Tan pronto alegres y al momento tristes

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Cuarto obstáculo para la devoción al Sagrado Corazón

El cuarto obstáculo son ciertas pasiones no mortificadas que nos hemos guardado y que, tarde o temprano, suelen ser la causa funesta de una gran infelicidad. «La mayor parte de las personas que quieren darse del todo a Dios y, consecuentemente, declaran una guerra mortal a todos los vicios, se portan en esta lucha de modo similar a la que emprendió Saúl, mandado por Dios, contra Amalec. Dios había mandado a Saúl que exterminase a todos los amalecitas y que arruinase todo lo que les pertenecía, sin exceptuar nada. Saúl exterminó a este pueblo; pero se compadeció de su rey y no sacrificó todo lo que encontró de precioso en el campo. Pero esta desobediencia le costó a Saúl su reino y fue la causa de su reprobación y de su pérdida (I Sam 15, 3-23).»

A veces nosotros procuramos desterrar de nosotros el espíritu mundano, pero no nos importa que nuestros hijos lo tengan. Nos vestimos con modestia, pero queremos que nuestros hijos se adornen siempre de manera suntuosa. Moderamos nuestra cólera, pero nos quedamos una secreta ambición y no nos decidimos a exterminar alguna secreta envidia.

Exclamaba un gran siervo de Dios: «¡Dios mío!, ¡qué desorden, qué revolución es esta! Tan pronto estamos alegres como nos ponemos tristes. Hoy sentimos afecto por todo el mundo, y mañana seremos como un erizo que pincha a todo el que se nos arrime. Esto es una evidente señal de poca virtud: esto es que nuestro carácter aún reina en nosotros y que nuestras pasiones no están mortificadas.

Un hombre verdaderamente virtuoso es siempre el mismo y, mientras no sea así, cuando hacemos algo bien, la mayor parte de las veces es más por nuestro estado de ánimo que por virtud».

Estos son los grandes obstáculos para el amor a Jesucristo y, por tanto, para la devoción a su Sagrado Corazón. Son los manantiales de las imperfecciones que se descubren en quienes nos parecen más piadosos: imperfecciones que hacen un daño imponderable a la verdadera virtud, por la falsa idea que dan de ella. El verdadero amor de Jesucristo no permite las imperfecciones de la soberbia secreta o del amor propio. Y sin este verdadero y puro amor a Jesucristo no puede haber ninguna devoción perfectamente sólida, ni virtud perfecta.

La alegría y la verdadera dulzura son inseparables de la verdadera mortificación y de la sincera humildad. No puede haber verdadera devoción sin una mortificación generosa y constante y sin una sincera humildad. Pero ¿podremos hablar de humildad y de mortificación sin horrorizar a los tímidos y pusilánimes que tienen el deseo de amar a nuestro Señor? Pero ¿cómo no llenarse de temor al considerar una vida tan incómoda? ¿Se puede contemplar, quizá, toda una vida toda llena de cruces sin sentir miedo? Contradecir en todo nuestras inclinaciones naturales, negar a los sentidos todos los gustos no necesarios, vivir retirados, vivir en silencio, sin solicitar la estima de los hombres, despreciando sus alabanzas y no afligiéndose por los desprecios…

¿Todo esto no es algo realmente cargante? ¿Vivir así no es vivir una vida triste, melancólica y en cierto modo infeliz?

No, cristianos. Todos los que viven así afirman que solo entonces se han visto alegres, tranquilos y perfectamente dichosos.

Es verdad que el mundo dice que este tipo de vida es insoportable, pero el mismo Jesucristo nos dice que es dulce, fácil y llena de alegría y de consuelo. Lo dice el mundo, o sea, los necios y los ignorantes; pero todos los que lo han experimentado dicen lo contrario.

  • San Francisco de Sales llama a este tipo de vida la dulzura de las dulzuras.
  • San Efrén, mientras llevaba una vida extremadamente mortificada, estaba lleno de consuelos interiores y prorrumpía en estas voces: «Basta, Dios mío, basta, no me oprimas con tus beneficios, modera tu generosidad, si no quieres que yo muera, porque tus dulzuras inefables que gusto en tu servicio son capaces de hacerme morir».
  • «Me hallo», dice san Francisco Javier escribiendo desde el Japón a los jesuitas que estaban en Europa, «en un país donde faltan todas las comodidades de la vida. Por lo demás, siento tantas consolaciones en mi vida interior, que me veo en peligro de perder la vista por las lágrimas que derramo continuamente de puro consuelo».

¿Tendremos que creer que tantos millones de santos, de los que decimos que han sido tan sabios y tan sinceros, se hayan puesto de acuerdo para decirnos todo lo contrario de lo que pensaban y experimentaban?

Del libro de Jean Croiset La devoción al Sagrado Corazón de Jesús

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