David depositaba toda su confianza en el futuro Redentor, y exclamaba: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás; Señor, Dios de verdad [1]. ¡Con cuánta mayor razón habremos nosotros de confiar en Jesucristo después de venido al mundo y acabado la obra de la redención! Por eso, con mayor confianza, debe repetir cada uno de nosotros: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad.
Si tenemos sobrados motivos de temer la muerte eterna, merecida por nuestros pecados, mayores y más fuertes motivos tenemos para esperar la vida eterna, apoyados en los méritos de Jesucristo, que son de infinito valor y más poderosos para salvarnos que lo fueron nuestros pecados para perdernos. Habíamos pecado y merecido el infierno, pero el Redentor vino a cargar con todas nuestras culpas y las expió con sus padecimientos: Mas nuestros sufrimientos Él los ha llevado, nuestros dolores Él los cargó sobre sí [2].
En el punto mismo en que caímos en pecado, lanzó Dios contra nosotros sentencia de condenación eterna, y ¿qué hizo el compasivo Redentor?: Cancelando el acta escrita contra nosotros con sus prescripciones, que nos era contraria, la quitó de en medio, clavándola en la cruz [3]. Con su sangre canceló el decreto de nuestra condenación y lo fijó en la cruz, para que, al levantar la vista para mirar la sentencia condenatoria, viésemos a la par la cruz donde Jesús moribundo lo enclavó y borró con su sangre, y así renaciera la esperanza de perdón y de salvación eterna.
¡Y cuánto mejor habla a favor nuestro y nos alcanza divina misericordia la sangre de Jesucristo que hablaba contra Caín la sangre de Abel! [4]. Pecadores, dice el Apóstol, ¡felices de vosotros, que después de pecar acudís a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre para ponerse como mediador de paz entre Dios y los pecadores y recabar de Él vuestro perdón! Si contra vosotros claman vuestras iniquidades, a favor vuestro clama la sangre del Redentor, y la divina justicia no puede menos de aplacarse a la voz de esta sangre.
Cierto que de todas nuestras culpas habemos de rendir estrecha cuenta al eterno Juez; pero y ¿quién será este nuestro juez? El Padre… todo el juicio lo ha entregado al Hijo [5]. Consolémonos, pues, que el Eterno Padre puso nuestra causa en manos de nuestro mismo Redentor. San Pablo nos anima con estas palabras: ¿Quién será el que condene? Cristo Jesús, el que murió… es quien… intercede por nosotros [6]. ¿Quién es el juez que nos ha de condenar? El mismo Salvador, que, para no condenarnos a muerte eterna, quiso condenarse a sí mismo, y, en consecuencia, murió, y, no contento con ello, ahora en el cielo prosigue cerca del Padre siendo mediador de nuestra salvación. Santo Tomás de Villanueva dice al pecador: «¿Qué temes, pecador? ¿Por qué desconfías? ¿Cómo te condenará, si te arrepientes, quien murió para que no te condenaras? ¿Cómo rechazará a quien a Él vuelve el que bajó del cielo para buscarte?».
Y si por razón de nuestra flaqueza tememos sucumbir a los asaltos de nuestros enemigos, contra los cuales es menester combatir, he aquí, según dice el Apóstol, lo que tenemos que hacer: Corramos, por medio de la paciencia, la carrera que tenemos delante, fijos los ojos en el jefe iniciador y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la cruz, sin tener cuenta de la confusión [7]. Corramos, pues, con ánimo esforzado a la pelea, mirando a Jesús crucificado, que desde la cruz nos brinda con su auxilio y nos promete la victoria y la corona. Si en lo pasado caímos, fue por no haber mirado las llagas y las ignominias que nuestro Redentor padeció y por no haberle pedido su ayuda. En cuanto a lo porvenir, no dejemos de tener ante la vista cuanto por nosotros padeció y cuán presto se halla a socorrernos desde el punto que acudamos a Él, y así a buen seguro que saldremos triunfantes de nuestros enemigos. Santa Teresa decía, con su intrépido espíritu: «Yo deseo servir a este Señor… No entiendo estos miedos: ¡Demonio!, ¡demonio!, adonde podemos decir: ¡Dios!, ¡Dios!, y hacerle temblar». Por el contrario, decía la Santa que, si no ponemos en Dios toda nuestra confianza, de poco o ningún provecho será toda nuestra diligencia: «Buscaba remedio, hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios».
¡Qué grandes misterios de confianza y amor son para nosotros la pasión de Jesucristo y el Santísimo Sacramento del Altar!, misterios que fueran increíbles si la fe no nos certificara de ellos. ¡Un Dios omnipotente querer hacerse hombre, derramar toda su sangre y morir de dolor sobre un patíbulo!, y ¿para qué? ¡Para pagar por nuestros pecados y salvar así a los rebeldes gusanillos! Y ¡querer dar después a tales gusanillos su mismo cuerpo, sacrificado en la cruz, y dárselo en alimento para unirse estrechamente a ellos! ¡Oh Dios, tales misterios debieran inflamar en amor todos los corazones de los hombres! ¿Qué pecador, por perdido que se crea, podrá desesperar del perdón si se arrepiente del mal hecho, viendo a un Dios tan enamorado de los hombres e inclinado a dispensarles toda suerte de bienes? Esto inspiraba tanta confianza a San Buenaventura, que prorrumpía en estas palabras: «¿Cómo podrá negarme las gracias necesarias a la salvación aquel que tanto hizo y sufrió por salvarme?… Iré a Él fundado en toda esperanza, pues no me negará nada quien por mí quiso morir».
Lleguémonos, pues -nos dice el Apóstol-, con segura confianza al trono de la gracia, para que alcancemos misericordia y hallemos gracia en orden a ser socorridos en el tiempo oportuno [8]. El trono de la gracia es la cruz, en que Jesucristo se sienta como sobre su trono para dispensar gracias y misericordias a quienes a Él se encomiendan. Mas es necesario que acudamos presto ahora que nos es dado hallar la ayuda oportuna para salvarnos, no sea que venga un tiempo en que no la podamos encontrar. Apresurémonos, pues, a abrazarnos con la cruz de Jesucristo y vayamos apoyados en la mayor confianza; no nos turben nuestras miserias, que en Jesús crucificado encontraremos toda riqueza y toda gracia [9]. Los méritos de Jesucristo nos han enriquecido con todos los tesoros divinos, y no hay gracia que podamos desear que no la alcancemos pidiéndosela.
Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo III
[1] In manus tuas commendo spiritum meum: liberabis me, Domine Deus fidelis (Ps., XXX, 6).
[2] Vere languores ipse tulit, et dolores nostros ipse portavit (Is., LIII, 4).
[3] Delens quod adversus nos erat chirographum decreti… et ipsum tulit de medio, affigens illud cruci (Col., II, 14).
[4] Accessistis ad mediatorem Iesum, et sanguinis aspersionem melius loquentem quam Abel (Hebr., XII, 24).
[5] Pater… omne iudicium dedit Filio (Io., V, 22).
[6] Quis est qui condemnet? Christus Iesus qui mortuus est… qui etiam interpellat pro nobis (Rom., VIII, 34).
[7] Per patientiam curramus ad propositum nobis certamen: aspicientes in auctorem fidei, et consummatorem Iesum, qui proposito sibi gaudio, sustinuit crucem, confusione contempta (Hebr., XII, 1-2).
[8] Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiae, ut misericordiam consequamur, et gratiam inveniamus in auxilio opportuno (Hebr., IV, 16).
[9] In omnibus divites facti estis in illo… ita ut nihil vobis desit in ulla gratia (I Cor., I, 5 y 7).