HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO – Benedicto XVI

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Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de San Pedro y San Pablo, apóstoles, es una grata memoria de los grandes testigos de Jesucristo y, a la vez, una solemne confesión de fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

Ante todo es una fiesta de la catolicidad. El signo de Pentecostés ―la nueva comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único pueblo, en una familia de Dios― se ha hecho realidad. Nuestra asamblea litúrgica, en la que se encuentran reunidos obispos procedentes de todas las partes del mundo, personas de numerosas culturas y naciones, es una imagen de la familia de la Iglesia extendida por toda la tierra. Los extranjeros se han convertido en amigos; superando todos los confines, nos reconocemos hermanos. Así se ha cumplido la misión de san Pablo, que estaba convencido de ser «ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, agrade a Dios» (Rm 15, 16).

La finalidad de la misión es una humanidad transformada en una glorificación viva de Dios, el culto verdadero que Dios espera:  este es el sentido más profundo de la catolicidad, una catolicidad que ya nos ha sido donada y hacia la cual, sin embargo, debemos avanzar siempre de nuevo. Catolicidad no sólo expresa una dimensión horizontal, la reunión de muchas personas en la unidad; también entraña una dimensión vertical:  sólo dirigiendo nuestra mirada a Dios, sólo abriéndonos a él, podemos llegar a ser realmente uno. Como san Pablo, también san Pedro vino a Roma, a la ciudad a donde confluían todos los pueblos y que, precisamente por eso, podía convertirse, antes que cualquier otra, en manifestación de la universalidad del Evangelio. Al emprender el viaje de Jerusalén a Roma, ciertamente sabía que lo guiaban las palabras de los profetas, la fe y la oración de Israel.

En efecto, la misión hacia todo el mundo también forma parte del anuncio de la antigua alianza:  el pueblo de Israel estaba destinado a ser luz de las naciones. El gran salmo de la Pasión, el salmo 21, cuyo primer versículo «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» pronunció Jesús en la cruz, terminaba con la visión:  «Volverán al Señor de todos los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos» (Sal 21, 28). Cuando san Pedro y san Pablo vinieron a Roma, el Señor, que había iniciado ese salmo en la cruz, había resucitado; ahora se debía anunciar a todos los pueblos esa victoria de Dios, cumpliendo así la promesa con la que concluía el Salmo.

Catolicidad significa universalidad, multiplicidad que se transforma en unidad; unidad que, a pesar de todo, sigue siendo multiplicidad. Las palabras de san Pablo sobre la universalidad de la Iglesia nos han explicado que de esta unidad forma parte la capacidad de los pueblos de superarse a sí mismos para mirar hacia el único Dios.

La unidad de los hombres en su multiplicidad ha sido posible porque Dios, el único Dios del cielo y de la tierra, se nos manifestó; porque la verdad esencial sobre nuestra vida, sobre nuestro origen y nuestro destino, se hizo visible cuando él se nos manifestó y en Jesucristo nos hizo ver su rostro, se nos reveló a sí mismo. Esta verdad sobre la esencia de nuestro ser, sobre nuestra vida y nuestra muerte, verdad que Dios hizo visible, nos une y nos convierte en hermanos. Catolicidad y unidad van juntas. Y la unidad tiene un contenido:  la fe que los Apóstoles nos transmitieron de parte de Cristo.

Hemos dicho que catolicidad de la Iglesia y unidad de la Iglesia van juntas. El hecho de que ambas dimensiones se nos hagan visibles en las figuras de los santos Apóstoles nos indica ya la característica sucesiva de la Iglesia:  apostólica. ¿Qué significa?

El Señor instituyó doce Apóstoles, como eran doce los hijos de Jacob, señalándolos de esa manera como iniciadores del pueblo de Dios, el cual, siendo ya universal, en adelante abarca a todos los pueblos. San Marcos nos dice que Jesús llamó a los Apóstoles para que «estuvieran con él y también para enviarlos» (Mc 3, 14). Casi parece una contradicción. Nosotros diríamos:  o están con él o son enviados y se ponen en camino.

El Papa san Gregorio Magno tiene un texto acerca de los ángeles que nos puede ayudar a aclarar esa aparente contradicción. Dice que los ángeles son siempre enviados y, al mismo tiempo, están siempre en presencia de Dios, y continúa:  «Dondequiera que sean enviados, dondequiera que vayan, caminan siempre en presencia de Dios» (Homilía 34, 13). El Apocalipsis se refiere a los obispos como «ángeles» de su Iglesia; por eso, podemos hacer esta aplicación:  los Apóstoles y sus sucesores deberían estar siempre en presencia del Señor y precisamente así, dondequiera que vayan, estarán siempre en comunión con él y vivirán de esa comunión.

La Iglesia es apostólica porque confiesa la fe de los Apóstoles y trata de vivirla. Hay una unicidad que caracteriza a los Doce llamados por el Señor, pero al mismo tiempo existe una continuidad en la misión apostólica. San Pedro, en su primera carta, se refiere a sí mismo como «co-presbítero» con los presbíteros a los que escribe (cf. 1 P 5, 1). Así expresó el principio de la sucesión apostólica:  el mismo ministerio que él había recibido del Señor prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal. La palabra de Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por el sacramento, insertó en el ministerio apostólico, sigue siendo palabra viva.

El evangelio de este día nos habla de la confesión de san Pedro, con la que inició la Iglesia:  «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). He hablado de la Iglesia una, católica y apostólica, pero no lo he hecho aún de la Iglesia santa; por eso, quisiera recordar en este momento otra confesión de Pedro, pronunciada en nombre de los Doce en la hora del gran abandono:  «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la gran oración sacerdotal, dice que se santifica por los discípulos, aludiendo al sacrificio de su muerte (cf. Jn 17, 19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo Sacerdote que realiza el misterio del «Día de la reconciliación», ya no sólo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo y su sangre.

En el Antiguo Testamento, las palabras «el Santo de Dios» indicaban a Aarón como sumo sacerdote que tenía la misión de realizar la santificación de Israel (cf. Sal 105, 16; Si 45, 6). La confesión de Pedro en favor de Cristo, a quien llama «el Santo de Dios», está en el contexto del discurso eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de la reconciliación mediante la ofrenda de sí mismo en sacrificio:  «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51).

Así, sobre el telón de fondo de esa confesión, está el misterio sacerdotal de Jesús, su sacrificio por todos nosotros. La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san Pablo:  «Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20).

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Comentarios 1

  1. Maria Victoria Cano Roblero. dice:

    Yo vivo en la fe del hijo de Dios, que me amo y se entrego asi mismo por mi.
    San Pedro y San Pablo: Ruega por nosotros.

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