«Herodes el Grande» – Giovanni Papini (1881-1956)

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«Entonces Herodes, viendo que los magos lo habían burlado, se enfureció sobremanera, y mandó matar a todos los niños de Betlehem y de toda su comarca, de la edad de dos años para abajo» (Mt. 2, 16).

Herodes era un monstruo, uno de los monstruos más pérfidos que haya engendrado el calor abrasador de los desiertos de Oriente, que, en verdad, había engendrado más de uno horrible de ver.

No era hebreo, no era griego, no era romano. Era un idumeo: un bárbaro que se arrastraba a los pies de Roma y remedaba simiescamente a los Griegos para mejor asegurar su dominio sobre los Hebreos. Hijo de un traidor, había usurpado el reino a sus patrones, a los últimos desgraciados Asmoneos. Para legitimar su traición caso con una sobrina de ellos, Mariamne, a quien, luego, mató por infundadas sospechas. Antes había hecho ahogar, a traición, a su cuñado Aristóbulo; había condenado a muerte a su otro cuñado José y a Hircán Segundo, último reinante de la dinastía vencida. No contento con la muerte de Mariamne, hizo que mataran también a la madre, Alejandra, y hasta a los hijos de Babá, por el único crimen de ser parientes lejanos de los Asmoneos. Mientras tanto, se divertía en hacer quemar vivo a Judas Sarifeo y Matías de Marmaloth junto con otros jefes fariseos… Más tarde temió que los hijos que había tenido de Mariamne pretendieran vengar la muerte de la propia madre y los hizo estrangular. Próximo ya a la muerte, ordenó fuera también asesinado su tercer hijo, Arquelao. Lujurioso, desconfiado, despiadado, ávido de oro y de gloria, nunca tuvo paz ni casa, ni en Judea, ni dentro de sí. Para que olvidaran sus asesinatos, donó al pueblo romano trescientos talentos para que fueran gastados en fiestas; se humilló ante Augusto a fin de que lo ayudara en sus infamias y le dejó, al morir, diez millones de dracmas y además, una nave de oro y otra de plata para Livia.

Este soldadote disfrazado, este árabe, civilizado a medias, pretendió conciliar y conciliarse a Helenos y Hebreos: logró comprar a la posteridad degenerada de Sócrates que, en Atenas, llegó al extremo de erigirle una estatua; en cambio los Hebreos lo odiaron hasta la muerte. Fue inútil que reedificara a Samaría y restaurara el Templo de Jerusalén: para ellos era siempre el pagano y el usurpador.

Pusilánime, como los malhechores cuando envejecen, y como los príncipes noveles, se sobresaltaba al más leve susurrar de las hojas y por todo cambio de sombras. Supersticioso como todos los orientales, crédulo en presagios y en vaticinios pudo fácilmente dar fe a los Tres que llegaban del fondo de la Caldea, guiados por una estrella, al país que él había robado con el fraude. Todo pretendiente, por quimérico que fuera, podía hacerlo temblar. Y cuando por los Magos supo que había nacido un Rey en Judea, su corazón de bárbaro se estremeció. Viendo que los astrólogos no regresaban para indicarle el lugar donde había nacido el nuevo nieto de David, ordenó que se matara a todos los niños de Belén. Flavio José calla esta última hazaña del Rey; pero el que hizo matar a sus propios hijos ¿no era, acaso, capaz de mandar suprimir a los ajenos?

Nadie sapo nunca cuántos fueron los niños sacrificados al miedo de Herodes. No era por cierto la primera vez que en Judea se pasaba a cuchillo hasta a los lactantes pegados a la teta de las madres; el propio pueblo hebreo había castigado, en los tiempos antiguos las ciudades enemigas con la muerte cruel de los viejos, de las esposas, de los jóvenes y de los niños: no respetaban sino a las vírgenes para hacer de ellas esclavas y concubinas. Ahora el idumeo aplicaba la ley del talión al pueblo que la había aceptado.

Si no sabemos cuántos fueron los Inocentes, sabemos en cambio –si Macrobio merece ser creído– que entre ellos hubo un hijo pequeñuelo de Herodes que se hallaba en Belén, en crianza al cuidado de un ama. Pero ¿quién puede decir si este viejo monarca uxoricida y parricida cayó en la cuenta de que era eso una venganza? ¿Quién sabe si ni siquiera sufrió, cuando se le dio la noticia del fatal error? Poco después él mismo tuvo que despedirse de la vida, presa de enfermedades asquerosas. Su cuerpo, vivo aún, se iba pudriendo; los gusanos le roían las partes pudendas; tenía los pies inflamados, la respiración afanosa, el aliento insoportable. Sintiendo repugnancia de sí mismo, tentó matarse con un cuchillo estando sentado a la mesa y por fin, murió, después de haber ordenado a Salomé la muerte de muchos jóvenes encerrados en las prisiones.

La matanza de los Inocentes fue la última hazaña del hediondo y sanguinario viejo. Esta inmolación de Inocentes junto a la cuna de un Inocente; este holocausto de sangre por un recién nacido, que ofrecerá más tarde su sangre por el perdón del culpable; este sacrificio humano por el que, a su vez, será sacrificado, encierra en sí un sentido profético. Millares y millares de inocentes deberán morir después de su muerte, por el único delito de haber creído en su Resurrección: nace para morir por los otros y de ahí que decenas de nacidos mueren por él, casi en expiación de su nacimiento.

Ocúltase un tremendo misterio en esta ofrenda sangrienta de puros, en esta diezma de coetáneos. Pertenecían a la generación que debía traicionarlo y crucificarlo. Mas los que fueron degollados por la soldadesca de Herodes no vieron ese día, no llegaron a ver matar a su Señor. Lo salvaron con su propia muerte y se salvaron para siempre. Eran Inocentes e Inocentes quedaron para toda la eternidad. Un día sus padres y hermanos sobrevivientes los vengarán, pero serán perdonados «porque no saben lo que hacen».

Al oscurecer, apenas las casas de Belén empiezan a sumirse en las tinieblas y se encienden los primeros candiles, la Madre de Jesús parte a escondidas, como una perseguida, como una ladrona, como una proscripta. Roba una vida al Rey; salva al pueblo de su esperanza; abraza dulcemente a su varoncito, su tesoro, su pena.

Se dirige hacia Occidente; atraviesa la vieja tierra de Canaán, y llega, en pequeñas etapas –los días son cortos– a la vista del Nilo, en aquella tierra de Misraim que tantas lágrimas costara a sus padres catorce siglos antes.

Es el Egipto, tierra fecunda de todas las infamias y magnificencias de las primeras épocas. India africana, donde las oleadas de la historia venían a romperse en la muerte. Hacía pocos años que Pompeyo y Antonio habían terminado en sus playas el sueño del imperio y de la vida, y ese país prodigioso, nacido del agua, tostado por el sol, regado por tantas sangres de pueblos diversos, poblado por tantos dioses en forma de bestias, ese país absurdo y sobrenatural era, por razón de contraste, el asilo predestinado para el Prófugo.

La riqueza de Egipto consistía en el fango, en el limo craso que las riadas del Nilo volcaban anualmente, junto con los reptiles, sobre el desierto. La obsesión del egipcio era la muerte. El gordo pueblo de Egipto no quería la muerte, negaba la muerte; pensaba en vencer a la muerte con las simulaciones de la materia, con los embalsamamientos, con los retratos de piedra conformes a los cuerpos de carne, que esculpían sus estatuarios. EI rico, el obeso egipcio, el hijo del lodo, el adorador del buey y del cinocéfalo, no quería morir. Edificaba para la segunda vida necrópolis inmensas, repletas de momias fajadas y perfumadas, de imágenes de madera y de mármol, y encima de sus cadáveres levantaba pirámides a fin de que la consistencia de la piedra los librara de la consunción.

Cuando Jesús pueda hablar, dictará sentencia contra el Egipto; el Egipto que no es solamente el que existe en las riberas del Nilo, el Egipto que no ha desaparecido aún de la faz de la tierra junto con sus reyes, con sus buitres, con sus serpientes. Cristo dará la respuesta resolutiva y eterna al terror de los egipcios. Condenará la riqueza que surge del lodo y se convierte en lodo; todos los fetiches de los ventrudos ribereños del Nilo y la muerte sin necesidad de sarcófagos esculpidos, de alcázares mortuorios, de estatuas de granito y de basalto. Vencerá a la muerte enseñando que el pecado es más voraz que los gusanos y que la pureza del espíritu es el único aroma que preserva de la corrupción.

Los adoradores del Fango y del Animal, los esclavos de la Riqueza y de la Bestia, no podrán salvarse. Sus sepulcros, aunque altos como montañas, adornados como gineceos de reinas, no guardarán más que Ceniza: cieno que se hace como las carroñas de los animales.

No se triunfa de la muerte copiando la vida con el mármol o con la madera; la piedra se desmenuza y se convierte en polvo, la madera se enmohece y se convierte en polvo y ambas no son más que fango, eterno fango.

* En «Historia de Cristo», Ed. Mundo Moderno, Buenos Aires, 1951, pp. 104-109.

 

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