Extraído de La búsqueda de Dios, San Alberto Hurtado (París, 1947).
5. Un cristianismo que tome todo el hombre
Al comparar el Evangelio con la vida de la mayor parte de nosotros, los cristianos, se siente un malestar… La mayor parte de nosotros ha olvidado que somos la sal de la tierra, la luz sobre el candil, la levadura de la masa… (cf. Mt 5,13-15). El soplo del Espíritu no anima a muchos cristianos; un espíritu de mediocridad nos consume. Hay entre nosotros activos, y más que activos, más aún, agitados, pero las causas que nos consumen no son la causa del cristianismo.
Después de mirar y volver a mirarse a sí mismo y lo que uno encuentra en torno a sí, tomo el Evangelio, voy a San Pablo, y allí encuentro un cristianismo todo fuego, todo vida, conquistador; un cristianismo verdadero que toma a todo el hombre, rectifica toda la vida, agota toda actividad. Es como un río de lava ardiendo, incandescente, que sale del fondo mismo de la religión.
En nuestro tiempo, se hace de la Religión una formalidad mundana, un sentimentalismo piadoso bueno para las mujeres, una policía pacífica: “No romper nada, ¡¡no permitir que nadie rompa nada!!”. Así se podría expresar este cristianismo de buen tono, negativo, vacío de pasión, vacío de sustancia, vacío de Cristo, vacío de Dios. Un cristiano sin fuego y sin amor, de gente tranquila, de personas satisfechas, de hombres temerosos, o de los que gozan con mandar y desean ser obedecidos. Un cristianismo así no hace falta. Los que tienen consuelos en su interior, abundancia en su hogar, honores en la sociedad, ¿para qué necesitan de Dios?
Pero, felizmente, se encuentran en todas partes grupitos de cristianos que han comprendido el sentido del Evangelio. Jóvenes deseosos de servir a sus hermanos; sacerdotes que llevan abierta la herida que no cesa de sangrar al ver tanto dolor, tanta injusticia, tanta miseria; sacerdotes como el Gran Pontífice; hombres y mujeres que nos prolongan la presencia de Cristo entre nosotros, bajo una sotana, un overall o un traje de fiesta. Son luminosos como Cristo, y bienhechores como Él. Cristo está en ellos, y esto nos basta. No podemos menos de amarlos, nos tomamos de su mano y por ellos entramos en ese Cuerpo inmenso que anima el Espíritu.
Estos son los cristianos verdaderos, aquellos en los cuales Cristo ha entrado a fondo, ha tomado todo en ellos, ha transformado toda su vida; un cristianismo que los ha transfigurado, que se comunica, que ilumina. Son el consuelo del mundo. Son la Buena Nueva permanentemente anunciada.
Todo predica en ellos: la palabra, sin duda, pero también la sonrisa y la bondad, y la mano tendida, la resignación, la ausencia total de ambición, la alegría constante.
Van siempre adelante, rotos quizás en su interior, abrazándose serenamente a las dificultades, olvidados de sí mismos, entregados… Nada los detiene: ni el menosprecio de los grandes, ni la oposición sistemática de los poderosos, ni la pobreza, ni la enfermedad, ni las burlas. ¡¡¡Aman y eso les basta!!! Tienen fe, esperan. En medio de sus dolores, son los felices del mundo. Su corazón, dilatado hasta el infinito, se alimenta de Dios.
Son la Iglesia naciente entre nosotros. Son Cristo viviente entre nosotros y de Él les viene su nobleza, de Él, al cual se han entregado al entregarse a sus hermanos desgraciados. El haber comprendido que los otros eran también hijos de Dios, hermanos de Cristo, eso los ha hecho crecer. Entre ellos, Dios, Cristo y los otros, hay ahora un vínculo definitivo. Ellos comprenden que su misión es ser el puente hacia el Padre, puente para todos. Todos juntamente, todos los hijos del Padre, llevados por el Hijo Jesucristo, todos por Él llegando al Padre, y esto mediante nuestra acción, la de cada uno de nosotros. Toda la humanidad trabajando en esta obra, ayudados por los militantes de ayer, que en la tarde de su trabajo recibieron ya su recompensa.
¿Cómo puede ser que no vivamos más en esta perspectiva? Al sabernos consagrados a Dios, no podemos seguir viviendo inclinados sobre nosotros mismos, ni sobre nuestros méritos, ni siquiera sobre nuestros pecados… sino en imitar al Salvador, enérgico y dulce, que “amó a los hombres hasta el fin” (Jn 13,1).
Nuestra vida espiritual –y somos sacerdotes–, nuestro catecismo, nuestra predicación, la dirección espiritual, ¿no estará demasiado lejos del Maestro, de su auténtico Evangelio?
Comentarios 5
Bendito MI DIOS que nos acompaña SIEMPRE AMÉN.
Me moviliza leer a este gran Santo. Para reflexionar…y mucho. Para cambiar…Gracias!!!
A ver… como expresar…. estos días pasados me había sentado en mi computadora y comencé a bosquejar un deseo. Tome un párrafo de inicio, más bien dos oraciones de los primeros párrafos de la Constitución Apostólica de San Juan Pablo II en la que nos presentaba allá por 1995 el CIC y parte de algunos # del mismo Catecismo con el propósito de redactarme para mi mismo un tema que refleje esta misma inquietud. Volví a leer el envío que el mismo Papa que nos proponía DUC IN ALTUM. Y hoy. Casualmente en horas de la siesta leía las Buenaventuranzas de San Mateo… todo esto digo para agradecer la alegre motivación para seguir reflexionando y escribiendo. Percibo fuertemente en mi corazón esa apatía y creo que si alguien más puede leer esta reflexión recobraria nuevo impulso Apostólico. Desesperezas y alegras mi corazón… San Juan Pablo II en tu voz y con palabras de Cristo nos renueva. DUC IN ALTUM. Muchas gracias.
Te felicito por inmerso en esta tarea.
Saludos.
Agradecerles por compartir el pensamiento de este gran Santo que aque nos invita a vivir la vida nueva la yranformacion de vida como lo hizo Jesús compartir con todo y con todos la Alegría de aSí resurrección permanecer en Su Alegría y Su paz enmedio de las dificultades que Su Espíritu Santo nos ayude a vivirlo. Mil gracias por compartir tan valiosos documentos de este gran Santo de Dios.