Publicamos un capítulo del gran libro “El orden natural”, de Carlos Sacheri. Además de la autoridad doctrinal del autor, refrendada por su ejemplar vida, rubrican estas líneas haber sido asesinado por los comunistas argentinos allá por la década del ‘70.
Es sabido que el comunismo en cuanto a su praxis, mutó, pero no en cuanto a su esencia. Ahora ya no se habla de lucha de clases, pero siempre será ateo y “hacedor de odio”. Hoy agrupan a indigenistas, ecologistas, derechohumanistas, feministas, homosexaulistas… y así.
Y por muchos años abandonaron prácticamente las armas, su batalla fue más cultural. Pero como la han ganado, mal que nos pese, entonces ya pueden también tomar las calles, lo que se está dando a llamar “revolución molecular” (Chile, Colombia, etc…)
Vamos con el texto, que es lo más importante, y que sirva para que nos quede claro que no podemos ser católicos y comunistas, ni filocomunistas y ni ninguna de esas yerbas…
LA IGLESIA FRENTE AL COMUNISMO
La posición de la Iglesia frente al comunismo es de todos conocida: hay una total oposición entre la doctrina y la praxis del comunismo internacional y el sentido cristiano de la vida. Pero con frecuencia se constata una gran ignorancia respecto de las razones concretas que fundamentan dicha oposición. Esta ignorancia suele ser doble, tanto en relación a las principales tesis del marxismo y del comunismo, como en relación a los principios esenciales de la doctrina cristiana en materia social. Resulta por lo tanto muy necesario considerar en forma de sinopsis los aspectos esenciales del comunismo teórico y práctico.
Puede definirse al comunismo o marxismo-leninismo como una doctrina práctica de la acción revolucionaria.
La doctrina comunista
La doctrina comunista no es otra que el materialismo dialéctico e histórico formulado en el siglo XIX por Carlos Marx y F. Engels. Dicha doctrina se resume en tres ideas esenciales: dialéctica, alienación y trabajo. El elemento dialéctico es la clave de todo lo demás.
Dialéctica: el materialismo dialéctico constituye la cosmovisión marxista. Afirma que toda la realidad no es sino materia, esta materia es eterna, infinita, automotriz, esto es, se mueve a sí misma en forma dialéctica, es decir, pasando de un extremo a otro de la afirmación a la negación, del ser al no ser, de lo inanimado a la viviente, de lo irracional o lo racional. Mediante este postulado -que es to talmente incoherente, aun a los ojos de comunistas militantes como Henri Lefévre-, Marx pretendió justificar el escollo clásico de todo materialismo: ¿cómo de la materia surge la vida y de la vida sensible el ser humano racional?
Por el mismo mecanismo evolutivo dialéctico, la sociedad humana estaría llamada, a través de un permanente conflicto de fuerzas (clases sociales) hacia un estadio final (sociedad sin clases), verdadero paraíso terrestre.
Alienación: por alienación entiende Marx toda relación de dependencia entre los hombres. Nunca distingue entre dependencia justa e injusta. Se dan 5 tipos: 1) económica, centrada en la propiedad; 2) social expresada por la idea de clase, 3) política, manifestada por el Estado; 4) ideológica, dada por la filosofía; y 5) religiosa, centrada en el concepto de Dios.
Trabajo: en virtud de la dialéctica, el hombre no tiene una esencia o naturaleza estable, sino que se transforma constantemente, se crea a sí mismo (Manuscritos de 1844). El instrumento de tal transformación es el trabajo. El hombre alienado, dependiente, se ve despojado sistemáticamente de su producción y ésta pasa a manos del empresario o capitalista, bajo el nombre de plusvalía. El único trabajo para Marx es el del obrero industrial; ninguna otra tarea merece el nombre de “trabajo”, ni el empresario, ni el intelectual ni los servicios.
Esta doctrina es radicalmente atea. No hay diferencia entre materia y espíritu, ni entre cuerpo y alma; tampoco existe un más allá para el alma después de la muerte. El comunismo destruye el concepto de persona, su libertad y su dignidad, al eliminar el principio espiritual de la conducta moral y todo lo que se oponga al instinto ciego. El individuo desaparece frente a la colectividad, no es sino un engranaje del sistema, sin que pueda invocar derecho natural alguno. La familia y los grupos intermedios son desconocidos en sus derechos; toda forma de autoridad no tiene otra fuente que la sociedad. Se niega todo derecho de propiedad privada, so pretexto de provocar la esclavitud económica.
La persona humana pierde todo carácter espiritual y sagrado. En consecuencia, el matrimonio y la familia pasan a ser instituciones puramente convencionales. Se desconoce la dignidad del amor humano; se niega la estabilidad e indisolubilidad del matrimonio y el derecho de los padres a la educación de sus hijos (ejemplo de las “comunas infantiles” de Mao, en China). Con pretexto de emancipar a la mujer, se la sustrae al hogar y se la lanza a la producción colectiva, ignorando su dignidad y vocación propias.
Dentro de semejante perspectiva, la sociedad humana no presenta otra jerarquía que la derivada del sistema económico. Su única misión es asegurar la producción de bienes mediante el trabajo colectivo; su única finalidad, el goce de los bienes materiales. Para ello el comunismo asigna a la sociedad un poder total para someter a los individuos, mediante imposiciones coactivas y la violencia. La moral comunista fue sintetizada por Lenin cuando dijo: “Es moral todo lo que contribuye a la destrucción del capitalismo.” En otras palabras, se trata de un maquiavelismo absoluto, sin normas éticas objetivas, en el cual todo medio es lícito. Es “una humanidad sin Dios y sin ley” (Pio XI, Enc. Divini Redemptoris).
La praxis revolucionaria
Cuando el ideal colectivista sea una realidad, desaparecerán las clases sociales y el estado definido como mero instrumento de opresión en manos de los “capitalistas”, dando lugar a una libertad sin límites (curiosa reminiscencia de Rousseau). Esa será la etapa propiamente comunista.
Pero a la espera de la edad de oro, el comunismo en la etapa intermedia o socialista, considera al poder político como el medio más eficaz para alcanzar sus fines: es la dictadura del proletariado (ver Lenin, El estado y la Revolución, cap. 5). Primera consecuencia práctica: el comunismo consistirá ante todo en una acción revolucionaria para la toma del poder político. Una vez en el poder, desde él se realiza la “transformación liberadora” de las conciencias.
Si bien el proceso histórico obedece según Marx a un determinismo riguroso, los hombres pueden acelerar el proceso mediante la lucha de clases. Si el conflicto de clases existe en la realidad, el Partido lo agudiza y extiende. Si no se da el conflicto, la estrategia y la propaganda partidaria lo crea, para luego desarrollarlo. Segunda consecuencia práctica: el comunismo se nutre de injusticias y produce necesariamente Injusticias.
La razón es simple: toda medida justa, toda mejora de la situación, tiende a disminuir la intensidad del conflicto social. Al disminuir la tensión social, hay menos “lucha” y el proceso revolucionario se vuelve más lento. Si la justicia se instaurara en casi todos los planos, la praxis comunista carecería del “alimento” indispensable para promover el cambio revolucionario. En consecuencia, si el comunismo buscara realmente la paz y prosperidad sociales, se aniquilaría a sí mismo.
Por esta causa, Pío XI declaró que el comunismo es “intrínseca mente perverso” (Divini Redemptoris, n. 68), ya que es incapaz de promover el bien. Al llevar el maquiavelismo a sus últimas consecuencias, no hace sino dividir, lo divide todo. Este proceso de división destruye al cuerpo social, favoreciendo toda clase de antagonismos y fricciones, desplazando a los grupos dirigentes sanos y anestesiando al cuerpo social, en una dialéctica que lo desmoraliza y fragmenta. Ésta es la esencia de la praxis comunista.
La doctrina católica es todo lo opuesto del “odio social”. Supone una actitud integradora, armonizadora de todos los sectores en sus legítimos intereses. Parte del respeto de la persona y sus derechos esenciales, de la vitalidad de las familias, de la coordinación de los grupos intermedios y las asociaciones profesionales. Y todo ello bajo la supervisión del Estado como procurador del bien común y de la Iglesia siempre atenta al bien de las almas. La Iglesia no condena sólo al comunismo porque es ateo. Lo condena además por ser una teoría y una praxis destructora de todo orden social y económico de convivencia (Pio XII, Alocución del 13-5-50).