El culto al Sagrado Corazón de Jesús es ante todo personal, ya que ha venido a “reinar sobre los corazones”, y el corazón es algo propio de cada uno. El culto es de adoración, de consagración y de imitación.
El culto de adoración se da especialmente en la Santa Misa, en la Comunión, en las visitas al Santísimo y en la oración.
En la Santa Misa No hay nada sobre la Tierra que dé más gloria a Dios que el Santo Sacrificio de la Misa. No hay ninguna otra acción en el mundo que se deba realizar con mayor respeto, atención y devoción. En este misterio, todo es grandioso.
El poder que Dios muestra en la Misa es infinito, un amor sin límites, una paciencia extrema. «En la Eucaristía se vuelve a hacer presente, real y verdaderamente, el sacrificio de la Cruz, el sacrificio real e incruento de la misma víctima inmolada en el Calvario, que se ofrece a sí mismo al Padre como holocausto en expiación por nuestros pecados.
Y como Él paga el precio de su Sangre derramada por nosotros en la Cruz, debemos asistir a la Santa Misa con los mismos sentimientos que si hubiéramos sido testigos de la muerte de nuestro Salvador en el Calvario. O mejor: debemos intentar entrar en los sentimientos que anidaban en nuestra querida Madre y el discípulo amado». El recogimiento, el silencio, una actitud humilde y un respeto profundo son disposiciones necesarias. Pero tienen que estar sostenidas por una fe viva: recordar que estamos asistiendo a un sacrificio del que Jesucristo es la víctima, y es por nosotros por quienes se ofrece ese sacrificio. De todos los modos de asistir al Santo Sacrificio, el que sugiere la devoción al Sagrado Corazón produce mucho fruto.
Consiste principalmente en realizar actos interiores. Inmediatamente después de la Consagración, sostenidos por una fe viva, daremos culto a Jesucristo y expiaremos por todas las ofensas, desprecios y pecados.
Adoraremos su Sagrado Corazón, y agradeceremos su amor. Después penetraremos en Él para admirar el tesoro de virtudes y gracias que contiene.
Admiraremos su humildad, su paciencia heroica, que es una prueba contra el trato ingrato de muchos, su mansedumbre y su infinito dolor por nuestros pecados, que Él ha consentido cargar sobre sus hombros.
Contemplaremos su fervor infinito ante la gloria de su Padre y su amor a los hombres, su lucha por la salvación de todos y por la de cada uno en particular.
¡Qué desgracia vivir necesitados cuando tenemos un tesoro inabarcable y además inagotable a nuestra disposición!
Del libro de Jean Croiset, La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Parte III, capítulo 6