Tercer método para oír la Santa Misa – San Leonardo de Porto Maurizio

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El tercer método para asistir con fruto al santo sacrificio de la Misa tiene la preferencia sobre los anteriores. No exige lectura de un gran número de oraciones vocales como el primero, ni requiere un espíritu contemplativo como se necesita para seguir el segundo. Sin embargo, si bien se considera, es el más conforme al espíritu de la Iglesia, cuyos deseos son que los fieles estén unidos a los sentimientos del sacerdote. Éste debe ofrecer el Sacrificio por los cuatro fines indicados en la instrucción precedente, por cuanto éste es el medio más eficaz de cumplir con las cuatro obligaciones que tenemos contraídas con Dios. Por consiguiente, y puesto que cuando asistes a la Misa desempeñas en cierta manera las funciones de sacerdote, debes dedicarte del mejor modo posible a la consideración de los cuatro fines indicados, lo cual te será muy fácil por medio de los cuatro ofrecimientos que voy a presentarte.

He aquí el método reducido a la práctica. Toma este pequeño libro hasta aprender de memoria estos ofrecimientos, o a lo menos hasta penetrarte bien de su sentido, pues no se necesita sujetarse a las palabras. Luego que comience la Misa y cuando el sacerdote, humillándose en las gradas del altar, rece el Confiteor, haz un breve examen de tus pecados, excítate a un acto de verdadera contrición, pidiendo humildemente al Señor que te perdone, e implora los auxilios del Espíritu Santo y la protección de la Virgen Santísima para oír la Misa con todo el respeto y devoción posible. En seguida, y para cumplir sucesivamente con las cuatro importantísimas obligaciones de que te he hablado, divide la Misa en cuatro partes, lo que podrás hacer del modo siguiente

En la primera parte, desde el principio hasta el Evangelio, satisfarás la primera deuda, que consiste en adorar y alabar la majestad de Dios, que es infinitamente digna de honores y alabanzas. Para esto humíllate profundamente con Jesucristo, abísmate en la consideración de tu nada, confiesa sinceramente que nada eres delante de aquella inmensa Majestad, y humillado con alma y cuerpo (pues en la Misa debe guardarse la postura más respetuosa y modesta), dile: “¡Oh Dios mío! yo os adoro y reconozco por mi Señor y dueño de mi alma y vida: yo protesto que todo lo que soy y cuanto tengo lo debo a vuestra infinita bondad. Bien sé que vuestra soberana Majestad merece un honor y homenajes infinitos; pero yo soy un pobrecillo impotente para pagar esta inmensa deuda, por tanto os presento las humillaciones y homenajes que el mismo Jesús os ofrece sobre este altar. “Yo quiero hacer lo mismo que hace Jesús: yo me abato con Jesús, y con Jesús me humillo delante de vuestra suprema Majestad. Yo os adoro con las mismas humillaciones de mi Salvador. Yo me regocijo y me felicito de que mi Divino Jesús os tribute por mí honores y homenajes infinitos”.

Aquí cierra el libro, y continúa excitándote interiormente a iguales actos. Regocíjate de que Dios sea honrado infinitamente, y en algún intermedio repite una y muchas veces estas palabras: “Sí, Dios mío, inefable es mi gozo por el honor infinito que vuestra Divina Majestad recibe de este augusto Sacrificio. Me complazco y alegro cuanto sé y cuanto puedo”. No te empeñes con afán en repetir a la letra estas mismas palabras: emplea libremente las que tu piedad te sugiera. Sobre todo procura conservarte en un profundo recogimiento y muy unido a Dios. ¡Ah! ¡qué bien satisfarás a Dios de esta manera tu primera deuda!

Satisfarás la segunda desde el Evangelio hasta la elevación de la Sagrada Hostia, y dirigiendo una mirada a tus pecados, y considerando la inmensa deuda que has contraído con la divina Justicia, dile con un corazón profundamente humillado:
“He ahí, Dios mío, a este traidor que tantas veces se ha rebelado contra Vos. ¡Ah! Penetrado de dolor, yo abomino y detesto con todo mi corazón todos los gravísimos pecados que he cometido. Yo os presento en su expiación la satisfacción infinita que Jesucristo os da sobre el altar. Os ofrezco todos los méritos de Jesús, la sangre de Jesús y al mismo Jesús, Dios `y hombre verdadero, quien en calidad de víctima, se digna todavía renovar su sacrificio en mi favor. Y puesto que mi Jesús se constituye sobre ese altar mi abogado y mediador, y que por su preciosísima Sangre os pide gracia para mí, yo uno mi voz a la de esta Sangre adorable, e imploro el perdón dé todos mis pecados. La sangre de Jesús está gritando misericordia, y misericordia os pide mi corazón arrepentido. ¡Oh Dios de mi corazón! Si no os enternecen mis lágrimas, dejaos ablandar por los tiernos gemidos de mi Jesús. Él alcanzó en la cruz gracia para todo el humano linaje, ¿y no la obtendrá para mí desde ese altar? Sí, sí; yo espero que por los méritos de su Sangre preciosa me perdonaréis todas mis iniquidades, y me concederéis vuestra gracia para llorarlas hasta el último suspiro de mi vida”. Enseguida, y habiendo cerrado el libro, repite estos actos con una viva y profunda contrición. Da rienda suelta a los afectos de tu alma, y sin articular palabra, dirás a Jesús de lo íntimo de tu corazón: “¡Mi muy amado Jesús! Dadme las lágrimas de San Pedro, la contrición de la Magdalena y el dolor de todos los Santos, que de pecadores se convirtieron en fervorosos penitentes, a fin de que, por los méritos del Santo Sacrificio, alcance el completo perdón de todos mis pecados”. Reitera estos mismos actos en un perfecto recogimiento, y vive seguro de que así satisfarás completamente todas las deudas que por tus pecados hubieres contraído con Dios.

En la tercera parte, es decir, desde la elevación del cáliz hasta la Comunión, considera los innumerables beneficios de que has sido colmado. En cambio, ofrece al Señor una víctima de precio infinito, a saber: el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Convida también a los Ángeles y Santos a dar gracias a Dios por ti, diciendo estas o parecidas palabras:
“Vedme aquí, Dios de mi corazón, cargado con el enorme peso de una inmensa deuda de gratitud y reconocimiento a todos los beneficios generales y particulares de que me habéis colmado, y de los que estáis dispuesto a concederme en el tiempo y en la eternidad. Confieso que vuestras misericordias para conmigo han sido y son infinitas; sin embargo, estoy pronto a pagaros hasta el último óbolo. En satisfacción de todo lo que os debo, os presento por las manos del sacerdote la Sangre divina, el cuerpo adorable y la víctima inocente que está colocada sobre este altar. Esta ofrenda basta (seguro estoy de ello) para recompensar todos los dones que me habéis concedido; siendo como es de un precio infinito, vale ella sola por todos los que he recibido y puedo recibir de Vos.

“Ángeles del Señor, y vosotros, dichosos moradores del cielo, ayudadme a dar gracias a mi Dios, y ofrecedle en agradecimiento por tantos beneficios, no solamente esta Misa a que tengo la dicha de asistir, sino también todas las que en este momento se celebran en todo el mundo, a fin de que por este medio satisfaga yo a su ardiente caridad por todas las mercedes que me ha hecho, así como por las que está dispuesto a concederme ahora y por los siglos de los siglos. Amén”. ¡Con qué dulce complacencia recibirá este Dios de bondad el testimonio de un agradecimiento tan afectuoso! ¡Cuán satisfecho quedará de esta ofrenda que, siendo de un precio infinito, vale más que todo el mundo! A fin, pues, de excitar más y más en tu corazón estos piadosos sentimientos, convida a toda la corte celestial a dar gracias a Dios en tu nombre. Invoca a todos los Santos a quienes tienes particular devoción, y con toda la efusión de tu alma dirígeles la siguiente plegaria: “¡Oh gloriosos bienaventurados e intercesores míos cerca del trono de Dios! Dad gracias por mí a su infinita bondad, para que no tenga la desventura de vivir y morir siendo ingrato. Suplicadle se digne aceptar mi buena voluntad, y tener en consideración las acciones de gracias, llenas de amor, que mi adorable Jesús le tributa por mí en ese augusto Sacrificio”. No te contentes con manifestar una sola vez estos sentimientos: repítelos a intervalos, en la firme seguridad de que por este medio satisfarán plenamente tan inmensa deuda. A este fin harás muy bien en rezar todos los días algún Acto de ofrecimiento, para ofrecer a Dios en acción de gracias, no solamente todas tus acciones, sino también las Misas que se celebran en todo el mundo.

En la cuarta parte, desde la Comunión hasta el fin, mientras que el sacerdote comulga sacramentalmente, harás la Comunión espiritual de la manera que te explicaré al terminar este capítulo. Dirige en seguida tus miradas a Dios Nuestro Señor que está dentro de ti, y anímate a pedir muchas gracias. Desde el momento en que Jesús se une a ti, Él es quien ruega y suplica por— ti. Ensancha, pues, el corazón, y no te limites a pedir solamente algunos favores: pide muchas, muchísimas gracias, porque el ofrecimiento de su Divino Hijo, que acabas de hacerle, es de un precio infinito. Por consiguiente, dile con la más profunda humildad: “¡Oh Dios de mi alma! Me reconozco indigno de vuestros favores: lo confieso sinceramente, así como también que no merezco el que me escuchéis, atendida la multitud y enormidad de mis faltas. Pero, ¿podréis rechazar la súplica que vuestro adorable Hijo os dirige por mí sobre ese altar, en que os ofrece por mí su Sangre y su vida? ¡Oh Dios de infinito amor! Aceptad los ruegos del que aboga en favor mío cerca de vuestra Divina Majestad!; y en atención a sus méritos concededme todas las gracias que sabéis necesito para llevar a feliz término el negocio importantísimo de mi eterna salvación. Ahora más que nunca me atrevo a implorar de vuestra infinita misericordia el perdón de todos mis pecados y la gracia de la perseverancia final. Además, y apoyándome siempre en las súplicas que os dirige mi amado Jesús, os pido por mí mismo, ¡oh Dios de bondad infinita! todas las virtudes en grado heroico, y los auxilios más eficaces para llegar a ser verdaderamente santo. Os pido también la conversión de los infieles, de los pecadores, y en particular de aquéllos a quienes estoy unido por los lazos de la sangre, o de relación espiritual. Imploro además la libertad, no de una sola alma, sino la de todas las que en este momento están detenidas en la cárcel del purgatorio. Dignaos, Señor, concedérsela a todas, y haced quede vacío ese lugar de dolorosa expiación. En fin, ojalá que la eficacia de este Divino Sacrificio convirtiera este mundo miserable en un paraíso de delicias para vuestro Corazón, donde fueseis amado, honrado y glorificado por todos los hombres en el tiempo, para que todos fuésemos admitidos a bendeciros y alabaros en la eternidad. Así sea”.

Pide sin temor, pide para ti, para tus amigos, parientes y demás personas queridas. Implora la asistencia de Dios en todas tus necesidades espirituales y temporales. Ruega también por las de la Santa Iglesia, y pide al Señor que se digne librarla de los males que la afligen y concederle la plenitud de todos los bienes. Sobre todo no ores con tibieza, sino con la mayor confianza; y está seguro de que tus súplicas, unidas a las de Jesús, serán escuchadas.

Concluida la Misa practica el siguiente acto de acción de gracias, diciendo: “Os damos gracias por todos vuestros beneficios, oh Dios todopoderoso, que vivís y reináis por los siglos de los siglos. Así sea”.

Saldrás de la iglesia con el corazón tan enternecido como si bajases del Calvario. Dime ahora: si hubieras asistido de esta manera a todas las Misas que has oído hasta hoy, ¡con qué tesoros de gracias habrías enriquecido tu alma! ¡Ah! ¡Cuánto has perdido asistiendo a este augusto Sacrificio con tan poca religiosidad, dirigiendo tus miradas acá y allá, ocupado en ver quiénes entraban y salían, murmurando algunas veces, quedándote dormido, o cuando más, balbuceando algunas oraciones sin atención ni recogimiento! Si quieres, pues, oír con fruto la Santa Misa, toma desde este momento la firme resolución de servirte de este método, que es muy agradable, y que está todo él reducido a satisfacer las cuatro enormes deudas que tenemos contraídas con Dios. Persuádete firmemente de que en poco tiempo adquirirás inmensos tesoros de gracias y méritos, y de que jamás te asaltará la tentación de decir: Una Misa más o menos ¿qué importa?

El tesoro escondido de La Santa Misa – San Leonardo de Porto Maurizio

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Comentarios 2

  1. Jorge dice:

    Una Misa más o menos, es más o menos la salvación del alma . Muy linda reflexión

  2. Bertha Loera Martínez dice:

    Una bellísima y rica reflexión que puede costarme la salvación eterna si no la aprovecho, después de conocerla.
    Una pregunta, dónde puedo encontrar el documento para imprimir?
    Gracias por tan enriquecedor texto.

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