Medio para avanzar en la santidad. — Nuestro Señor exige a aquellos que se digna asociar a su apostolado, que no solamente se conserven en la virtud sino que progresen en ella. Pruebas abundantes de esto tenemos en las epístolas de San Pablo a Tito y a Timoteo, y en las exhortaciones del Apocalipsis a los obispos de Asia.
Dios quiere las obras. Sería una injuria y una blasfemia contra la sabiduría, la bondad y la providencia divinas, pensar que las obras, como tales, son un obstáculo para la santificación.
El apostolado, en cualquiera de sus formas, practicado porque Dios lo quiere y con las condiciones debidas, es un excelente medio de santificación para el apóstol.
Dios se compromete con el apóstol que escoge, a darle las gracias necesarias para que pueda cumplir su misión, por muy absorbente que sea, no sólo para asegurar su salvación, sino para que llegue a la santidad.
El apóstol de vida activa debe confiar, por tanto, que no le faltará la gracia para llegar a la santidad, y esto acontece en cualquier tipo de apostolado, por muy humilde que sea (cuidado de enfermos, enseñanza, catequesis…). Debe estar convencido que su actividad, lejos de impedirle la contemplación, es la mejor disposición para la misma. Así se ha constatado en muchas almas que llegaron a un alto grado de contemplación, a las que Dios les encomendó una determinada tarea de vida activa: obras de caridad, confesiones, predicaciones, catequesis, visita de enfermos, etc.
Los sacrificios que estas obras exigen, hechos por la gloria de Dios y la salvación de las almas, por ser tan gratos a Dios, no pueden menos que llevar a la santidad.
Habrá actividades apostólicas especiales, en que por existir un grave peligro contra la fe o la castidad, Dios exige que se abandonen. Pero exceptuando estos casos, las obras de caridad, si se hacen en unión con Dios, son un excelente medio para alcanzar la santidad.
Es lo que le ocurrió a Santa Teresa de Jesús: «Desde que soy Priora —escribe—, en mis ocupaciones y frecuentes viajes cometo más faltas que antes. Pero, como lucho con generosidad y llevo mi cargo por Dios, siento que cada día que pasa me uno más con Él».
Ella se daba cuenta que como priora tenía más faltas que antes, pero como dicho cargo le exigía mayor generosidad y entrega, le ofrecía más ocasiones para vivir la caridad, y por tanto, le hacía progresar en la santidad.
Lo importante es que la actividad sea querida por Dios. Porque, como dice S. Juan de la Cruz, nuestra unión con Dios reside en la unión de nuestra voluntad con la suya y se mide según ella.
No sólo la vida contemplativa nos hace progresar en la unión con Dios; también la vida activa, cuando es mandada por Dios y se ejerce en las condiciones debidas. En medio de las ocupaciones, Jesús vive en esa alma, le da ánimo en sus trabajos, le infunde espíritu de abnegación y servicio, y de esta forma la encamina hacia la santidad.
La santidad, en efecto, reside, ante todo en la caridad, y una obra de apostolado digna de ese nombre, que siempre exige sacrificio y abnegación, no es otra cosa que un acto de caridad.
Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas. El pastor da su vida por sus ovejas. Es el sacrificio que pide el Señor al apóstol como prueba de su amor.
San Francisco de Asís pensaba que no podía ser amigo de Jesucristo más que ejercitando la caridad en favor del prójimo. Porque Nuestro Señor considera como hechas a Él cualquier obra de misericordia que hacemos a los demás.
En el fondo, el apóstol entregado a las obras, no hace más que seguir las huellas de Jesucristo en su vida pública, quien pasó por este mundo haciendo el bien, ya sea como obrero, pastor, misionero, médico… sirviendo sobre todo a los más necesitados.
La vida activa debe hacer suyo el ejemplo del Maestro: Estoy entre vosotros como el que sirve (Luc 23,27). El hijo del hombre ha venido para servir, no para ser servido (Mat 20,28).
El apóstol se pone al servicio de toda miseria humana, ya sea corporal o espiritual, con sus obras de caridad y su palabra iluminadora. Porque ama y tiene fe, descubre en los más miserables y abatidos de la tierra a Cristo crucificado.
Lo hemos visto y no lo hemos conocido, nos dice el profeta Isaías (Is 53,2.3). Pero el que le sirve con caridad en los pobres, lo reconoce muy bien. ¡Es la maravilla de la vida activa! El Señor se ha comprometido a premiar en el paraíso al que dé de beber un vaso de agua a un pobre.
De esta manera, el apóstol de vida activa, que se entrega a las obras de caridad, enriquece al mundo con su generosidad, sus trabajos y sudores.
Peligros para la salvación. Cuántas veces, en los ejercicios espirituales que he tenido ocasión de dirigir, he podido comprobar muchas veces cómo las obras apostólicas pueden ser para el apóstol que las lleva a cabo, en vez de un medio de santidad, un instrumento para su ruina espiritual. Y esto se da cuando el apóstol no cuida al mismo tiempo su vida interior.
Un hombre de acción, a quien al comenzar un retiro le pedí que tratará de indagar la causa del triste estado espiritual en que se hallaba, me dio la siguiente respuesta: «Mi plena dedicación a las obras me perdió. Sentía un verdadero placer en trabajar y servir a los demás, y como el éxito me sonreía, Satanás supo arreglárselas para sacar partido y seducirme durante muchos años con el delirio de la acción, quitándome todo gusto por la vida interior».
Este apóstol, dejándose llevar por las natural satisfacción que comporta la acción, dejó que se disipara su vida interior, que era el calorcillo que hacía fecundo su apostolado y protegía su alma del enfriamiento espiritual. Trabajó mucho pero lejos del sol que vivifica. Como diría S. Agustín, corría con presteza, pero fuera del camino (S. Agustín). Por eso las buenas obras, santas en sí mismas, se convirtieron para él en una espada de doble filo, que hiere al que no conoce su manejo.
Contra este peligro trataba de poner en guardia S. Bernardo al Papa Eugenio III, con estas palabras: Temo que en medio de tus innumerables ocupaciones, te desesperes por no poder llevarlas a cabo y venga a endurecerse tu alma. Obrarías con más prudencia si las abandonases por algún tiempo, para que no te dominen ni arrastren a donde no quieras llegar. ¿A dónde? Al endurecimiento de corazón.
Ya ves a dónde pueden arrastrarte esas ocupaciones malditas, si continúas entregándote a ellas del todo, como hasta ahora, sin reservarte nada para ti. (S. Bern. “De Consid.”)
¿Hay empresa más noble y santa que el gobierno de la Iglesia? ¿Puede haber algo más útil para la gloria de Dios y el bien de las almas? Y, sin embargo, S. Bernardo la califica de ocupación maldita, si impide la vida interior de quien se consagra a ella.
Esta expresión de S. Bernardo, “ocupación maldita” nos estremece y hace reflexionar. Sería como para rechazarla, si no hubiera salido de la pluma de un Doctor de la Iglesia.
El alma de todo apostolado – Tercera parte – Juan Bautista Chautard
Comentarios 1
Una gran reflexión , bendiciones