Otra objeción: la importancia de la salvación de las almas – Juan Bautista Chautard

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Pero dirá el amante de las ocupaciones exteriores, alegando pretextos contra la vida interior: «¿Cómo puedo atreverme a disminuir o limitar mi trabajo apostólico cuando está en riesgo la salvación de las almas? ¿Es que no puede suplir a la oración el sacrificio de la abnegación? Quien trabaja ora. El sacrificio prima sobre la oración. ¿No considera S. Gregorio el celo de las almas como el sacrificio más agradable que puedo ofrecer al Señor?».

Comencemos por precisar el verdadero sentido de esta expresión de S. Gregorio, valiéndonos de las palabras del Doctor Angélico. Dice Santo Tomás de Aquino: Ofrecer espiritualmente a Dios un sacrificio es ofrecerle alguna cosa que le agrade. Ahora bien: de todos los bienes que puede el hombre ofrecer al Señor, el más agradable para Él es sin dudar la salvación de las almas. Pero lo primero que hay que ofrecerla es la propia alma, siguiendo el consejo de la Sagrada Escritura: ¿Quieres agradar a Dios? Ten compasión de tu alma. Una vez hecho esto, ya podemos ocuparnos de la salvación del prójimo.

La ofrenda del hombre será tanto más agradable a Dios, cuanto más estrechamente una su alma con Dios primero, y después las de los demás. Pero esta unión íntima, generosa y humilde sólo se realiza por la oración. Entregarse a la oración y a la contemplación, y procurar que los otros hagan lo mismo, agrada más al Señor todas las obras que podamos realizar. Así, pues, concluye Santo Tomás, cuando S. Gregorio afirma que el sacrificio más agradable a Dios es la salvación de las almas, no pretende dar a la vida activa la preferencia sobre la contemplativa, sino expresar que la ofrenda de una sola alma a Dios le es infinitamente más preciosa a sus ojos, y para nosotros de mayor mérito, que ofrecerle las mayores riquezas del mundo (D. Thom. 2a. 2ae. quaest 182, a. 2 ad 3.).

No obstante, la necesidad de cultivar la vida interior no debe hacernos abandonar las obras, si vemos claramente que tal es la voluntad de Dios, porque rehuir este trabajo, o hacerlo con negligencia, desertando del campo de batalla con el pretexto de unirnos más a Dios, sería vana ilusión y, en algunos casos, causa de verdaderos peligros. ¡Ay de mí —dice S. Pablo— si no anunciare el Evangelio (1 Cor 9,16).

Hecha esta salvedad, digamos rotundamente que dedicarse a la conversión de las almas, olvidándose de la propia, es una ilusión mucho más grave que la anterior. Dios quiere que amemos al prójimo como a nosotros mismos, pero no más que a nosotros mismos, es decir, nunca hasta el extremo de causarnos un grave perjuicio; lo que prácticamente equivale a decir que tengamos más cuidado de nuestra alma que la de del prójimo, porque nuestro celo apostólico debe ir regulado por la caridad, y «la caridad empieza por uno mismo».

«Porque amo a Jesucristo —decía S. Alfonso de Ligorio—, ardo en deseos de darle almas: primero la mía y después, las de los demás, el mayor número posible». Esto es poner en práctica el consejo de S. Bernardo: «No es prudente el hombre que primero no lo sea para sí».

San Bernardo, el santo abad de Claraval, verdadero modelo de celo apostólico, se regía por esta máxima. Godofredo, su secretario, nos lo confirma: «Todo para sí en primer lugar, y después todo para los demás».

«No te digo —escribe el mismo santo al papa Eugenio III—, que dejes del todo los negocios del siglo. Únicamente te exhorto a que no te dejes absorber enteramente por ellos. Si eres una persona que te debes a todo el mundo, te debes también a ti mismo. De lo contrario, ¿de qué te servirá ganar a todos los demás, si vienes a perderte tú mismo? Reserva también algo para ti, y si todo el mundo viene a beber de tu fuente, bebe tú también de ella. ¿Has de ser tú el único que permanezca sediento? Comienza siempre por cuidar de ti mismo. En vano cuidarás de los demás, si descuidas de ti mismo. Haz que todas tus reflexiones comiencen y acaben en ti. Se para ti el primero y el último, y ten siempre presente que en el negocio de tu salvación nadie es tan próximo tuyo como el hijo de tu madre» (San Bern. I, II de Consid. Cap III).

Es muy aleccionadora en este sentido la siguiente nota íntima de Mons. Dupanloup: «Tal es la actividad en que me veo metido que estoy arruinando mi salud, perturbando mi piedad y no puedo en manera alguna dedicar unas horas al estudio. Tengo que poner orden en esto. Dios me ha concedido la gracia de darme cuenta que lo que más impide mi vida interior es el activismo con que vivo. Esta falta de vida interior es la causa de mis todos mis defectos, de mis turbaciones, sequedades, disgustos y de mi mala salud.

«He resuelto, por tanto, dirigir todo mi esfuerzo en cultivar esta vida interior que me falta, para lo cual, con la gracia de Dios, he resuelto hacer lo siguiente:

1º Tomaré más tiempo del necesario para hacer cualquier cosa, así no me veré agobiado por las prisas.

2º Como siempre me encuentro con más cosas por hacer que tiempo para hacerlas, y esto me preocupa y me agobia, no pensaré en las cosas que tengo que hacer, sino en el tiempo de que dispongo. Lo emplearé, sin perder un minuto, comenzando por las cosas más importantes, y no me inquietaré si quedan cosas por hacer, etc. etc.»

Cualquier joyero prefiere el más pequeño diamante a muchos zafiros. Del mismo modo, a Dios le agrada más nuestra intimidad con El que todo el bien que podamos procurarle con nuestro apostolado en favor de las almas, si es en perjuicio de nuestra propia alma. Y a veces permite que desaparezca una obra apostólica, si ve que es un obstáculo para el aumento de la caridad de quien se ocupa de ella.

Satanás, al contrario, no vacila en halagar a un apóstol con éxitos superficiales, si con ello consigue disminuir su vida interior, puesto que adivina con rabia dónde se encuentran los verdaderos tesoros a los ojos de Jesucristo. Es decir, da de buena gana algunos zafiros, para quitar un diamante.

 

El alma de todo apostolado -Juan Bautista Chautard

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Comentarios 1

  1. mirta beatriz zaniuk dice:

    Gracias x estas luces. Paz y Bien

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