La resurrección del joven de Naím – Hna. María del Espíritu Santo

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Presentamos aquí este pequeño trabajo escrito de la Hna. María del Espíritu Santo, de las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará (SSVM), que puede ser muy útil como reflexión y meditación para este tiempo litúrgico de Cuaresma.

En el Evangelio de san Lucas (7, 11-17) se nos relata la resurrección del hijo de la viuda de Naím. Se trata de un milagro distinto de los demás, porque generalmente Jesús obra los milagros a pedido de alguien. En cambio, aquí es Él quien toma la iniciativa, nadie le pide nada.

Jesús está comenzando su ministerio público, ha elegido a sus apóstoles, hizo sus primeros milagros: expulsión de demonios, curaciones, y desde el monte ha proclamado su “programa”: las bienaventuranzas. Al bajar del monte, luego de su “sermón programático”, va a Cafarnaúm donde cura –a distancia– al siervo del centurión, y desde Cafarnaúm se dirige a una pequeña ciudad llamada Naím. San Lucas describe la escena con muchos detalles. Jesús va con una gran multitud de gente que lo seguía, y –aunque el evangelista no lo dice– podemos pensar muy bien que entre ellos iba su Madre, como suelen hacer tantas veces las madres de los sacerdotes que son hijos únicos. Al acercarse a la puerta de la ciudad, se encuentran con una procesión fúnebre que sale cargando con un joven difunto, “hijo único de su madre viuda”, la cual va llorando.

San Gregorio Niceno, comentando este pasaje, dice: «Estas pocas palabras expresan la intensidad de su dolor. Era madre viuda y ya no esperaba tener más hijos ni tenía otro a quien mirar en lugar del difunto. Solamente había criado a éste, y él solo constituía la alegría de la casa. Él solo era toda la dulzura y todo el tesoro de la madre» (De homini opificio).

Jesús, desde el mismo momento de la Encarnación, tuvo siempre delante de los ojos su Pasión, con todos sus detalles y pormenores. Y por eso no es nada descabellado pensar que al ver a esta madre viuda llorando a su hijo muerto, vio en ella a su Madre, también viuda, llorando al pie de su Cruz.

El Evangelio dice que Jesús, al verla “fue movido de misericordia hacia ella”. El verbo griego que utiliza aquí San Lucas (ἐσπλαγχνίσθη [esplanxnísthē]; aoristo indicativo pasivo de σπλαγχνίζομαι) es el mismo que usa en la parábola del hijo pródigo (“el padre, al verlo se le enternecieron las entrañas”), y en la del buen samaritano (“lo vio y se compadeció de él”)[1]. Es un verbo que tiene como raíz la palabra “entrañas”, “vísceras”, es decir, implica un movimiento de lo más íntimo que hay en el hombre ante el dolor o la miseria ajena, y que –por el contexto de estos tres pasajes– mueve a obrar para remediar ese mal. No es una compasión meramente sensible. Dice un comentador: «la compasión de Jesús no es como la de la gente hoy día, que digiere los dramas más crueles con total naturalidad (si no les toca a ellos) e inmediatamente vuelven la cara a otro lado y siguen su vida como si no pasara nada, porque su sensibilidad ya está embotada».

Jesús se acerca a la madre y le dice: “No llores…”, palabras que ponen al descubierto la auténtica humanidad de Cristo, hasta qué punto asumió nuestra condición. Dice lo que nosotros decimos en esas circunstancias –y lo decimos con sinceridad y espontáneamente–, cuando el dolor del otro nos hace sufrir hasta lo más hondo, de un modo que nos resulta difícil de soportar, y por eso decimos y casi pedimos: “No llores”.

Jesús conocía ese dolor, porque lo tenía siempre clavado en su mente divina. Veía sus próximos dolores cuasi- infinitos, y veía, por tanto, el mar de dolor de su Madre. Cuántas veces hemos visto el mar, esa masa de agua que no parece tener límites, casi infinita… Pensemos en todo ese mar infinito convertido en una masa de dolor –el más agudo y lacerante– metido en el corazón de la Madre… Jesús vio en esa madre que caminaba hacia la sepultura, a su propia Madre. Y tal vez se acordó de ese pasaje de las Lamentaciones: “¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor!” (Lam I, 12).

Y se acercó, y tocando el féretro, detuvo la procesión y ordenó al joven: “–Levántate! …Y se lo devolvió a su madre”.

Jesucristo resucita a este hijo para consolar a esa madre de Naím. Y con este milagro, al mismo tiempo, consoló por adelantado a su propia Madre, la de Nazareth, que también tenía siempre ante sus ojos –clavadas en su mente y en su corazón– las profecías del Siervo sufriente, porque sus dolores por nosotros comenzaron –junto con los de Jesús– el día de la Encarnación.

Que también nosotros podamos consolar a nuestra Madre, especialmente en este tiempo de Cuaresma.

 

Hna. María del Espíritu Santo, SSVM

Monasterio “Santos Patronos de Europa” (España)

 

[1] Lc 15, 20: ἶδεν αὐτον ὁ πατηρ αὐτοῦ καὶ ἐσπλαγχνίσθη – “Su padre lo vio y tuvo compasión” (respecto al hijo pródigo); Lc 10, 33: Σαμαρίτης δέ τις ὁδεύων ἦλθεν κατ᾽ αὐτον καὶ ἰδων ἐσπλαγχνίσθη – “Cierto samaritano vino por el camino, y lo vio y tuvo compasión” (el Buen Samaritano).

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Comentarios 2

  1. Diana Peregrina Carrizo dice:

    Grandioso trabajo de la Hna. María del Espíritu Santo , hermoso muchas gracias Dios los bendiga.

  2. María Matilde González dice:

    Que bella manera de ver el relato del Joven de Naim y ver qué acercarnos al dolor de la Madre nos puede merecer el consuelo de Jesús. Ofrecer a María nuestro corazón nos puede merecer que ella lo ofrezca a su Divino hijo
    Estar cerca de nuestra Madre nos acerca al corazón de Jesús.
    Bendita tu entre las mujeres y Bendito el fruto de tu vientre Jesús.

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