Extraido del libro “Caminando por valles oscuros” del P. Walter Ciszek, un jesuita norteamericano, que quiso ir a Rusia al inicio de la Segunda Guerra Mundial, para difundir la palabra de Dios. Fue detenido y acusado de espionaje, permaneciendo varios años preso en la temida prisión moscovita de Lubianka, para ser después condenado a 15 años de trabajos forzados en Siberia. En 1963, fue intercambiado por espías rusos y pudo volver a Estados Unidos. En su libro, el P. Walter Ciszek desvela la razón de su supervivencia: su total abandono a la voluntad de Dios que aprende a reconocer en las circunstancias de su vida.
Una vez en la celda, me quedé de pie, tembloroso y vencido. Al principio ni siquiera era capaz de asimilar las proporciones y el porqué de lo que me había ocurrido en el despacho. Me torturaban los sentimientos de derrota, de fracaso y de culpa. Pero, por encima de todo, me consumía la vergüenza. Físicamente, los espasmos de la tensión liberada me hacían temblar. Cuando por fin comencé a recuperar el control de mis nervios, de mis pensamientos y emociones, acudí como pude a la oración.
Una oración que al principio estuvo llena de reproches. Me reprochaba no haber sabido mantenerme firme ante el interrogador y no haber hablado claro, no haberme negado a firmar el informe. Me reprochaba haber cedido al miedo, haberme dejado llevar por el pánico y actuado por un simple mecanismo de defensa. Y no excluí a Dios de esos reproches. ¿Por qué me había abandonado en el momento más crítico? ¿Por qué no había sostenido mi fortaleza y mi coraje? ¿Por qué no me había inspirado para hablar con valentía? ¿Por qué no me había protegido con su gracia del temor a la muerte? ¿Y por qué, como último recurso, no se había encargado de que la tensión me provocara un infarto o un derrame que me impidieran firmar los documentos? Yo confiaba en que Él y su Espíritu me concedieran las palabras y la sabiduría para enfrentarme a cualquier enemigo. Y, en lugar de confundir a nadie, había acabado completamente derrotado y confundido. Y, si yo no merecía su intervención, ¿cómo había podido permitir que firmara cosas tan dañinas para la imagen de la Iglesia? ¿No eran acaso su honor, su gloria y el futuro de su reino lo que estaba en juego?
Poco a poco -y, sin duda, bajo su inspiración y su gracia-, comencé a plantearme preguntas sobre mí mismo y sobre mi oración. ¿Por qué me sentía así? El sentimiento de derrota y fracaso tenía fácil explicación después del episodio del despacho del interrogador, pero ¿por qué ese intenso sentimiento de culpa y de vergüenza? Había actuado presa del pánico, me había rendido bajo amenaza de muerte. ¿Por qué me hacía plenamente responsable, por qué me sentía tan culpable de acciones realizadas sin deliberación plena y sin pleno consentimiento de la voluntad? En ese momento no era plenamente responsable: prácticamente había perdido la razón. El acto de firmar lo provocó un afán de supervivencia casi animal. Había sido algo apenas consciente y, sin duda, no lo suficientemente deliberado para merecer el nombre de humano. Había fallado, sí, pero ¿cuánta culpa había por mi parte y por qué me sentía tan avergonzado?
Lentamente, de mala gana, animado por el amable aguijón de la gracia, me fui enfrentando a la verdad oculta en la raíz de mi problema y mi vergüenza. La respuesta era una única palabra: yo. Estaba avergonzado porque, en mi fuero interno, sabía que había intentado hacer demasiado yo solo y había fracasado. Me sentía culpable porque comprendía que, aunque había pedido la ayuda de Dios, en realidad confiaba en mi propia capacidad para evitar el mal y afrontar cualquier desafío. Llevaba años dedicando mucho tiempo a la oración, había logrado valorar y agradecer a Dios su providencia y su protección sobre mí y sobre todos los hombres, pero nunca me había abandonado de verdad. En cierto modo, siempre había agradecido a Dios no ser como el resto, que me hubiera dotado de un físico sano, de unos nervios templados y una voluntad fuerte: con esas gracias físicas concedidas por Dios, continuaría haciendo su voluntad en todo momento y dando lo mejor de mí mismo. En pocas palabras: me sentía culpable y avergonzado porque en la prueba más crítica había confiado casi solamente en mí mismo… y había fracasado.
¿Acaso no había establecido hasta los términos en que el Espíritu Santo debía intervenir en mi favor? ¿No había esperado que me inspirara para dar la respuesta que yo mismo había decidido dar? Al no sentir su inspiración tal y como yo la esperaba -es más, tal y como la exigía-, me sentí fracasado y desalentado. Entonces pensé que me había abandonado e intenté hacer por mi cuenta lo que había resuelto de antemano que debía hacer. No había permanecido verdaderamente abierto al Espíritu. De hecho, había decidido desde mucho antes lo que esperaba escuchar del Espíritu y, cuando no fue exactamente eso lo que escuché, me sentí traicionado. Fuera lo que fuera lo que el Espíritu pudiera decirme en aquel momento, no era capaz de escuchar. Estaba tan resuelto a oír un único mensaje, el mensaje que quería oír, que no oí nada.
Esta tendencia a ponerle a Dios condiciones aceptables, a procurar inconscientemente que su voluntad coincida con nuestros deseos, es una característica muy humana. Y, cuanto más importante es el asunto, cuanto más comprometidos estamos en él y más depende de él nuestro futuro, más fácil nos resulta cegarnos y pensar que lo que nosotros queremos es, sin duda, lo que Dios tiene que querer también. No somos capaces de ver más que una solución y, naturalmente, suponemos que Dios nos ayudará a alcanzarla. En cualquier caso, estoy seguro de la fuerza de esa tendencia en mí mismo. De niño era muy tenaz. Cuando abracé la vida religiosa, ese rasgo me parecía un talento que Dios me había dado, y no un defecto. Me enorgullecía haberlo desarrollado aún más mediante prácticas ascéticas como el ayuno, las penitencias severas, los ejercicios de la voluntad y la disciplina personal. ¿Cómo no había comprendido que no siempre lo hacía únicamente en respuesta a la gracia de Dios o con un fin apostólico, sino también por orgullo? Sí, estaba orgulloso de hacer esas cosas mejor y con más frecuencia que los demás, emulando las vidas de los santos para demostrar que yo (¡otra vez esa reveladora palabra!), podía estar a su altura y, de alguna manera, ser mejor que mis coetáneos.
Es terrible cómo la escoria de nuestro yo echa a perder lo mejor que hacemos por los motivos aparentemente más nobles. “Los probó como oro en el crisol”, dice de los justos el Libro de la Sabiduría. A través de las pruebas y las dificultades de esta vida, nuestras almas deben ser purificadas de algún modo de esa escoria del yo si queremos acabar siendo aceptables para Dios.
Son pruebas que nos llegan a cada uno de distintos modos y en distintos momentos -a algunos vencer el yo les resulta más fácil que a otros-, pero hemos sido creados para hacer la voluntad de Dios, y no la nuestra; para conformar nuestra voluntad a la suya, y no al revés. Quizá rezamos todos los días pidiendo la gracia para hacerlo sin querer decirlo realmente; quizá en la oración nos resulta muy fácil prometer que lo haremos. Lo que no acertamos a ver es cuánto de nuestro yo sigue habiendo en esa promesa; cuánto confiamos en nuestras fuerzas cuando decimos que lo haremos. Por eso, en las pruebas grandes o pequeñas, Dios a veces tiene que permitir que obremos nosotros solos para que aprendamos a ser humildes, para que aprendamos la verdad de nuestra total dependencia de Él, para que aprendamos que todas nuestras obras están sostenidas por su gracia y que sin Él no podemos hacer nada: ni siquiera equivocarnos.
Aprender la plena verdad de nuestra dependencia de Dios y de nuestra relación con su voluntad: en eso consiste la virtud de la humildad. Porque la humildad es la verdad, la verdad plena, la verdad que abarca nuestras relaciones con Dios Creador y, a través de Él, con el mundo que ha creado y con nuestros semejantes. Y lo que llamamos humillaciones son las pruebas con las que se mide si hemos entendido plenamente esa verdad. El que se humilla es el yo: no habría ‘humillación’ si aprendiéramos a poner el yo en su preciso lugar, a vernos con la perspectiva adecuada ante Dios y ante el resto de los hombres. Y, cuanto más abundante es esa dosis de yo en nuestras vidas, más severas son nuestras humillaciones con el fin de purificarnos. Esa fue la extraordinaria luz que recibí en Lubianka, mientras rezaba en mi celda, herido y derrotado, después de mi experiencia con el interrogador.
El Espíritu no me había abandonado: todo aquello era obra suya. Me sentía culpable y avergonzado por haber cometido el error de no poner la gracia por encima de la naturaleza, de confiar en mis propias fuerzas antes que en Dios. Había fracasado y sufría una honda herida, pero una herida saludable. Si la amenaza del interrogador había sido totalmente sincera, en aquel momento me jugaba la vida o la muerte. Y fue un momento en que no vi la muerte como la ve Dios o como yo afirmaba creer que la veía. Del mismo modo que las sesiones con el interrogador las había considerado siempre -unas veces de manera consciente y otras inconscientemente- y de principio a fin como un combate entre su voluntad y la mía, en el instante más crítico contemplé la muerte desde la perspectiva del yo, y no como lo que es realmente: el momento de volver a Dios. De ahí que tuviera motivos para sentirme avergonzado y culpable. Había sido un tremendo error por mi parte no abandonarme a la voluntad de Dios con un total compromiso cristiano: había fracasado miserablemente no siendo lo que afirmaba ser, no actuando de acuerdo con los principios en los que afirmaba creer. Y, sin embargo, ese fracaso era en sí mismo una gracia inmensa, porque me había enseñado una importante lección. Pese a lo dura que había sido la prueba, Dios me había sostenido y ahora me instruía con la luz de su gracia.
“El que persevere hasta el final, ese se salvará”: tal es la conclusión de todos los textos del Evangelio que se refieren a la confianza en el Espíritu, a no dejarnos inquietar por lo que diremos en tiempos de persecución. Yo había interpretado esos textos al pie de la letra y esperaba que el Espíritu me instruyera para ser capaz de vencer a mi interrogador, a mi perseguidor. ¡Qué necio y qué soberbio! En Lubianka no era la Iglesia la que estaba siendo probada. Ni era aquella una cuestión entre el gobierno soviético o el NKVD y Walter Ciszek, sino entre Dios y Walter Ciszek. Con esa experiencia, Dios me estaba probando a mí, como oro en el crisol, para saber cuánto quedaba de mí mismo después de todas mis oraciones y de mis profesiones de fe en su voluntad. En aquel año de interrogatorios, en aquellas terribles últimas horas, la primacía del yo que se había manifestado e incluso reforzado a través de mis métodos de oración y de mis prácticas espirituales se sometía a una purificación, a un purgatorio, que me dejaba desnudo hasta los huesos. Era un crisol, cuando menos, abrasador, casi tan abrasador como el infierno. Pero, gracias a Dios, todavía perseveraba: y había aprendido, en lo más profundo de mi alma herida, cómo dependía de Él en todo, incluso para sobrevivir, y la necedad de confiar en mí mismo.
De alguna manera, aquel día creí comprender lo que sintió san Pedro cuando sobrevivió a sus negaciones y recuperó su amistad con Cristo. Aunque el Señor le prometiera que, una vez convertido, confirmaría a sus hermanos, dudo mucho de que Pedro volviera a presumir nunca de no abandonar al Señor aunque todos los demás lo hicieran. Entiendo muy bien que en sus cartas a las primeras iglesias recordara a los cristianos que trabajaran por su salvación con temor y temblor. Porque es verdad que, cuando el hombre empieza a confiar en sus propias capacidades, acaba de dar el primer paso en el camino hacia el fracaso final. Y la mayor gracia que Dios puede concederle es enviarle una prueba que no sea capaz de soportar con sus propias fuerzas… y sostenerlo con su gracia para que pueda perseverar hasta el final y salvarse.
Comentarios 5
Impresionante relato,cuánta verdad y qué difícil escapar de nuestro yo.Gracias bendiciones.
Dios los bendiga por compartir que hermosa reflexión cuánta verdad como escapar de mi yo de verdad Dios nos ayude para saber abandonarnos en el
Sólo dejando en las manos de Dios “MI YO” seré capaz de no fiarme de mis potencialidades, sino de la GRACIA DEL ESPIRITU SANTO.
Sabia reflexión. GRACIAS
Dios los bendiga siempre, gracias por instruirnos, profunda reflexión, no podemos nada sin El.
Impresionante en verdad! Dios nos ayude a todos