De la comunión frecuente
El cuarto medio para alcanzar la perfección y perseverar en la amistad de Dios es la frecuencia de la sagrada comunión, de la que ya hablamos en el capítulo 2, en que vimos que el alma no puede hacer cosa de mayor agrado a Jesucristo que recibirlo a menudo en el sacramento de los altares.
«Ayuda más poderosa para alcanzar la perfección -decía Santa Teresa- no encuentro yo que comulgar con frecuencia: es cosa que pone admiración cómo el Señor va perfeccionando el alma»; y añadía que, «hablando en general, las personas que más frecuentemente comulgan se ven más adelantadas en la perfección; y en aquellos monasterios se respira mejor espíritu y ambiente de perfección en los cuales más se frecuenta la sagrada comunión».
Y por esto dijo Inocencio XI, en el decreto del año 1679, que la comunión frecuente y hasta cotidiana ha sido siempre loada y recomendada por los Santos Padres. La Eucaristía, según el Concilio Tridentino, es remedio y medicina que nos libra de las culpas cotidianas y nos preserva de las mortales. San Bernardo dice que la comunión reprime los ímpetus de la cólera y de la incontinencia, que son las dos pasiones que más frecuente y furiosamente nos acometen. Santo Tomás afirmaba que la comunión abate las sugestiones del demonio, y San Juan Crisóstomo, finalmente, asegura que la comunión da al alma poderosa inclinación a la virtud y facilidad grande en practicarla, y a la vez que le infunde una paz interior que le convierte en fácil y deleitoso el camino de la perfección. Pero, sobre todo, ningún sacramento inflama tanto al alma en amor divino como la sagrada Eucaristía, donde Jesucristo se da por entero a nosotros y estréchanos a Él con cadenas de amor. De ahí que dijera San Juan de Ávila: «Mas, ¿qué diremos? Que hay hombres que, sin ver la conciencia de los que se llegan a comulgar, juzgan y dicen que es malo, y lo murmuran. Estos tales el oficio del diablo tienen, aborrecedores y estorbadores de las obras de Dios». En efecto, el demonio aborrece sobre todo encarecimiento este sacramento, del que reportan las almas fuerzas extraordinarias para adelantar en el amor divino.
Importa mucho, para comulgar bien, llegarnos a este banquete eucarístico convenientemente preparados. La primera preparación, o sea, la preparación remota, para poder comulgar a diario o frecuentemente, consiste: 1.°, en abstenerse de toda falta deliberada, es decir, cometida a ojos abiertos; 2.°, en el ejercicio de la oración mental; 3.°, en la mortificación de los sentidos o de las pasiones.
Enseñaba San Francisco de Sales en su Filotea que «se puede conceder la comunión diaria a quien ha vencido la mayor parte de sus malas inclinaciones y adquirido rico caudal de perfección». El angélico Santo Tomás es de parecer que bien puede comulgar diariamente quien por experiencia sabe que comulgando se le aumenta el fervor de la caridad. Por lo que decía Inocencio XI en el citado decreto que al confesor corresponde determinar la mayor o menor frecuencia en el comulgar, siguiendo para ello, como norma segura, el mayor o menor provecho que de este manjar saca el alma encomendada a su dirección. La preparación próxima a la comunión es la que se hace el mismo día en que se comulga, y consiste en hacer media hora, por lo menos, de oración mental.
Es necesario, además, para que la sagrada comunión cause maravillosos efectos, que después de comulgar empleemos prolongado rato en la acción de gracias. El Padre San Juan de Ávila decía que el tiempo que corre después de la comunión es tiempo de hacer fortuna y allegar tesoros de gracia para el cielo. Santa María Magdalena de Pazzi decía que no hay tiempo más a propósito para inflamarse en santo fuego de caridad como el que sigue a la comunión, y Santa Teresa añadía: «No suele Su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje… Estaos vos con Él de buena gana; no perdáis tan buena sazón de negociar como es el hora después de haber comulgado».
Almas pusilánimes hay que, cuando el confesor las exhorta a comulgar más a menudo, responden: Pero… si yo no soy digna… Y ¿no sabes que, mientras menos veces comulgues, más indigna te haces de este divino manjar, porque, no comulgando, los defectos crecen y disminuyen las fuerzas? ¡Ánimo, pues! Obedece a tu director y déjate guiar por él, que las imperfecciones, cuando no son voluntarias, no estorban el comulgar, mayormente cuando el principal defecto está en no someterte a lo que te ordena el padre espiritual.
-Cierto, pero si en lo pasado viví vida tan imperfecta…
-¿E ignoras -te respondo- que quien más necesitado está de la medicina y del médico es precisamente quien se hallare más enfermo? Jesús en el sacramento es médico y medicina. Oye a San Ambrosio: «Yo, que siempre peco, debo tener siempre a punto el remedio». -Lo creo, pero el confesor no me manda comulgar más a menudo. -Pues si él no te lo manda, pídele tú permiso para ello, y si te lo niega, obedece y, entre tanto, no dejes de recabar su licencia. -Padre, pero esto suena a soberbia. -Lo sería si quisieras comulgar contra su parecer, pero no cuando se lo suplicas humildemente, porque este pan celestial reclama que se tenga hambre de él. Jesús quiere ser deseado, tiene sed de que estemos sedientos de Él, como dice un devoto autor. Este solo pensamiento: Hoy comulgué o mañana voy a comulgar, trae al alma en vela para huir de los defectos y cumplir en todo la divina voluntad. -Pero, si no tengo fervor… -Si hablas del fervor sensible, no te es necesario, ni Dios lo da siempre aun a sus almas predilectas; basta que tengas el fervor que supone una voluntad resuelta a entregarse del todo a Dios e ir creciendo en el amor divino. Dice Juan Gersón que quien se priva de comulgar porque no siente la devoción que deseara tener, se asemeja al que no se acerca al fuego por estar yerto de frío.
Pero, Dios mío, ¡cuántas almas, por no obligarse a vivir vida más recogida y desprendida de las cosas terrenas, dejan de comulgar con frecuencia, no siendo otra la causa de que no comulguen más a menudo! Se dan cuenta de que con la comunión frecuente no se compadece el ansia de aparentar, la vanidad en el vestir, la gula, las comodidades y la frivolidad de las conversaciones, y por eso se avergüenzan de acercarse frecuentemente a los altares. Cierto que tales almas hacen bien en abstenerse de la comunión frecuente, pues se hallan en tan miserable estado de tibieza, pero están obligadas a salir de tal tibieza quienes, llamadas a vida más perfecta, no quieran arriesgar gravemente su eterna salvación.
Ayuda también mucho para conservar en el alma el fervor, el hacer muchas veces al día la comunión espiritual, tan recomendada por el Concilio de Trento, que exhorta a todos los fieles a practicarla. La comunión espiritual, como dice Santo Tomás, consiste en ardiente deseo de recibir a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, por lo que los santos acostumbraban a renovarla diaria y frecuentemente. El modo de hacerla es decir: Creo, Jesús mío, que estáis en el Santísimo Sacramento; os amo y deseo recibiros; venid a mi alma; os abrazo y os ruego que no permitáis vuelva jamás a abandonaros. Y más breve aún: Venid a mí, Jesús mío; os deseo, os abrazo y os suplico que estemos unidos siempre. Esta comunión espiritual se puede practicar a menudo al día, cuando se reza, cuando se visita al Santísimo Sacramento y especialmente cuando se oye la santa misa, sobre todo al comulgar el sacerdote. Decía la Beata Ángela (léase Águeda) de la Cruz, dominica: «Si el confesor no me hubiera enseñado este modo de comulgar varias veces al día, no acertaría a vivir».
Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo VIII