el templo parroquial estaba repleto de fieles, llegados también de pueblos vecinos. Don Orione, vertió su homilía sobre la misericordia de Dios. Para enfatizar la grandeza y el poder del sacramento de la penitencia, salió con esta expresión: aunque un hijo haya puesto veneno en el plato de su madre para matarla, si se arrepiente luego de tal monstruosidad, y se confiesa, puedo obtener el perdón de Dios.
Terminando la ceremonia se apresuró a dirigirse a la estación del ferrocarril para tomar el tren de regreso, pero como éste se había partido, decidió volver caminando a Tortona. Anochecía y una densa y fría neblina lo envolvía todo. Con dificultad se alcanzaban a distinguir los árboles y las últimas casas del pueblo. Un hombre envuelto en una capa oscura estaba parado a un lado del camino como si esperase a alguien. Don Orione observó sus características: alto, robusto, con barba negra recortada en dos puntas, mirada perdida detrás de algún pensamiento que lo dominaba. Prudentemente, para hacerse su amigo, le preguntó con amabilidad:
Amigo, ¿usted va a Tortona?. Entonces, buenas noches, dijo Don Orione, acompañando el saludo con una suave sonrisa, e hizo ademán de retornar su camino.
¡No!, ninguna buenas noches, le repuso el otro con amarga sonrisa, deténgase un momento. ¿Es usted quién predicó hace unos momentos atrás en la iglesia?.
Si, soy yo.
¿Habló usted sobre la confesión?.
Efectivamente, hablé sobre la confesión.
La voz de aquel hombre se hizo vibrante.
Preguntó: ¿cree usted en lo que dijo? .
Sí, creo en todo cuanto dije, afirmó lentamente el sacerdote.
Luego, si un hijo ha envenenado a su madre se confiesa. ¿Puede ser perdonado?.
Si siempre que esté arrepentido.
Siguió una pausa. ¿Usted me conoce?. Prosiguió el hombre mirando fijamente a su interlocutor.
No, no lo conozco.
Sin embargo usted me conoce pues hablo de mí.
No usted se equivoca. No pude nunca haber hablado de usted.
Le digo que sí. Afirmó acalorandose cada vez más.
Miró luego a su alrededor, como si temiese que, desde el manto oscuro de la neblina que los envolvía, pudiese aparecer algún extraño. Yo soy aquel de quien habló usted esta tarde. Yo puse veneno al plato de mi madre.
Un escalofrío, mal disimulado, asaltó a Don Orione.
Dígame, continuó el hombre, dígame usted: ¿ Aún puedo ser perdonado?. Siempre que esté arrepentido, repuso el sacerdote con un hilo de voz en la cual temblaba toda su alma llena de misericordia.
¿Y me pregunta si estoy arrepentido? Si supiera cuánto he sufrido..
Y contó que desde aquel día de la muerte de su madre aunque nadie sospechó mínimamente de él, no encontró más paz. Habiendo transcurrido muchos años.. aquella tarde pasaba casualmente delante del templo y, aunque jamás ponía los pies en una iglesia, en aquel instante sintió una necesidad imperiosa de entrar. Y entré justamente cuando usted hablaba del hijo que envenenó a su madre. Pensé de inmediato que aquellas palabras estaban dirigidas a mí. Luego con un tono de voz diferente y vuelto más dulce por la esperanza que florecía en su corazón, continúa: si puedo obtener el perdón de Dios y usted puede hacérmelo llegar, ¡aquí estoy! ¡Perdóneme!.
Y así, en aquel sitio solitario, el sacerdote oía a la confesión del penitente más necesitado y más apto para demostrar los triunfos de la gracia divina en el corazón de los hombres.
Recibida la última bendición, el desventurado se levantó pero, antes de alejarse, en un ímpetu emotivo, quiso abrazar a su consolador, y, dominando por desbordante afecto, lo hizo con tal fuerza, qué Don Orione, creyó morir sofocado entre sus brazos. Inmediatamente desapareció.
Del libro: Don Orione, Padre y Amigo.