocos (Mat 9,37).

¿Qué medios escogerá entonces para extender su doctrina por el mundo con la mayor rapidez? ¿Ordenará a sus discípulos que frecuenten las escuelas de Atenas o que vayan a Roma a escuchar de labios del César cómo se conquistan y administran imperios?… Nada de eso. ¡Apóstoles, tomad nota!, éste es su programa: Rogad, pues, al dueño de las mieses que mande operarios a su campo (Mat 9,38).

¡Rogad, pues! Un alma de pocas cualidades pero de profunda vida interior puede suscitar más legiones de apóstoles que la elocuente palabra de un apóstol, pero de menor vida interior. Es decir, la fecundidad del apostolado se debe sobre todo al espíritu de oración que lo inspira.

¡Rogad, pues! Empezad primero por orar; sólo después añade el Señor: Id, enseñad, predicad (Mat 10,7). Dios sin duda quiere que se predique, pero la eficacia del ministerio de la Palabra está condicionada a las súplicas del hombre de oración; súplicas que tienen el poder de alcanzar del cielo las gracias de conversión.

Para restaurar todas las cosas en Cristo por medio del apostolado, es necesaria la gracia divina, y el apóstol no la recibe si no está unido a Cristo. Solamente cuando viva Cristo en nosotros, podremos con facilidad haced que viva en las familias y en la sociedad. Todos los que participan 78 del apostolado deben, por tanto, poseer un verdadero espíritu de oración (Pío X, Encícl. a los obispos de Italia, 11-6-1905).

Y lo que hemos dicho de la oración puede aplicarse también al otro elemento de la vida interior: al espíritu de abnegación, al sufrimiento, a todo aquello que mortifica la propia naturaleza, tanto corporal como espiritual.

Un hombre puede sufrir como un pagano, como un condenado o como un santo. Sólo el santo sufre con Jesús y por Jesús. El sufrimiento entonces nos santifica y completa la Redención operada por Cristo: Suplo en mi carne lo que resta de los sufrimientos de Cristo, por el cuerpo de él, que es la Iglesia (Colos. 1,24). Dice S. Agustín comentando este pasaje: «Los padecimientos de Cristo eran completos, pero solamente en la cabeza, faltan todavía los sufrimientos de Cristo en sus miembros místicos. Jesucristo sufrió como cabeza. Ahora le toca sufrir a su cuerpo místico…» Todo sacerdote y apóstol puede decir de sí mismo: Este cuerpo soy yo; soy un miembro de Cristo, y debo completar por el bien de la Iglesia, lo que les falta a los sufrimientos de Cristo.

No hay Redención sin sufrimiento. Todos los sacrificios del obrero evangélico se unen al sacrificio del Gólgota, y participan así de la eficacia infinita de la Sangre divina.

 

El alma de todo apostolado – Cuarta parte – Juan Bautista Chautard

[1] Decir que la caridad es el alma del apostolado es afirmar la necesidad de la comunión con Dios, de la que la caridad nace y se alimenta. La fecundidad apostólica del cristiano no depende tanto de su actividad externa cuanto del fervor interno de la caridad y de la profundidad de la comunión con Dios. Por eso S. Juan de la Cruz puede decir que una sola obra buena hecha con amor intenso, es más eficaz para la Iglesia y consigue mayor fruto que otras muchas hechas con menor fervor o tibiamente. (Intimidad Divina P. Grabiel de Sta. M. Magdalena O.C.D.)

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Comentarios 1

  1. Maria Ines Groppi dice:

    Gracias.. Esto lo sabemos,pero lo olvidamos,necesitamos estas reflexiones constantemente. María Ines.

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