Asociado a María en sus gloriosos privilegios, San José tuvo, como ella, su corazón traspasado por siete espadas.
Siete dolores principales son como las estaciones de la vía dolorosa, que San José tuvo que recorrer en compañía de Jesús. Él sufrió sin interrupción en su corazón; mas, en ciertas circunstancias su martirio redobló de intensidad; parecía tomar entonces nuevas proporciones, por la renovación del motivo de sus sufrimientos.
1º. Su primero y acerbo dolor fue la pena inmensa que experimentó al observar los primeros indicios de la maternidad de María; cuando estuvo a punto de dejarla en secreto. ¿Qué va a ser de esta joven, de esta niña casi? ¿Quién cuidará de ella? El respeto de la ley que ordena la separación, me obliga por otra parte a abandonarla… ¡Qué terrible angustia para un corazón tan bondadoso, tan amante y abnegado, como era el de San José, que amaba a María de un modo indecible!
2º. Cuando en Belén es rechazado y se ve reducido a refugiarse en un establo, su corazón se desgarra: no sufre por él, sino por esa joven Madre, la Reina de los Ángeles y por ese tierno Niño que está por nacer y es su verdadero Dios. Lo que sobre todo le hace sufrir, es la injuria que se infiere a éstos caros objetos de su amor; son las privaciones que tendrán que soportar en el establo. Él no sabía siquiera cuántos días y noches tendría que pasar en tan miserable albergue: el Señor lo conducía como a ciegas, manteniéndolo siempre bajo su dependencia; y esta incertidumbre agravaba sus sufrimientos.
3º. La circuncisión de Jesús. ¡Qué dolor le ocasiona el pensamiento de que va a hacer sufrir al Niño Dios; que va a derramar él mismo las primeras gotas de su preciosa sangre! Y la vista de aquella herida, de esa sangre que corre, de las lágrimas y del dolor de la divina Madre, ¡oh! ¡cómo desgarran su corazón!
4º. La profecía del anciano Simeón. Se le revela que su santa y divina Esposa será traspasada por una espada; entonces se le manifiesta todo el sentido de la profecía de Isaías, sobre los padecimientos y humillaciones del Mesías; desde aquel momento sufrió el dolor de María y el de Jesús; y el pensamiento de su doble martirio no lo abandonó más, martirizándole a su vez.
5º. La huida a Egipto. ¿Quién podrá imaginarse sus temores y alarmas? Dios no quiso librar su corazón del temor, para hacerle producir actos de abandono a su Providencia. En aquel país desconocido, en medio de esos caminos desiertos, San José experimenta las más crueles ansiedades. ¡Teme todas las desgracias con su corazón de padre y de padre el más amante! ¡Él, pobre anciano, encargado de defender sólo el tesoro de Dios Padre, contra los enemigos que podían atacarlo a todo momento!
6º. Cuando regresó de Egipto, nuevo tormento. Temía a Arquelao y le era preciso ocultar aún al Niño Jesús: no había descanso para él, no había paz, escapaba de un peligro para encontrar otro luego.
7º. La pérdida de Jesús en el Templo. Su dolor fue tan grande, tan amargas sus lágrimas, que el Espíritu Santo quiso revelárnoslo por boca de María: sufría tanto más, cuanto que en su humildad se acusaba de haber cumplido con negligencia los cuidados que debía prodigar a Aquel que confiara a su custodia el Padre Eterno.
Tales son los siete grandes dolores de San José: él los sobrellevó en silencio, con humildad y amor. No gustó ni quiso disfrutar tampoco ningún consuelo humano; no sufría por sí mismo, sino por Jesús, por María, por el mundo entero, por nosotros: dichosos sufrimientos que lo unían al Salvador y lo hacían participar en la redención del mundo.
Aspiración. San José, haz que tratemos a Nuestro Señor con tanto respeto y amor como le tributaste siempre.