Noche santísima del Corazón de Jesús
No hay misterios en que tanto abriera el Señor su corazón como en los misterios de esta noche santísima.
¡El Señor está triste…! Esta es la principal palabra: Triste está mi alma, con tristeza mortal…
¿Qué tristeza es esta tristeza que invade a los discípulos y al Señor?…
La de los discípulos es de gente flaca, de poca fe; de almas que no entienden los misterios de Dios…; salieron del cenáculo desconcertados a pesar de la celestial doctrina que acababan de escuchar, de la Eucaristía, que acababan de recibir; y en su desconcierto se dejan invadir por la tristeza; es, pues, tristeza con la que no se lucha, tristeza de flacos.
La de Nuestro Señor es santísima y es un misterio adorable. Nosotros no podremos darnos nunca perfecta cuenta del misterio de tristeza que revelan estas palabras del Señor: Triste está mi alma hasta la muerte; pero tenemos algún modo de vislumbrar, de rastrear un tanto, y ése es el que vamos a emplear en esta meditación.
Sabemos que el Señor tenía hondos motivos de tristeza: acaba de realizar el mayor «misterio de amor» en el cenáculo, en medio de una ciudad que era un hervidero de odios contra Él; que le abandonaba, que rechazaba su amor…
Había visto sucumbir, a pesar de sus amorosos esfuerzos, a uno de sus predilectos; dice el evangelista que Satanás había entrado ya en el alma de Judas, un hombre a quien Jesús mismo había elegido para que fuera templo de Dios, y lo veía convertido en guarida de Satanás. Había El puesto todo su amor en convertirlo, ya con palabras amorosas, luego le descubrió su maldad, y echándose a sus pies, lavándose y besándoselos humildemente…, y él, ¡ciego!, le abandonaba para sumarse a sus enemigos.
Se alzaba también ante el Señor el «espectro» de su pasión, con todo lo que significaba de humillaciones, crueldades y sufrimientos; y aunque su amor, «sediento de inmolarse» por nosotros, le llevaba a desear esa pasión, ese mismo amor «sediento de sufrir» era el que le permitía sentir todo el dolor que la naturaleza humana experimenta ante el sacrificio y la humillación.
Ya se le representaba la esterilidad de su sangre divina para ¡tantos!, y ésta era una tortura más para su corazón adorable.
Por último, ¡estaba solo!, se sentía ¡solo!; sus apóstoles, ¡ni le entendían! ¡Les faltaba amor para poder entender los misterios del amor, y así, era para Él una nueva soledad, y su abandono, un tormento!
Por ahí podrán pensar cuál era la tristeza del corazón de Jesucristo; y entonces podrán rastrear algo, ¡aunque muy de lejos!, para entender cuál era su amor a los hombres y al Padre; y digo de lejos porque ¿quién puede penetrar los abismos insondables de ese corazón divino?
Pero, aunque no podamos comprender del todo esa tristeza, aunque no nos sea posible sondear todo ese amor, podemos sentir el deseo de acompañarle, de participar de su tristeza; el deseo de conocer lo más que podamos ese misterio de amor, el deseo de sufrir con Él. Hablo con almas amantes. ¡Quién sabe si en aquella profundísima tristeza le consolaría ver las almas que en el correr de los siglos le acompañarían de Sión a Getsemaní! Miraba quizá entre ellas la nuestra, a quien concede acompañarle, no para dejarle luego en soledad y abandono, sino para penetrar con Él en el huerto y allí agonizar con Él.