Cómo ser útil en la salvación del mundo y la reforma de la Iglesia (3 de 3) – Santa Catalina de Siena

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Capítulo III – Condiciones de las virtudes y sacrificios para que puedan ser aceptables a Dios

Las virtudes tienen su fundamento en la humildad y el amor

Estas son las obras santas y dulces que yo exijo de mis siervos: las virtudes interiores del alma puestas a prueba, tal como te he dicho. Si en las obras exteriores o en las diversas penitencias, no hubiese más que esto, actos exteriores, sin la virtud misma, bien poco agradables me serían. Porque la voluntad del alma debe tender al amor, al odio santo de sí misma con verdadera humildad y perfecta paciencia, y a las otras virtudes interiores del alma, con hambre y deseo de mi honra y de la salvación de las almas.

Estas virtudes demuestran que la voluntad está muerta a la sensualidad, por amor de la virtud. Con esta discreción debe practicarse la penitencia, es decir, poniendo el afecto principal en la virtud más que en la penitencia misma. La penitencia no debe ser más que un instrumento para acrecentar la virtud según la necesidad que se tenga y en la medida en que se pueda practicar según las posibilidades.

[La caridad, según la santa, tiene dos aspectos: a) Afectivo, con deseo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas, odio de la sensualidad, amor de la humildad verdadera y demás virtudes «intrínsecas»; y b) Efectivo: Lucha por la muerte de la voluntad propia. Penitencia exterior como ayuda de la lucha interior.]

 

Las virtudes han de estar regidas por la discreción, que da lo suyo a Dios, a sí mismo y al prójimo

El que pone su afecto principal en la penitencia no obra conforme a mis deseos sino indiscretamente, no amando lo que más amo y no odiando lo que más odio. Porque la discreción no es otra cosa que un verdadero conocimiento que el alma debe tener de sí y de mí. Es como un retoño injertado y unido a la caridad, el árbol que hunde sus raíces en la tierra de la humildad.

No sería virtud la discreción y no produciría el fruto debido si no estuviese plantada en la virtud de la humildad, ya que la humildad procede del conocimiento que el alma tiene de sí misma y de mi bondad. Por esta discreción el alma tiende a dar a cada uno lo que es debido.

Ante todo, me atribuye a mí lo que se me debe, rindiendo gloria y alabanza a mi nombre y agradeciéndome las gracias y dones que ha recibido. Y por haber recibido gratuitamente el ser que tiene y todas las demás gracias, a sí misma se atribuye lo que merece, por haber sido ingrata a tantos beneficios y por haber sido negligente para aprovechar el tiempo y las gracias recibidas, y por esto se cree digna de castigo. Entonces no tiene para sí más que odio y desprecio a causa de sus culpas. Estos son los efectos de la discreción que está fundada, con verdadera humildad, en el conocimiento de sí.

[La discreción es mucho más que un cierto tacto, una prudente reserva en las relaciones sociales. En Santa Catalina, la discreción supone la caridad y en ella se funda. La caridad, a su vez, supone el verdadero conocimiento de sí mismo y de la bondad de Dios, que es la humildad.]

Sin esta humildad, el alma se hace indiscreta (la indiscreción tiene su origen en la soberbia) y me roba como un ladrón la honra que me debe y se la atribuye a sí misma para vanagloria suya, y lo suyo me lo atribuye a mí, lamentándose y murmurando de mis designios misteriosos sobre ella o sobre las otras criaturas mías, incluso escandalizándose por ello.

[Sin la luz de la visión sobrenatural del mundo y de las cosas, todo resulta misterioso y aun absurdo. Al margen de la fe, que todo lo clarifica, el hombre, por no comprenderlos, murmura de los designios de Dios en el gobierno del mundo; se escandaliza, interpretando torcidamente lo que no es más que expresión de su bondad ilimitada e inefable]

Bien al contrario proceden los que tienen la virtud de la discreción. Estos me pagan la deuda que tienen conmigo, y todo lo que obran para sí mismos y para con el prójimo, lo hacen con discreción y con caridad, con la humilde y continua oración.

 

Humildad, caridad y discreción son virtudes íntimamente unidas

El alma es como un árbol hecho por amor, y no puede vivir como no sea de amor. Si el alma no tiene amor divino de verdadera y perfecta caridad, no produce frutos de vida, sino de muerte.

[«El alma no puede vivir sin amor: o amará a Dios o al mundo. El alma se une siempre a la cosa que ama y en ella se convierte» (Carta 44)]

Es indispensable que la raíz de este árbol sea la humildad, el verdadero conocimiento de sí misma y de mí. El árbol de la caridad se nutre de la humildad y hace surgir de sí el retoño de la verdadera discreción. El meollo del árbol es la paciencia, signo evidente de mi presencia en el alma y de que el alma está unida a mí. Este árbol germina flores perfumadas de muchas y variadas fragancias. Produce frutos de gracia en el alma y de utilidad para el prójimo. Hace subir hasta mí aroma de gloria y alabanza de mi nombre, porque en mí tiene su principio y su término, que soy yo mismo, vida eterna que no le será quitada si no me rechaza. Y todos los frutos que provienen de este árbol están sazonados con la discreción, porque están unidos todos ellos entre sí.

 

La penitencia exterior no es el fundamento, sino un instrumento de la santidad

Estos son los frutos y las obras que yo reclamo del alma: la prueba de la virtud en el tiempo oportuno. Por esto te dije hace ya tiempo, cuando deseabas hacer grandes penitencias por mí y decías: ¿Qué podría hacer para sufrir por ti? Yo te contesté, diciendo: Yo soy aquel que me complazco en las pocas palabras y en las muchas obras. Con esto te daba a entender que no me es agradable el que sólo de palabra me llama diciendo: Señor, Señor, yo quisiera hacer algo por ti, ni aquel que desea y quiere mortificar el cuerpo con muchas penitencias, sin matar la propia voluntad. Lo que yo quiero son obras abundantes de un sufrir recio, efecto de la paciencia y de las otras virtudes interiores del alma, todas ellas operantes y generadoras de frutos de gracia.

Toda acción fundada sobre otro principio distinto de éste, yo la considero como clamar sólo con palabras. Siendo yo infinito, requiero acciones infinitas, es decir, infinito amor. Quiero que las obras de penitencia y otros ejercicios corporales los tengáis como instrumentos y no como vuestro principal objetivo. Solamente cuando la acción finita va unida a la caridad me es grata y agradable. Entonces va acompañada de la discreción, que se sirve de las acciones corporales como de instrumento y no las toma como fin principal.

En modo alguno el principio y fundamento de la santidad debe ponerse en la penitencia o en cualquier otro acto corporal exterior, puesto que no pasan de ser operaciones finitas por estar hechas en tiempo finito. Son también finitas (no esenciales) porque a veces deben dejarse por diversas razones o por obediencia; de modo que el que se empeñase en proseguirlas, no sólo no me agradaría, sino que me ofendería. El alma debe considerarlas como medio y no como fin principal, pues de lo contrario el alma se hallaría vacía cuando se viese obligada a dejarlas por algún tiempo.

 

De poco sirve mortificar el cuerpo si no se mortifica el amor propio

Esto enseña el apóstol Pablo cuando dice: Mortificad el cuerpo y matad la voluntad propia (Cf. Rom 6,9), o sea, tened a raya el cuerpo, domando la carne cuando quiera luchar contra el espíritu. La voluntad debe estar en todo muerta y abnegada y sometida a la mía. Y esta voluntad se mata con el aborrecimiento del pecado y de la propia sensualidad que se adquiere por el conocimiento de sí. Éste es el cuchillo que mata y corta todo amor propio fundado en la propia voluntad. Quienes lo poseen son los que no me dan, no solamente palabras, sino abundancia de obras, y en esto tengo mis complacencias. Por esto te dije que lo que yo quería eran pocas palabras y muchas obras. Al decir muchas no fijo número, porque el afecto del alma fundado en la caridad, que vivifica todas las virtudes, debe llegar al infinito. No desprecio, sin embargo, la palabra; más dije que quería pocas, para dar a entender que todo acto exterior es finito, y por esto dije pocas. Ellas, sin embargo, me agradan cuando son instrumento de la virtud, sin que en ellas se ponga la esencia de la virtud misma.

[El aborrecimiento del pecado y de la propia sensualidad que se adquiere con el conocimiento propio, es un cuchillo que corta y mata todo amor propio fundado en la propia voluntad al margen de la de Dios o en contraposición con ella. «¡Oh dulcísimo Amor! Yo no veo otro remedio sino aquel cuchillo que tú, Amor dulcísimo, tuviste en tu corazón y en tu alma; es decir, el odio que tuviste al pecado, y el amor a la gloria del Padre y a nuestra salvación. ¡Oh Amor dulcísimo!, éste fue el cuchillo que traspasó el corazón y el alma de la Madre» (Carta 30) «Debemos odiar esta ofensa y odiarnos a nosotros mismos que la cometimos; la persona que concibe este odio, quiere tomarse venganza de la vida pasada y sufrir toda pena por amor de Cristo y reparación de sus propios pecados, vengando la soberbia con la humildad; la codicia y la avaricia, con la generosidad y la caridad; la libertad de sus quereres propios, con la obediencia. Estas son las santas venganzas que debemos tomarnos con la espada de doble filo: el del odio y el del amor» (Carta 159)]

Guárdese bien, pues, cualquiera de juzgar más perfecto al que hace penitencias, con las que procura matar el cuerpo, que al que hace menos; porque no está en esto la virtud ni el mérito. No obraría mal quien por justas razones no pudiera hacer obras de penitencia exterior y practicara sólo la virtud de la caridad sazonada con la discreción.

 

La discreción ordena la caridad para con el prójimo

La discreción ordena el amor al prójimo, al no consentir hacerse daño a sí mismo con alguna culpa aunque buscase el provecho del prójimo. Porque si cometiera un pecado, aunque se tratara de librar del infierno al mundo entero o de hacer algún acto extraordinario de virtud, no sería caridad ordenada con discreción, sino indiscreta, pues no es lícito practicar un acto de virtud o de utilidad para el prójimo cometiendo un pecado.

Por la santa discreción el alma orienta todas sus potencias a servirme resueltamente con toda solicitud y a amar al prójimo con amor, exponiendo mil veces, si es posible, la vida del cuerpo por la salvación de las almas; sufriendo penas y tormentos para que tenga la vida de la gracia y arriesgando sus bienes temporales para socorrer las necesidades materiales de su prójimo. Esto es lo que hace la discreción que nace de la caridad.

La caridad debe empezar por uno mismo. Por ello, no es conveniente que para salvar a las criaturas, finitas y creadas por mí, se me ofenda a mí, que soy el bien infinito. Sería más grave y mayor aquella culpa que el fruto que con ella se pretende hacer. La verdadera caridad lo entiende bien, porque ella trae consigo la santa discreción. Esta discreción es luz que impregna todos los actos de virtud; la que con verdadera humildad y prudencia esquiva los lazos del demonio y de las criaturas; la que con el mucho sufrir derrota al demonio y a la carne; la que pisotea al mundo y lo desprecia y lo tiene en nada.

Por esto los hombres del mundo no pueden arrebatar la virtud del alma. Sus persecuciones no hacen más que acrecentarlas y probarlas. La virtud es concebida por el amor, y luego es probada en el prójimo y dada a luz por su medio. No podría decirse que había sido concebida la virtud si no saliese a la luz en el tiempo de la prueba, en presencia de los hombres. Porque ya te dije y te manifesté que no hay virtud perfecta y fecunda si no es mediante el prójimo. Sería como la mujer que ha concebido un hijo en su seno; si no lo da a luz, si no lo pone ante los ojos de los demás, su esposo no se considera padre. Así es el alma, si no da a luz el hijo de la virtud en la caridad del prójimo, manifestándola según la necesidades, te digo que en realidad no ha concebido las virtudes en sí misma.

 

Conclusión

Te he manifestado estas cosas para que sepáis cómo debéis sacrificaros por mí; sacrificio interior y exterior a la vez, como el vaso está unido al agua que se presenta al señor. El agua sin el vaso no puede ser presentado; el vaso sin el agua tampoco le sería agradable. De la misma manera, debéis ofrecerme el vaso de los muchos padecimientos exteriores que yo os envíe, sin que seáis vosotros los que escojáis el tiempo o lugar.

Este vaso debe estar lleno, es decir, debéis ofrecérmelo con amor y sincera paciencia, sufriendo y soportando los defectos del prójimo, odiando y detestado el pecado. Entonces estos sufrimientos, representados por el vaso, están llenos del agua de mi gracia, que da la vida al alma. Y yo recibo este presente de mis dulces esposas al aceptar sus lágrimas y sus humildes y continuas oraciones.

[«En la caridad de Dios concebimos las virtudes, y en la caridad del prójimo, las damos a luz. Si lo haces así…, serás esposa fiel. Tú eres esposa… y serás esposa fiel si el amor que tienes a Dios, se lo tributas al prójimo con amor verdadero y cordial, ya que a Él no le puedes ser útil y de provecho directamente.» (Carta 50)]

 

Exhortación a tener ánimo viril ante las pruebas

Sufrid, pues, varonilmente hasta la muerte, y esto será para mí señal de que me amáis en verdad. No volváis la mirada atrás por temor a las criaturas o a las tribulaciones; antes bien, gozaos en la tribulación misma.

El mundo se alegra haciéndome muchas injurias, y vosotros os afligís por causa de las injurias que se hacen contra mí. Al ofenderme a mí, os ofenden a vosotros, y ofendiéndoos a vosotros, me ofenden a mí, porque yo soy una misma cosa con vosotros.

Sabes muy bien que, habiéndoos dado mi imagen y semejanza y habiendo perdido vosotros la gracia por el pecado, para devolveros la vida de la gracia uní en vosotros mi naturaleza, cubriéndola con el velo de vuestra humanidad. Siendo vosotros imagen mía, tomé vuestra imagen al tomar forma humana. De modo que soy una cosa con vosotros mientras el alma no se separe de mí por la culpa del pecado mortal. Quien me ama está en mí, y yo en él. Por esto, el mundo le persigue, porque el mundo no se conforma conmigo; y por esto persiguió a mi unigénito Hijo hasta la afrentosa muerte en la cruz. Y así hace también con vosotros; os persigue y os perseguirá hasta la muerte porque no me ama. Si el mundo me hubiera amado a mí, también os amaría a vosotros. Pero, alegraos, porque vuestra alegría será completa en el cielo.

Cuanto más abunde la tribulación en el Cuerpo místico de la santa Iglesia, tanto más abundará ella misma en dulzura y consolación. Y su consuelo será éste: la reforma de la santa Iglesia. Alegraos, pues, en vuestra amargura. Yo os he prometido daros alivio, y después de la amargura os daré consolación.

 

Efectos de estas enseñanzas en aquella alma

En el dulce espejo de Dios conoce el alma su propia dignidad y su propia indignidad; la dignidad de la creación, viéndose hecha gratuitamente a imagen de Dios; y su propia indignidad, al ver en el espejo de la bondad de Dios en lo que ha venido a parar por su propia culpa.

Cuando uno se mira en el espejo es como mejor aprecia las manchas en su cara. El alma que con verdadero conocimiento de sí se mira en el dulce espejo de Dios, conoce mejor la mancha de su cara por la pureza que ve en Él.»

Santa Catalina de Siena: “El diálogo”; Parte I, Cap. 3

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Comentarios 1

  1. silvio orlando medina dice:

    Excelente. Muchas gracias.

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