Saber discernir el bien y el mal en la defensa del inocente y de la familia

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En la fiesta de los Santos Inocentes queremos recordar este maravilloso sermón de San Juan Pablo Magno en defensa de la vida y de la familia. Porque como él mismo pronunció en esta ocasión: “quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral”

Queridos hermanos y hermanas,
esposos y padres:

1. Permitidme que, siguiendo la Palabra de Dios proclamada en la liturgia de hoy, os recuerde el momento en que, mediante el sacramento de la Iglesia, os habéis convertido en esposos ante Dios y ante los hombres. En momento tan importante, la Iglesia sobre todo invitó e invocó solemnemente al Espíritu Santo para que esté con vosotros, conforme a la promesa que los Apóstoles recibieron de Cristo: “El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho”.

El trae consigo el amor y la paz, y por esto dice Cristo: “La paz os dejo, mi paz os doy. No como la da el mundo, os la doy yo”.

El, el Espíritu Santo, es el Espíritu de fortaleza y por esto mismo dice Cristo: “No se turbe vuestro corazón ni se atemorice”.

Así, pues, al mismo tiempo que por la oración al Espíritu Santo os habéis convertido en cónyuges en virtud del sacramento de la Iglesia —y en este sacramento permaneceréis durante los días, las semanas y los años de vuestra vida—, en este sacramento, en cuanto cónyuges, os convertís en padres y formáis la comunidad fundamental, humana y cristiana, compuesta por padres e hijos, comunidad de vida y de amor. Hoy me dirijo ante todo a vosotros, quiero orar con vosotros y también bendeciros, renovando la gracia en la que participáis mediante el sacramento del matrimonio.

2. Antes de dejar visiblemente este mundo, Cristo nos prometió y nos hizo don de su Espíritu, para que no olvidásemos sus palabras. Hemos sido confiados al Espíritu, para que las palabras del Señor acerca del matrimonio quedasen para siempre en el corazón de todo hombre y de toda mujer unidos en matrimonio.

Hoy más que nunca es necesaria esta presencia del Espíritu: una presencia que siga corroborando entre vosotros el tradicional sentido de familia y que os haga experimentar dichosamente, en lo más profundo de vuestro ser, un impulso constante a orientar el matrimonio y la misma vida de familia según las palabras y el don de Cristo.

Hoy más que nunca se hace también necesario este impulso interior del Espíritu. Para que con él, vosotros, los esposos cristianos, aun viviendo en ambientes donde las normas de vida cristiana no sean tenidas en la justa consideración o puedan no hallar el debido eco en la vida social o en los medios de comunicación más accesibles al hogar, seáis capaces de realizar el proyecto cristiano de la vida familiar. Resistiendo y superando con el dinamismo de vuestra fe cualquier presión contraria que pueda presentarse. Sabiendo discernir entre el bien y el mal: no faltando a la obediencia debida a los preceptos del Señor, continuamente recordados por el Espíritu a través del Magisterio de la Iglesia.

Hablando del matrimonio, Jesús nuestro Señor hizo referencia “al principio”, es decir, al proyecto original de Dios, a la verdad del matrimonio.

Según este proyecto, el matrimonio es una comunión de amor indisoluble. “Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad”. Por ello cualquier ataque a la indisolubilidad conyugal, a la par que es contrario al proyecto original de Dios, va también contra la dignidad y la verdad del amor conyugal. Se comprende, pues, que el Señor, proclamando una norma válida para todos, enseñe que no le es lícito al hombre separar lo que Dios ha unido.

Confiados como estáis al Espíritu, que os recuerda continuamente todo lo que Cristo nos dejó dicho, vosotros, esposos cristianos, estáis llamados a dar testimonio de estas palabras del Señor: “No separe el hombre lo que Dios ha unido”.

Estáis llamados a vivir ante los demás la plenitud interior de vuestra unión fiel y perseverante, aun en presencia de normas legales que puedan ir en otra dirección. Así contribuiréis al bien de la institución familiar; y daréis prueba —contra lo que alguno pueda pensar— de que el hombre y la mujer tienen la capacidad de donarse para siempre; sin que el verdadero concepto de libertad impida una donación voluntaria y perenne. Por esto mismo os repito lo que ya dije en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio: “Testimoniar el valor inestimable de la indisolubilidad y de la fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo”.

Además, según el plan de Dios, el matrimonio es una comunidad de amor indisoluble ordenado a la vida como continuación y complemento de los mismos cónyuges. Existe una relación inquebrantable entre el amor conyugal y la transmisión de la vida, en virtud de la cual, como enseñó Pablo VI, “todo acto conyugal debe permanecer abierto a la transmisión de la vida”. Por el contrario, —como escribí en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio“al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal”.

Pero hay otro aspecto, aún más grave y fundamental, que se refiere al amor conyugal como fuente de la vida: hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad.

¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas? ¡Queridos esposos! Cristo os ha confiado a su Espíritu para que no olvidéis sus palabras. En este sentido sus palabras son muy serias: “¡Ay de aquel que escandaliza a uno de estos pequeñuelos! … sus ángeles en el cielo contemplan siempre el rostro del Padre”. El quiso ser reconocido, por primera vez, por un niño que vivía aún en el vientre de su madre, un niño que se alegró y saltó de gozo ante su presencia.

3. Pero vuestro servicio a la vida no se limita a su transmisión física. Vosotros sois los primeros educadores de vuestros hijos. Como enseñó el Concilio Vaticano II, “los padres, puesto que han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, ellos son los primeros y obligados educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse”.

Tratándose de un deber fundado sobre la vocación primordial de los cónyuges a cooperar con la obra creadora de Dios, le compete el correspondiente derecho de educar a los propios hijos.

Dado su origen, es un deber-derecho primario en comparación con la incumbencia educativa de otros; insustituible e inalienable, esto es, que no puede delegarse totalmente en otros ni otros pueden usurparlo.

No hay lugar a dudas de que, en el ámbito de la educación, a la autoridad pública le competen derechos y deberes, en cuanto debe servir al bien común. Ella, sin embargo, no puede sustituirse a los padres, ya que su cometido es el de ayudarles, para que puedan cumplir su deber-derecho de educar a los propios hijos de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas.

La autoridad pública tiene en este campo un papel subsidiario y no abdica sus derechos cuando se considera al servicio de los padres; al contrario, ésta es precisamente su grandeza: defender y promover el libre ejercicio de los derechos educativos. Por esto vuestra Constitución establece que “los poderes públicos garantizan el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que está en conformidad con sus propias convicciones”.

Concretamente, el derecho de los padres a la educación religiosa de sus hijos debe ser particularmente garantizado. En efecto, por una parte, la educación religiosa es el cumplimiento y el fundamento de toda educación que tiene por objeto —como dice también vuestra Constitución— “el pleno desarrollo de la personalidad humana”. Por otra parte, el derecho a la libertad religiosa quedaría desvirtuado en gran medida, si los padres no tuviesen la garantía de que sus hijos, sea cual fuere la escuela que frecuentan, incluso la escuela pública, reciben la enseñanza y la educación religiosa.

4. Queridos hermanos y hermanas, queridos esposos y padres: He recordado algunos puntos esenciales del proyecto de Dios sobre el matrimonio, con el fin de facilitaros el que escuchéis en vuestro corazón las palabras dirigidas a vosotros por Cristo y que el Espíritu os recuerda continuamente.

“La ley de Dios es perfecta, corrobora los ánimos . . . hace sabio al sencillo. Los preceptos del Señor son justos”. La ley del Señor que debe gobernar vuestra vida conyugal y familiar, es el único camino de la vida y de la paz. Es la escuela de la verdadera sabiduría: “El que la observa obtendrá grandes frutos”. No obstante, no basta reconocer como justa la ley sobre la que se constituye el matrimonio y la familia. ¿Quién no ve descrita la propia experiencia cristiana cuando oye decir a San Pablo: “Me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior; pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente”?

Es necesaria una constante conversión del corazón, una constante apertura del espíritu humano, para que toda la vida se identifique con el bien custodiado por la autoridad de la ley. Por esto, en la liturgia de hoy, hemos escuchado de labios del Profeta Ezequiel estas palabras: “Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos”.

El Espíritu escribe en vuestros corazones la ley de Dios sobre el matrimonio. No está escrita solamente fuera: en la Sagrada Escritura, en los documentos de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia. Está escrita también dentro de vosotros. Es ésta la Nueva y Eterna Alianza, de la que habla el Profeta, que sustituye a la Antigua y devuelve a su primitivo esplendor a la Alianza original con la Sabiduría creadora, inscrita en la humanidad de todo hombre y de toda mujer. Es la Alianza en el Espíritu, de la que dice Santo Tomás que la Ley Nueva es la misma gracia del Espíritu Santo.

La vida de los cónyuges, la vocación de los padres exige una perseverante y permanente cooperación con la gracia del Espíritu que os ha sido donada mediante el sacramento del matrimonio; para que esta gracia pueda fructificar en el corazón y en las obras; para que puedan dar frutos sin cesar y no marchitarse a causa de nuestra pusilanimidad, infidelidad o indiferencia.

En la Iglesia de España son numerosos los Movimientos de espiritualidad familiar. Su cometido es precisamente el de ayudar a sus miembros a ser fieles a la gracia del sacramento del matrimonio; para realizar su comunidad conyugal y familiar según el proyecto de Dios, custodiado por su ley, escrita por el Espíritu en los corazones de los esposos. Esta propia finalidad ha de conjugarse en todo momento con la tarea más amplia de colaborar a hacer real y operante la comunión eclesial; en este sentido se hace necesario que toda actividad de apostolado sepa asimilar y poner en práctica los criterios pastorales emanados de la Iglesia, y a los que todo agente de la pastoral debe ser fiel.

5. Cuando los esposos caminan en la verdad del proyecto de Dios sobre su matrimonio, se obtiene la unidad de espíritus, de comunión en la caridad, de que habla San Pablo a los cristianos de Filipo.

Hago ahora mías las palabras del Apóstol: “No hagáis nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino que cada uno de vosotros, con toda humildad, considere a los demás superiores a sí mismo. Que no busque cada uno solamente su interés, sino también el de los demás”.

Sí, el marido no busque únicamente sus intereses, sino también los de su mujer, y ésta los de su marido; los padres busquen los intereses de sus hijos, y éstos a su vez busquen los intereses de sus padres. La familia es la única comunidad en la que todo hombre “es amado por sí mismo”, por lo que es y no por lo que tiene. La norma fundamental de la comunidad conyugal no es la de la propia utilidad y del propio placer. El otro no es querido por la utilidad o placer que puede procurar: es querido en sí mismo y por sí mismo. La norma fundamental es pues la norma personalística; toda persona (la persona del marido, de la mujer, de los hijos, de los padres) es afirmada en su dignidad en cuanto tal, es querida por sí misma.

El respeto de esta norma fundamental explica, como enseña el mismo Apóstol, que no se haga nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino con humildad, por amor. Y este amor, que se abre a los demás, hace que los miembros de la familia sean auténticos servidores de la Iglesia “doméstica”, donde todos desean el bien y la felicidad a cada uno; donde todos y cada uno dan vida a ese amor con la premurosa búsqueda de tal bien y tal felicidad.

6. Comprendéis por qué la Iglesia ve ante sí, como un campo a cultivar con todo el empeño posible, la institución del matrimonio y de la familia. ¡Cuán grande es la verdad de la vocación y de la vida matrimonial y familiar, según las palabras de Cristo y según el modelo de la Sagrada Familia! Que sepamos ser fieles a esta palabra y a este modelo. Se expresa contemporáneamente el verdadero amor a Cristo, el amor de que El nos habla en el Evangelio de hoy: “Si alguno me ama guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada . . . la palabra que oís no es mía, sino del Padre que me ha enviado”.

Este amor a Dios desde la familia debe ir más allá de la muerte. Hoy, día de los Difuntos, recordamos a los miembros de nuestras familias que nos han dejado: padres, esposos, hijos, hermanos … Que ellos alienten hacia el Padre a los huérfanos, a las viudas y a cuantos lloran la ausencia de seres queridos de su familia.

Queridos hermanos y hermanas, maridos y mujeres, padres y madres, familias de la noble España, de la nación y de la Iglesia. Conservad en vuestra vida las enseñanzas del Padre que os ha proclamado el Hijo; las enseñanzas que el Hijo ha confirmado con su cruz y con su resurrección.

Conservad estas enseñanzas sagradas con la fuerza del Espíritu Santo que os ha sido dado en el sacramento del matrimonio.

El Padre que ha venido a vosotros en el Espíritu, habite en vuestras familias mediante este sacramento, junto con Cristo su Eterno Hijo. Mediante estas familias españolas, siga desarrollándose la gran causa divina de la salvación del hombre sobre la tierra. Amén.

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