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LAS ALEGRÍAS DE MARÍA

Los misterios de la infancia de Jesús, aunque el dolor haya tenido en ellos una gran parte, han sido señalados con vivas alegrías.

Nunca se podrá expresar la emoción de nuestra Señora cuando, en la gruta de Belén, vio a Jesús por primera vez. Desde que lo llevaba en su seno lo había adorado en silencio. Ahora lo veía. Su Hijo y su Dios!

Esta primera mirada de Maria sobre su Hijo, de que amor y de que adoración fue impregnada! Todo su ser pasó por esta mirada tan humilde, tan tierna, tan luminosa, en la que María sabía que contemplaba en su Hijo el rostro humano de Dios.

iEn que estado lo veía! Impotente como todos los niños. En la indigencia, más que cualquier otro niño. Pero ella bendecía está impotencia y esta indigencia, que la obligarian a intervenir sin césar en su vida, y a manifestarle su amor de todas maneras, como hacen las madres con sus hijitos.

Su dicha estaba en afanarse en sus obligaciones de madre. Lo tomaba en sus brazos, lo envolvîa en pañales, le sonreía, le hacia caricias con un respeto lleno de adoración.

Qué alegria para la Virgen en este amor humilde, tierno y ardiente que la llenaba completamente! Era su Dios: lo adoraba. Era su Hijo: lo amaba.

Jesús responde con magnificencia divina. Habia entre ellos una correspondencia de ternura, de amor y de vida, un don mutuo, incesante.

Todo lo que placia a Jesús dar a su madre, era ella capaz de recibirlo y de agradecerlo. Era «una pura capacidad de Jesûs, llena de Jesûs».

Toda ella era Madre, se referîa a él, estaba hecha para pertenecerle y contentarlo. «El corazôn del uno no vive y respira más que para el otro. Estos dos corazones tan próximos y tan divinos, y viviendo juntamente una vida tan elevada, que son el uno para el otro, y que no hacen el uno en el otro… !

Es un misterio del corazôn, añade Bérulle, y la lengua no puede expresar estas dulzuras y ternuras»
.
Esta intimidad era para Maria la fuente de inmensas alegrías.

Se consideraba feliz de ser para Jésus lo que ella era: de pertenecerle en todo su ser, de haber recibido tantas gracias que permitirían a Jésus ofrecerla a su Padre como un don admirable, el don por el cual
derramará él su sangre: de estarle asociada en su obra tan íntimamente y de tener que glorificar a Dios en una vida común y en idéntico sacrificio.

Tal fue su conducta durante todo su ministerio en lo que miraba a Jésus. No cesó de rodear de amor y de solicitud la humanidad de su Hijo. No cesó de ofrecerle a su Padre.

Este fue su primer acto después de su nacimiento en Belén, que renovó ella con tanta frecuencia, en particular de una manera trágica, en el Templo, el día de la Presentación.

En Nazaret vivieron juntos, orando unidos, trabajando el uno al lado del otro. Si la vida apostólica exigió muchas veces una separación, fue ûnicamente una separación exterior, permaneciendo Maria unida de corazón a su Hijo, siguiéndole en su misión, adorando las manifestaciones de su divinidad.

Cada uno de los actos de su Hijo era una fuente de amor para el corazôn maternal.
Por otra parte, no era ella su colaboradora en la obra de la redención?

En sus misterios, tenía ella una parte con él. Su maternidad hacía qué todo, fuese hecho en común con él.

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