Otros muchos, antes de mí, han tratado de describir “la misa del Padre Pío”, pero creo que ninguno haya logrado trazar, en toda su misteriosa realidad, lo que durantecinco decenios ha sucedido cada mañana sobre el altar en San Giovanni Rotondo.
No trataré ciertamente yo de repetir el intento, que seguramente estos otros han cumplido con mejores resultados. Procuraré solamente dejar escrito en estaspáginas lo que creo que comprendido, lo que he visto y lo que ha sucedido en mipresencia mientras, en tantas ocasiones, he ayudado a misa al venerado Padre.
Fue él precisamente quien me dio enseñanzas preciosas sobre el modo de “servir”en el banquete eucarístico.
Siempre he tratado de observar atentamente al Padre Pío siguiéndole con la mirada desde el momento en que, al alba, salía de su celda para ir a celebrar. Lo veía en un estado de manifiesta agitación.
Apenas llegaba a la sacristía para revestirse me daba la impresión de que no se enteraba de lo que sucedía a su alrededor. Estaba absorto y profundamente consciente de lo que se preparaba a vivir. Si alguno se atreví a dirigirle una pregunta, se sacudía y respondía con monosílabos.
Su rostro, aparentemente normal por el color, se volvía medrosamente pálido en elmomento en que se ponía el amito. Desde ese instante no quería saber nada de nadie. Parecía completamente ausente.
Revestido con los ornamentos sagrados, se dirigía al altar. Si bien yo iba adelante,notaba que se paso era cada vez más fatigoso, su rostro más dolorido. Se le veía cada vez más encorvado. Me daba la sensación de que estuviera aplastado por una enorme invisible cruz.
Llegado al altar, lo besaba afectuosamente y su rostro pálido se encendía. Las mejillas se volvían sonrojadas. La piel parecía transparente, como para resaltar el flujo de sangre que llegaba a las mejillas.
Al “confiteor”, como acusándose de los más graves pecados cometidos por todos los hombres, se daba fuertes y sordos golpes de pecho. Y sus ojos permanecían cerrados sin lograr contener gruesas lágrimas que se perdían entre su bien poblada barba.
Al “evangelio” sus labios, mientras proclamaba la palabra de Dios, parecía que se alimentaran con esta palabra saboreando su infinita dulzura.Inmediatamente daba comienzo el íntimo coloquio del Padre Pío con el Eterno. Este coloquio producía al Padre Pío abundantes efluvios de lágrimas que yo le veía enjugar con un enorme pañuelo.
El Padre Pío, que había recibido del Señor el don de la contemplación, se introducía en los abismos del misterio de la redención.
Rasgados los velos de aquel misterio con la fuerza de su fe y de su amor, todas las cosas humanas desaparecían de su vista. ¡Ante su mirada existía sólo Dios!
La contemplación daba a su alma un bálsamo de dulzura, que alternaba con el sufrimiento místico, reflejado con toda evidencia también en el físico. Todos veían al Padre Pío sumergido en el dolor.
Las oraciones litúrgicas las pronunciaba con dificultad y eran interrumpidas por frecuentes sollozos.
El Padre Pío se sentía profundamente incómodo en presencia y ante las miradas escrutadoras de los demás. Quizá hubiera querido celebrar en soledad, para así,poder dejar cauce libre a su dolor, a su indescriptible amor.
Su alma estática, abrasada por un “fuego devorador”, debía implorar al cielo benéfica lluvia de gracias.
El Padre Pío, en aquellos momentos, vivía sensiblemente, realmente, la pasión del Señor.
El tiempo discurría veloz, pero, ¡él estaba fuera del tiempo! Por ello su misa duraba hora y media y hasta más.
Al “Sanctus” elevaba con gran fervor el himno de alabanza al Señor, que precedía al divino holocausto.
A la elevación su dolor llegaba a la cumbre. En sus ojos yo leía la expresión de una madre que asiste a la agonía de su hijo en el patíbulo, que lo ve expirar y que, destrozada por el dolor, muda, recibe el cuerpo exangüe en sus brazos y que puede apenas prodigarle alguna suave caricia. Viendo su llanto, sus sollozos, yo temía que el corazón le estallase, que se desmayara de un momento a otro. El Espíritu de Dios había invadido ya todos sus miembros. Su alma esta arrebatada en Dios.
El Padre Pío, mediador entre la tierra y el cielo, se ofrecía junto con Cristo victima por la humanidad, a favor de sus hermanos del destierro.
Cada uno de sus gestos manifestaba su relación con Dios. Su corazón debía arder como un volcán. Oraba intensamente por sus hijos, por sus enfermos, por quienes habían dejado ya este mundo. De vez en cuando se apoyaba con los codos sobre el altar, quizá para aliviar del peso del cuerpo sus pies llagados.
Con frecuencia le oía repetir entre lágrimas: “¡Dios mío! ¡Dios mío!”Era un espectáculo de fe, de amor, de dolor, de conmoción, que era un verdadero drama en el momento en que el Padre elevaba la hostia. Las mangas del alba, bajándose, dejaban al descubierto sus manos rotas, sangrantes. ¡Su mirada, en cambio, estaba fija en Dios!.
A la comunión parecía calmarse. Transfigurado, en un apasionado, estático abandono, se alimentaba con la carne y la sangre de Jesús. ¡La incorporación, la asimilación, la fusión eran totales! ¡Cuánto amor irradiaba su rostro!
La gente, atónita, no podía hacer otra cosa que doblar las rodillas ante aquella mística agonía, aquella total aniquilación.
El Padre permanecía arrobado gustando las divinas dulzuras que sólo Jesús en la eucaristía sabe dar.
Así el sacrificio de la misa se completaba con real participación de amor, desufrimiento, de sangre. Y producía abundantes frutos de conversión.
Concluida la misa el Padre Pío ardía con un fuego divino encendido por Cristo en su alma, por atracción.
Otra ansia lo devoraba: ir al coro para permanecer, recogido, con Jesús en íntima, silenciosa alabanza de acción de gracias. Se quedaba inmóvil, como sin vida. Si alguno lo hubiera sacudido, no se habría apercibido: tal era su participación en el abrazo divino.
¡La misa del Padre Pío!
No hay pluma que pueda describirla. Sólo quien ha tenido el privilegio de vivirla, puede entender…
Fuente: Yo… Testigo del PADRE – Fray Modestino de Pietrelcina
Comentarios 1
Impresionante. Gracias mil gracias