Todas las gracias que recibió San José le fueron otorgadas en vista del servicio de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen. La gracia que recibía no era para él; por consiguiente, no debía detenerse en su persona; la virtud debía brotar de él, como brota la flor de su rama, para inclinarse luego hacia Jesús por intermedio de María.
Desarrollemos un poco este pensamiento. Dios crio a San José para Nuestro Señor, y nada más que para Él: ningún prójimo, ninguna obra lo reclamaba. Dios Padre había criado y dotado a San José en vista de su Hijo; el Verbo lo había preparado para Sí mismo exclusivamente. La Santísima Trinidad había acumulado en San José verdaderas montañas de gracias, todos los favores de los justos, patriarcas y profetas de la antigua Ley. San José recibió, según la naturaleza y la gracia, la herencia de todos los santos que vivieron antes que él. Más allegado a Nuestro Señor que cualquier otro santo, gozó de las primicias de la gracia: pues bien, todo eso lo recibió para Nuestro Señor, y nada más que para Él.
Criado para Jesucristo, San José no debía vivir sino para Él, sólo para Nuestro Señor debía cultivar sus virtudes. La Sagrada Escritura le llama siervo bueno y fiel, porque, en efecto, él vivió consagrado al servicio de la adorable Persona del Hijo de Dios. No todos los santos fueron destinados al servicio directo e inmediato de la divina Persona del Señor; los Apóstoles recibieron la gracia y la misión del apostolado: Dios los enviaba cerca de los hombres; no tenían pues misión cerca de Nuestro Señor; recibían las gracias para comunicarlas a otros; habían sido criados para el mundo, para ser ministros de la Misericordia.
San José había sido colocado por Dios cerca de Nuestro Señor: entre los hombres es el único a quien haya cabido el honor de servir inmediatamente a la Divina Persona de Jesús; esta fue gracia sólo a él concedida, por eso canta la Iglesia con mucha razón: “¡Oh bienaventurado José, que habéis visto, tocado, llevado y estrechado en vuestros brazos a Aquel a quien en vano desearon ver los patriarcas y los reyes!”
Para corresponder a su gracia, San José no debió practicar jamás la virtud con miras personales; fue siervo bueno y fiel: se entregó sin mezquinas reservas, no queriendo ser de aquellos siervos que reservan para sí parte del tiempo, substrayéndolo al amo. José amaba la humildad, sólo porque Jesús la amaba y quería vérsela practicar; porque sabía que, habiendo venido el Verbo a la tierra para humillarse, quería tener un servidor humilde.
Practicaba José la penitencia y la mortificación, porque veía que el Hijo de Dios encarnado buscaba todas las ocasiones de hacer penitencia y mortificarse. Él veía más claro que nosotros, su fe era más viva: Jesús era el libro en que estudiaba, y adquiría esta ciencia divina sin dificultad. San José consideraba la pureza como la cualidad de conveniencia, indispensable, para desempeñar su misión cerca de Jesús, y como tal la amaba.
¿Comprendéis ahora cuál fue el curso de todas las virtudes de José? No le sirvieron de corona, sino que, revistiéndose de ellas como con místico ropaje, sirvió con todas ellas al Verbo, que se encarnó para practicar todas las virtudes.
José no se propuso, pues, por fin de sus virtudes el ser feliz o perfecto. Desde el momento que una pobre alma deja deslizar en sus intenciones ese funesto yo, se vuelve mercenaria; esa alma se forma un tesoro aparte, en el que va depositando lo que substrae del tributo quo en su totalidad pertenece a su Señor: San José lo hacía todo para Jesús, tanto más dichoso de ver que Jesús creciese y pareciese, cuanto más se empequeñecía y se eclipsaba el humilde servidor.
Aspiración. San José, sombra perfecta de Jesús, ruega por nosotros.
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