Cuando el 22 de octubre de 1978 pronuncié en la plaza de San Pedro las palabras «¡No tengáis miedo!», no era plenamente consciente de lo lejos que me llevarían a mí y a la Iglesia entera. Su contenido provenía más del Espíritu Santo, prometido por el Señor Jesús a los apóstoles como Consolador, que del hombre que las pronunciaba.
Sin embargo, con el paso de los años, las he recordado en variadas circunstancias. La exhortación «¡No tengáis miedo!» debe ser leída en una dimensión muy amplia. En cierto sentido era una exhortación dirigida a todos los hombres, una exhortación a vencer el miedo a la actual situación mundial, sea en Oriente, sea en Occidente, tanto en el Norte como en el Sur.
¡No tengáis miedo de lo que vosotros mismos habéis creado, no tengáis miedo tampoco de todo lo que el hombre ha producido, y que está convirtiéndose cada día más en un peligro para él! En fin, ¡no tengáis miedo de vosotros mismos!

El poder de la Cruz de Cristo y de su Resurrección es más grande que todo el mal del que el hombre podría y debería tener miedo. Llegados a este punto, debo volver de nuevo al Totus tuus.
…. «¡No tengáis miedo!», decía Cristo a los apóstoles (Lucas 24,36) y a las mujeres (Mateo 28,10) después de la Resurrección. En los textos evangélicos no consta que la Señora haya sido destinataria de esta recomendación; fuerte en su fe, Ella «no tuvo miedo». El modo en que María participa en la victoria de Cristo yo lo he conocido sobre todo por la experiencia de mi nación. De boca del cardenal Stefan Wyszynski sabía también que su predecesor, el cardenal August Hlond, al morir, pronunció estas significativas palabras: «La victoria, si llega, llegará por medio de María.»
Durante mi ministerio pastoral en Polonia, fui testigo del modo en que aquellas palabras se iban realizando. Mientras entraba en los problemas de la Iglesia universal, al ser elegido Papa, llevaba en mí una convicción semejante: que también en esta dimensión universal, la victoria, si llega, será alcanzada por María. Cristo vencerá por medio de Ella, porque Él quiere que las victorias de la Iglesia en el mundo contemporáneo y en el mundo del futuro estén unidas a Ella. Tenía, pues, esa convicción, aunque entonces sabía aún poco de Fátima. Presentía, sin embargo, que había una cierta continuidad desde La Salette, a través de Lourdes, hasta Fátima. Y en el lejano pasado, nuestra polaca Jasna Góra. Y he aquí que llegó el 13 de mayo de 1981. Cuando fui alcanzado por el proyectil en el atentado en la plaza de San Pedro, no reparé al principio en el hecho de que aquél era precisamente el aniversario del día en que María se había aparecido a los tres niños de Fátima, en Portugal, dirigiéndoles aquellas palabras que, con el fin del siglo, parecen acercarse a su cumplimiento.

Es necesario que en su conciencia resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos (cfr. Apocalipsis 1,18); Alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre (cfr. Apocalipsis 22,13), sea la individual como la colectiva. Y este Alguien es Amor (cfr. 1 Juan 4,8-16): Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es Amor eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar plena garantía de las palabras «¡No tengáis miedo!»…
Es muy importante atravesar el umbral de la esperanza, no detenerse ante él sino dejarse conducir. Pienso que a esto se refieren las palabras del gran poeta polaco Cyprian Norwid, que definía así el principio más profundo de la existencia cristiana: «No detrás de sí mismo con la Cruz del Salvador, sino detrás del Salvador con la propia cruz.» Se dan todas las razones para que la verdad de la Cruz sea llamada Buena Nueva.
San Juan Pablo II y Vittorio Messori, Cruzando el umbral de la esperanza


