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Por un libre decreto de su sabiduría, decidió Dios eternamente que el misterio de Cristo no se realizara sino con el consentimiento de la que debía ser la ayuda del nuevo Adán; al prestar su libre adhesión, entró María en este misterio como cooperadora y nos mereció verdaderamente la gracia. La respuesta que dio al mensajero de Dios: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra»[1], es, sí, una palabra de obediencia, pero más aún, es una palabra de resolución y de autoridad. Hasta que ella no ha consentido, todo permanece en suspenso. Los consejos eternos no se cumplirán más que por el sí que ella puede pronunciar o retener. Pronunciado este sí, comienza el nuevo orden sobrenatural. Palabra humilde su «hágase», pero poderosa e inmensa, que podemos comparar con el «hágase» de la creación; éste nos había hecho hombres, por aquél nos hacemos miembros del Verbo encarnado, hijos adoptivos de Dios.

Este «hágase» de María es el acto más soberano que haya realizado, porque la hace entrar en el cumplimiento de los misterios divinos. El misterio de la encarnación no podrá desarrollarse en lo sucesivo sin ella; por ella va a cumplir Dios su gran misterio, aquel «que hace brillar la gloria de la gracia», el misterio de Cristo[2], es decir, Cristo en nosotros[3]. Cuando Dios quiera darse a las criaturas, lo hará por María, intermediaria de la vida divina. Las obras de unión, las obras de amor, la difusión de la gracia, las hará Dios por María.

Y María lo sabía. Una luz profética le muestra todo el misterio de su Hijo, y se entrega a él sin reserva. «Ella sabe, siente y ve dónde Dios la atrae, la llama y la eleva, y entra en este divino estado llena de gracias, de luz y de deseo de servir a Dios en este alto ministerio»[4].

Ciertamente que no conoce desde este momento los hechos particulares, las circunstancias secundarias de la vida de su Hijo, pero ve claramente lo esencial de todo ello, el principio y el fin. Sabe, según las palabras del ángel, que él es no solamente «el Hijo del Altísimo», y que tendrá ella la gloria de ser Madre de Dios, sino que también lo llamará «Jesús»[5], es decir, Salvador, y que deberá darle para la salvación de los hombres. Se le muestra el gran designio de Dios, que es la difusión de la vida divina por su Hijo.

¿Es posible dudar de esto? Lo afirma toda la tradición. La Virgen María conocía las Santas Escrituras, cuyas profundidades le descubría el Espíritu Santo. No podía ignorar el gran misterio tan frecuentemente anunciado por los profetas: las bodas misteriosas que quería contraer con la naturaleza humana: «Con amor eterno te amé, por eso he reservado gracia para ti», hacía decir por Jeremías[6]. Y por Oseas: «Te desposaré para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, y juicio, y en misericordia, y en clemencia»[7].

Nuestra Señora penetraba el sentido profundo de estos textos y de muchos otros, y sabía que el Mesías, su Hijo, sería el esposo de estas bodas misteriosas predichas en el Cántico, y ya en su corazón amaba con un mismo amor a su Hijo y a aquellos a quienes debía unirse tan estrechamente. Si, poco tiempo después, conoció san Pablo con tanta claridad este misterio de la unión de Cristo con sus miembros, ¡con qué claridad sería iluminado este misterio a los ojos de María que debía tener en él un lugar tan decisivo! Veía ella, y en una luz incomparablemente más perfecta, que su Hijo sería la Cabeza de un Cuerpo inmenso, y que el misterio de la encarnación no se acabaría en un instante en su seno, sino que seguiría cumpliéndose hasta el fin de los tiempos por la formación de los miembros de Cristo.

Y comprendía que, llamada a ser la madre del Verbo encarnado, debía concebirle en su totalidad, como lo diría san Agustín, en la cabeza y en los miembros, y que su maternidad no alcanzaría su plena perfección más que en el alumbramiento de Cristo todo entero.

A todo este misterio el arcángel san Gabriel pedía el consentimiento de parte del Señor, y todo este misterio es lo que quería nuestra Señora. Al mismo tiempo que de Jesús, aceptó ser la madre de los miembros de Jesús: desde ese día fue nuestra madre.
«Mi dulcísimo Jesús no es unigenitus, hijo único, decía María a santa Gertrudis, sino más bien primogenitus, primogénito, porque primeramente lo he concebido en mi seno; pero después de él, o más bien, por él, yo los he concebido a todos adoptándolos en las entrañas de mi amor maternal, para que fuesen hermanos suyos al mismo tiempo que hijos míos»[8].

«En el seno de su purísima madre tomo Jesús, no solamente una carne mortal, sino también un cuerpo espiritual, formado de todos aquellos que creerían en Él. De modo que se puede decir que María, llevando en su seno al Salvador, llevaba también a todos aquellos cuya vida estaba encerrada en la del Redentor. Por lo tanto, todos nosotros en cuanto que estamos incorporados con Jesucristo, hemos nacido del seno de María, a la manera del cuerpo unido al jefe… De un modo espiritual y místico, pero verdadero, somos llamados hijos de María, y ella es nuestra Madre». (Pío X, Ad diem illum, 2 de febrero de 1904).

* En «La Virgen María en nuestra vida», Editorial Claretina – Buenos Aires, 1982.

[1] Lc. 1, 38
[2] Ver Col. 2, 3. Ef. 1, 6-12
[3] 2 Cor. 13, 5; ver Rom. 8. 10.
[4] Bérulle, Vida de Jesús, C. XV
[5] Ver Lc. 1, 32; 2,21
[6] Jer. 31,3
[7] Os. 2, 19
[8] Santa Gertrudis, El heraldo del amor divino, lib. 4, c. 3.

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