Sermón del P. Juan Manuel del Corazón de Jesús Rossi en la Primera Misa de su hermano, el P. Francisco del Corazón de Jesús Rossi

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“[s. Alberico] -¿Crees que aunque tú no hagas nada, como dice el mundo, puedes ayudar a salvarlo?

[s. Esteban Harding] -Estoy profundamente convencido de que nosotros ayudamos a salvar el mundo; y sé perfectamente que el mundo está convencido de que no hacemos nada. El caso es que aquellos que no hacen nada, salvan el mundo.

-Bien. Ahora quiero convencerte de que tú y toda la comunidad pueden también salvar a Cristo.

-¿Salvar a Cristo?- repitió Esteban con asombro -y, ¿de qué?

-¡De ser nuevamente atravesado por la lanza! Debemos ser escudos del Sagrado Corazón, Esteban, pues el Sagrado Corazón necesita escudos. De todos lados parten saetas, dirigidas a ese Pecho Sagrado”.

Y le cuenta una serie de eventos, protagonizados por Felipe I de Francia, Enrique IV del Sacro Imperio y Enrique I de Inglaterra, que hacia finales del s. XI escandalizaban a la naciente Cristiandad, y amenazaban con disolverla casi antes de que cuaje.

“-Esteban, ¿no ves qué espantoso cuadro presenta nuestro mundo? De todas partes, las lanzas están dirigidas al Corazón de Cristo. Lo digo literalmente; no es una metáfora. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo: lo dijo san Pablo. En consecuencia, quien hiere a la Iglesia, hiere a Jesús” (M. Raymond, Tres monjes rebeldes).

Tristemente, viendo nuestros días y la realidad del mundo y de la Iglesia, en especial en nuestra Patria, podemos recrear esos sentimientos de hace ya casi un milenio, y parafrasear a Raymond, porque también de nuestra Argentina “parten largas y afiladas lanzas dirigidas directamente al Sagrado Corazón”, y nosotros “debemos servirle de coraza”.

En nuestra hora son lanzas apuntadas contra el Corazón de Jesucristo los múltiples ataques contra la fe, las burlas a que se somete la moral natural y más la moral católica, las políticas contrarias a la vida, a la integridad y a la inocencia de los niños, a la institución familiar, los escándalos de los cristianos, y especialmente los que producen los consagrados, la negación práctica del Reinado Social de Cristo. Y es misión particular del sacerdote en esta época el alzarse ante estos ataques como escudo del Sagrado Corazón.

Y ser escudo del Corazón de Cristo, defender a Cristo, significa sobre todo tres cosas: pertenecer a Cristo, testimoniar a Cristo y participar íntimamente de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.

1- en primer lugar, la pertenencia plena de todo nuestro corazón al Corazón de Jesucristo que es una exigencia de la identificación entre nosotros y Él, que se origina en la ordenación.

Cristo, como enseña santo Tomás, es la fuente de todo sacerdocio (S. Th., III, 22, 4), y por eso todo el ser y todo el obrar de cada sacerdote reclama la referencia a Él. Y mucho más cuando se trata de un sacerdote religioso, que por la profesión de los votos, según enseña san Juan de la Cruz, “tiene toda su vida y obras consagradas a Dios, y se las ha de pedir todas el día de su cuenta” (Avisos a un religioso, 8).

La pertenencia a Jesucristo se verifica de modo eminente en las operaciones propiamente sacerdotales, en el ejercicio de esos poderes que el p. Buela llama “poderes tremendos”, porque son poderes sobre el Cuerpo de Cristo: sobre su Cuerpo físico, en la Consagración de toda la sustancia del pan y del vino en toda la sustancia del Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo; y sobre su Cuerpo místico, en la absolución de los pecados. En estos actos la voz y los gestos del sacerdote son de Cristo, porque es Cristo quien principalmente opera los efectos sacramentales.

Pero esa pertenencia que es efectiva en los actos sacramentales tiene que adueñarse de todo el ser y el obrar sacerdotal, que es lo que decimos cuando hablamos de pertenencia de un corazón, el nuestro, a otro Corazón, el de Cristo. Porque “muy según Cristo”, como dice san Juan de la Cruz, tienen que ser todas nuestras acciones, y especialmente las más nuestras: los criterios de todos nuestros juicios, y los motivos de todas nuestras decisiones.

Todo el sacerdote, desde lo más íntimo de su ser personal, tiene que ser “del Corazón de Jesús”, lo cual puede incluso manifestarse en los aspectos más externos, pero también significativos. Un buen ejemplo puede encontrarse en la vida del beato Ramiro Sanz de Galdeano Mañeru, el más joven de los sacerdotes de la comunidad mártir de El Pueyo de Barbastro. Pertenecía este monje a una familia navarra, de un pueblo pequeño: Villatuerta. Sus padres, Francisco y Valentina, tenían cuatro hijas mujeres, cuando Valentina quedó en espera de un nuevo hijo, el que soñaban sería un varón. Pero la mujer tomó fríos de los inviernos navarros, y enfermó gravemente al punto de que el médico recomendó pedir al padre del pueblo la Extremaunción. Francisco corrió a un cuadro del Sagrado Corazón que tenían en casa junto al de la Virgen del Carmen, y le rogó, según cuenta una de sus hijas: “Sagrado Corazón, si me estás probando porque va a ser chico, te lo doy: llévatelo, pues no lo quiero para mí. Pero no te lleves a Valentina, que la necesitan estas cuatro criaturas”. Al volver el médico, encuentra a la señora con salud. Pasado el tiempo del embarazo, nace un pequeño, Ramón, al que su padre consagra, según su voto, al Corazón de Jesús. Crecido el niño, desconociendo esta voluntad paterna, afirmaba ya desde muy niño: “yo quiero ser fraile”. La conciencia de esa pertenencia prometida, la manifestó su padre en una ocasión en que la madre le pidió que diera a Ramón una reprimenda fuerte: “Valentina, el día que yo ponga las manos en Ramón, será el más desgraciado de mi vida. Para empezar, el chico no es mío, sino del Sagrado Corazón y tuyo. Castígalo tú, si quieres; pero yo no puedo tocarlo. Yo no sé si algún día llegará a ser sacerdote; pero si lo viera celebrando misa, y me acordara de que le había pegado, me moriría de pena”. El año 1934 murió Francisco sin llegar a ver sacerdote a su hijo, ingresado en el Pueyo y tomado como religioso benedictino el nombre de Ramiro, el cual se ordenó el año siguiente, 1935, para el 7 de julio, fiesta de san Fermín, el patrono de Navarra, ; celebrando su primera Misa en el Pueyo el día 11, Solemnidad de san Benito. En su primera visita a su pueblo, pocos días después, en presencia de su madre y sus hermanos, Ramiro cumplió los más íntimos deseos de su padre, entronizando formalmente en su casa la imagen del Sagrado Corazón, al que su padre lo había donado desde antes de nacer. Completó su ofrenda casi un año después, dando su vida por su condición de religioso, a los 26 años, el 28 de agosto de 1936.

La donación del padre había sido tomada por Jesucristo, que hizo suyo a su hijo. Y lo mismo sucede con muchos corazones entregados desde el nombre mismo: del Corazón de Jesús, con lo que se manifiesta una donación que origina una pertenencia, que cada uno de nosotros debe hacer real. Cuando santa Teresa Benedicta de la Cruz comenta la elección que hizo san Juan de la Cruz de eso que ella llama “el título nobiliario ‘de la cruz’”, dice que encontró en ello “el símbolo de lo que él buscaba [y que…] se expresaba en ello una característica esencial de la Reforma: seguimiento de Cristo por el camino de la cruz. Juan simbolizó con el cambio de nombre que la cruz se encontraba como distintivo de su vida, [como] verdad viva, real y operante: como un grano de trigo que se siembra en el alma, echa raíces y crece, así da al alma un sello característico y la determina en sus acciones y omisiones, de tal modo que por ellas resplandece y se manifiesta” (Edith Stein, Ciencia de la cruz).

En nosotros el nombre “del Corazón de Jesús” es un primer apellido, una primera y más radical pertenencia que la familiar, porque nos entronca con la fuente de nuestro ser y obrar más propio, que es el sacerdotal. Nuestros padres nos donaron, en afecto, al darnos ese nombre, y Jesucristo quiso efectivizarlo por la vocación religiosa y sacerdotal. Es nuestro deber entregarnos plenamente, en toda nuestra interioridad, para que ese nombre sea verdadero y determine toda nuestra vida.

2- la pertenencia al Corazón de Jesús se tiene que transparentar para que todos lo vean en nosotros, y puedan acogerse en nosotros a Él. Es preciso para eso no solamente conformar las obras sino también penetrar por medio de la oración confiada en los secretos que manifiestan la verdad más honda de ese corazón que es de Dios y de Hombre. El testimonio tiene que ser de toda la verdad de Cristo, que no es solamente interior, sino pública. Por eso el sacerdote tiene una función que es no solamente celebrar sino testimoniar, cumplir el oficio profético de Jesucristo. Llevar la verdad de Cristo a cada rincón, porque “no proyectar a Jesucristo incluso a los aspectos políticos [sociales y económicos] es un modo también de dividirlo y traicionarlo” (J. B. Genta, Comentario a “El Manifiesto comunista”).

El sacerdote puede hacer mucho por la sociedad, entregándose a sí, pero también enseñando que Jesús debe reinar, que es necesario que los fueros de Cristo sean respetados hasta en los aspectos más externos y públicos de la realidad humana. Como a Cristo se unió todo lo humano, excepto el pecado, también para nosotros es real que ninguna realidad nos es ajena. Y eso es lo que compromete al sacerdote con toda la realidad humana, a la que puede transformar mediante el testimonio de un verdadero sacrificio. “Ésta es la hora de la obstinación invencible (decía Genta) de la constancia persistente, de la fidelidad continuada. Es cierto, nosotros no tenemos la fuerza del número, no tenemos la fuerza del dinero, no tenemos la fuerza de las armas, no tenemos la fuerza de las logias ni de los poderes ocultos. Pero nosotros tenemos la fuerza de Cristo”. “En nuestro país, todos los llamados hoy ‘caminos habituales’ del desarrollo de la sociedad se encuentran obstaculizados, están obstruidos. La salida solo es posible de un modo extraordinario: a través del sacrificio. Hasta el presente se ha difundido la opinión de que para encauzar la sociedad, para dirigirla, hay que adueñarse del poder. [… pero] hay una forma más elevada de dirigir la historia: a través del sacrificio. Quien se sacrifica, dirige la historia, sin alcanzar el poder, y tal vez entregando su vida” (Alexandr Solzhenitsyn, Alerta a Occidente).

3- por eso, porque tenemos el sacrificio de Cristo en nuestras manos, y en nuestro corazón, la pertenencia y el testimonio de Cristo se completan con la participación íntima en el misterio de su cruz, que tiene que ser el alma de nuestro ministerio. “El cristianismo completo sostiene que el sacrificio ha sido puesto en nuestras manos para que nosotros también tengamos un sacrificio” (Dom Vonier, Doctrina y clave de la Eucaristía).

Ese sacrificio es la cruz, en el Calvario y en el altar. La cruz es el precio que pagó Jesucristo por nuestra redención, y es el precio que debemos pagar nosotros para pertenecer a Él y para testimoniarlo plenamente. El contacto con la Pasión, y en especial la participación de los llamados sufrimientos morales de Jesús, es lo que configura de manera más honda el verdadero ser del sacerdote, y lo que le hace verdaderamente defender y cuidar a Jesucristo en su propio corazón. Porque la Pasión es la obra del Corazón de Cristo, y solo desde la Pasión y Cruz de Jesús se transforma el alma y se transforma el mundo.

San Juan de la Cruz explica el modo de esta participación en la Cruz de Cristo, cuando dice:

“…Y porque he dicho que Cristo es el camino, y que este camino es morir a nuestra naturaleza en sensitivo y espiritual, quiero dar a entender cómo sea esto a ejemplo de Cristo, porque él es nuestro ejemplo y luz.

Cuanto a lo primero, cierto está que él murió a lo sensitivo, espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte; porque, como él dijo (Mt 8,20), en la vida no tuvo dónde reclinar su cabeza, y en la muerte lo tuvo menos.

Cuanto a lo segundo, cierto está que al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad, según la parte inferior; por lo cual fue necesitado a clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? (Mt 27,46). Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida. Y así, en él hizo la mayor obra que en (toda) su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios. Y esto fue, como digo, al tiempo y punto que este Señor estuvo mas aniquilado en todo, conviene a saber: acerca de la reputación de los hombres, porque, como lo veían morir, antes hacían burla de él que le estimaban en algo; y acerca de la naturaleza, pues en ella se aniquilaba muriendo; y acerca del amparo y consuelo espiritual del Padre, pues en aquel tiempo le desamparó porque puramente pagase la deuda y uniese al hombre con Dios, quedando así aniquilado y resuelto así como en nada. Para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios, según estas dos partes, sensitiva y espiritual, tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace. Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar. No consiste, pues, en recreaciones y gustos, y sentimientos espirituales, sino en una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior.

No me quiero alargar más en esto, aunque no quisiera acabar de hablar en ello, porque veo es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos.

Pues los vemos andar buscando en él sus gustos y consolaciones, amándose mucho a sí, mas no sus amarguras y muertes, amándole mucho a él” (San Juan de la Cruz, Subida II, 7).

Que Francisco y sus compañeros jamás busquen en Cristo más que sus amarguras y muertes, porque esa fue la única intención del Corazón de Cristo. Sólo quien participa del sacrificio es verdadero escudo del Corazón de Jesús. Y que Dios, que no perdonó a su propio Hijo sino que le entregó a la muerte, les pruebe y les purifique, hasta el fondo de su alma. Para transformarlos del todo, pues sólo defiende a Cristo quien es plenamente sacerdote, sin más intereses ni intenciones ni criterios que los propios sacerdotales, que son las intenciones y los amores del Corazón de Jesucristo, el Verbo hecho carne.

En el final de una novela titulada “A cada uno un denario”, de Bruce Marshall, hay una certera definición de los frutos de esta conformación. La novela relata la vida de un sacerdote francés, el abbate Jean Gaston, en el período de las guerras mundiales. Durante su vida, este sacerdote sencillo se dedica a las tareas de su ministerio, intentando hacer el bien a muchos que Dios pone a su lado, pero fracasando en la mayoría de los casos. Al no tener ningún oficio remunerado, la pensión de sus padres ya no le alcanza tras el final de guerra del 39, y entonces tiene que mudarse siendo ya grande como capellán de un convento de monjas a que atendía. Cuando viaja en el tren con sus pocas pertenencias, recuerda a las personas a que quiso ayudar y los mínimos cargos y oficios que ha recibido a lo largo de su vida. Y el autor hace desde él esta reflexión:

“El tren seguía matraqueando por el túnel; pero el abate no reparaba en las estaciones, porque pensaba en los misterios del Señor y en lo mal que los comprendía. Sin embargo, creía empezar a comprender uno, y era por qué todos los jornaleros de la viña habían recibido en pago un denario, tanto los que habían soportado el peso y los calores de la jornada, como los otros. Y era porque una parte tan grande de trabajo representaba su propia recompensa, así como una parte tan grande del mundo era su propio castigo. De pronto, el abate Gaston descubrió que había sido muy feliz siendo sacerdote”.

Que la Virgen Santa María, la Madre y la Dueña del Corazón de Jesucristo y del corazón de los sacerdotes nos guíe a todos, y en especial a estos nuevos ordenados, a no guardar nada, a no esconder nada del misterio de Cristo, a vivirlo y presentarlo hasta las heces de su cáliz, y a encontrarnos por fin con Él en el cielo, donde como decía Marcelo Morsella, viviremos todos juntos, como aquí, y para siempre con Él, porque Él solo tiene palabras de vida eterna.

Diciembre de 2018 – Seminario María Madre del Verbo Encarnado, San Rafael, Mendoza 

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