El fundamento de la humildad es la verdad… Es sierva de la verdad, y la Verdad es Cristo. El Principio y fundamento: ¿Quién es Dios y quién soy yo? Dios es la fuente de todo ser y de toda perfección. ¿Y yo?… De mí, cero.
Humildad en mis relaciones con Dios. Como consecuencia, debo estar totalmente entregado en cualquier oficio, a cualquier hora, sin excusas ni murmuraciones, ni disgustos, ni rebeliones interiores contra los planes de la Providencia sobre mi salud o el fracaso en una obra. El Señor quiere sellar el mundo con la Cruz.
Servir de la manera más natural, como algo que cae de su peso, sin que nunca le parezca que ya es tiempo de descanso… a toda hora, a cualquiera, aún a los antipáticos… No he venido a ser servido sino a servir (cf. Mt 20,28). Póngale no más… Lo único que puede excusarme es el mejor cumplimiento de otro servicio.
¡Qué gran santidad! Siempre con una sonrisa… De la mañana a la noche en actitud de decir sí; y si es a media noche, también, sin quejarme, sin pensar que me han tomado para el tandeo… porque os tomarán, porque son pocos los comodines.
Humildad con mis superiores: Que me manden lo que quieran, cuando y como quieran. No se me pasará por la cabeza el criticarlos por criticarlos. Si a veces es necesario exponer una conducta para consultar, para desahogarme, para formarme criterio, que sea con una persona prudente, en reserva, y jamás en recreo o delante de personas imprudentes o como un desahogo de pasión.
Humildad con mis hermanos: Bueno, cariñoso, ayudador, alegrador, sirviéndolos porque Cristo está en ellos. Cuanto hicisteis a unos de estos, a mí me lo hicisteis (cf. Mt 25,40). Lo del vaso de agua. Si abusan, tanto mejor, es Cristo quien aparentemente abusa. Tanto mejor, mientras yo pueda. No sacar a relucir las faltas. Respeto a todos; si tengo una opinión expóngala humildemente, respetando otras maneras de ver. Nada más cargante que los dogmatismos.
Humildad conmigo: Es la verdad. ¿Qué tengo, Señor, que tú no me lo hayas dado? ¿qué sé…?, ¿qué valgo…? A la hora que el Señor me abandone, viene el derrumbe. Reconocer mis bienes: son gracia.
- Las humillaciones
Aceptar las humillaciones, no buscarlas (a menos inspiración y bajo obediencia). Benditas humillaciones: uno de los remedios más eficaces. Son instructivas: nos ponen en la verdad sobre nosotros.
La humillación ensancha: nos hace más capaces de Dios. Nuestra pequeñez y egoísmo achica el vaso. Cuando nos va bien, nos olvidamos; viene el fracaso y siente uno que necesita a Dios.
La humillación pacifica: La mayor parte de nuestras preocupaciones son temores de ser mal tratados, poco estimados. La humillación nos hace ver que Dios nos trata demasiado bien.
La humillación nos configura a Cristo: la gran lección de la Encarnación: Se vació a sí mismo, se anonadó; poneos a mi escuela que soy manso y humilde. Nadie siente tanto la pasión de Cristo como aquél a quien acontece algo semejante.
Pero condiciones: La humillación ha de ser cordialmente aceptada, apaciguarse cuando llega, ponerse en presencia de Dios. Olvidar los hombres por quienes nos llega y la forma cómo llega… eso hace trabajar la sensibilidad y no penetrará la lección divina. Aceptar las humillaciones merecidas, que nos muestren nuestras lagunas, faltas y fracasos. Aceptar las confusiones inmerecidas, ellas no lo son nunca del todo. Tenemos cuenta abierta con Dios, somos siempre los deudores. Por una vez que somos humillados sin razón, 20 en que no lo fuimos y talvez fuimos alabados. Lo mejor es callarse y alegrarse cuando no hay una razón apostólica de hablar. El ansia de crecer en santidad: ojo porque es peligrosa si es con ansia. Que Él crezca, que Él sea Grande.
La falsa humildad que es pusilanimidad y miedo al fracaso: salir de nosotros. Hablar, actuar como si tuviéramos seguridad. Pensar menos en nosotros y más en Él. Hacernos un alma grande, magnánima. Pedirlo al Señor.
San Alberto Hurtado (“Un disparo a la eternidad”)