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La vida interior, fundamento de la santidad del apóstol – Juan Bautista Chautard

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La santidad no es otra cosa que la vida interior en perfecta sintonía con la voluntad divina, pero salvo un milagro, el alma no llega a esta altura sino después de haber recorrido, tras numerosos y penosos esfuerzos, todas las etapas de la vida purgativa e iluminativa.

En este camino de la santificación, la acción de Dios y del alma siguen un proceso inverso: a medida que Dios se enseñorea del alma, disminuyen las acciones del ella. Porque Dios ha sometido a El todas las cosas, a fin de que Dios sea todo en todo (1 Cor 15,28). De tal modo que el alma que ha llegado a la perfección, vive ya la vida de Jesús y puede decir con San Pablo: Vivo yo, mas no soy yo quien vive, es Cristo quien en mí (Gál 2,20). El espíritu de Jesús es el único que piensa, decide y obra en esa alma.

Dios quiere las obras de apostolado sean un medio de santificación. El apostolado, para el alma que ha llegado a la santidad, le ofrece muchas ocasiones para perfeccionarse y adquirir méritos. Sin embargo, para los que comienzan y para los que no tienen todavía arraigada la vida interior, el apostolado puede ser un peligro si no toman las precauciones requeridas, como son la pureza de intención, la vida de oración y la guarda de corazón.

Veamos ahora cómo la vida interior ayuda al apóstol a alcanzar la santidad.

La vida interior previene contra los peligros de la acción

Mientras que el obrero evangélico sin vida interior ignora los peligros que las obras llevan consigo, como un viajero incauto que atraviesa un bosque infestado de bandidos, el verdadero apóstol los teme, y todos los días se previene contra ellos mediante un esmerado examen de conciencia para descubrir su punto flaco.

Aunque la vida interior no tuviese otra ventaja que la de percatarse de los peligros, ya sería bastante, porque un peligro previsto es un peligro medio evitado. Pero además la vida interior nos proporciona otra ventaja. Ella viene a ser la armadura de Dios, no sólo para poder resistir las tentaciones y evitar los lazos del demonio, sino para santificar todos sus actos.

Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del diablo… a fin de poder resistir a los días malos, y después de haber vencido todo, manteneros firmes. Estad, pues, firmes ceñidos los lomos con la verdad, revestidos de la coraza de la justicia y con las sandalias en los pies, dispuestos a salir a la predicación del Evangelio de la paz y, sobre todo, tomad el escudo de la fe, con el que podréis extinguir con él todos los encendidos dardos del enemigo. Tomad también el casco de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (Ef 6,11-17).

La vida interior le ciñe con la pureza de intención, para orientar hacia Dios todos sus pensamientos, deseos y afectos y no perderse con las comodidades, placeres y distracciones. Ceñida la cintura con la verdad.

Le reviste con la coraza de la caridad, que le defiende de las seducciones de las criaturas, del espíritu mundano y de los asaltos del demonio.

Le calza con la discreción y la modestia, para que sea sencillo como la paloma y prudente como la serpiente. Con las sandalias en los pies, dispuestos a salir a predicar el Evangelio.

Si Satanás y el mundo intentan engañarle con sofismas y falsas doctrinas, o abatir su fortaleza con la seducción del hedonismo, la vida interior le defiende con el escudo de la fe, que hace brillar ante sus ojos el esplendor del ideal divino.

El conocimiento de la propia nada, el cuidado por la propia salvación, la necesidad de la gracia y, por tanto, de la oración suplicante, insistente y confiada, son para el alma un casco o yelmo de bronce, contra el cual se estrellan los golpes de la soberbia.

El celo apostólico, inflamado por la meditación del Evangelio y robustecido con el Pan eucarístico, es la espada que utiliza para luchar contra los enemigos del alma y conquistar almas para Cristo: La espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios. Así, armado de pies a cabeza, el apóstol puede lanzarse sin temor a la acción.

La vida interior repara las fuerzas del apóstol

¡Qué difícil resulta, en medio de la actividad y dentro del mundo, conservar el espíritu interior y la pureza de intención! Esto sólo lo logra el hombre santo. Solamente él sobrenaturaliza de tal forma su trabajo, inflamándolo de caridad, que lejos de disminuir sus fuerzas, acrecienta la gracia santificante en su alma.

En las demás personas, incluso fervorosas, que no han llegado a la santidad, la vida interior acaba resintiéndose por la actividad exterior. El corazón está tan absorbido por la acción, que fácilmente se pierde la pureza de intención y el amor de Dios. Pero el Señor no disminuye por eso su gracia si ve que la persona hace serios esfuerzos por guardar su corazón para Él a lo largo del día, y si al acabar el trabajo, corre hacia Él para reponer las fuerzas perdidas. Este esfuerzo continuo por volver a empezar, tras desgastarse en la vida activa, es lo que más le agrada a Dios.

Estas imperfecciones se van haciendo cada vez menos frecuentes en los que luchan y responden a la invitación de Jesús que nos dice: Venid a un lugar retirado, solitario y tranquilo, para descansar un poco (Marc 6,31). Es decir, retírate un instante del tráfago de las gentes que no pueden ofrecerte el alimento que tus fuerzas agotadas necesitan. Pues nosotros somos como ciervos que corren jadeantes y sedientos, y Él es la fuente de aguas vivas que renueva nuestras fuerzas. Si alguno tiene sed, venga a mí y beba, dice Jesús. El que cree en mí, como de su interior correrán ríos de agua viva (Juan 7:37-39). El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte a la vida eterna (Juan 4: 14).

En la calma y en la paz que gozarás junto a mí, nos dice el Señor, no sólo recobrarás el vigor perdido, sino que aprenderás el secreto de trabajar más con menos fatiga. Elías, agotado y desanimado, en un instante recobró sus energías al comer un pan misterioso. Así, Jesús nos ofrece su Palabra y su Eucaristía para consolarnos de las tristezas y desengaños del viaje, y recuperar nuestra intimidad con Él. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré (Mat 11,28).

La vida interior multiplica las energías y los méritos del alma

Hijo mío afírmate más en la gracia (2 Tim 2,1). La gracia es una participación de la vida de Jesucristo. Él es la fuerza por esencia de todo cristiano.

¡Oh Jesús! —exclama S. Gregorio Nacianceno—, sólo en Ti reside toda mi fuerza. Sin Jesucristo —dice a su vez S. Jerónimo—, yo no soy más que impotencia.

Santo Tomás de Aquino, en el cuarto libro de su «Compendio de Teología», enumera los cinco rasgos que reviste en nosotros la fuerza de Jesús.

El primero es la decisión para emprender cosas difíciles, afrontando los obstáculos con resolución: Tened ánimo y que vuestro corazón se robustezca (Sal 30,25).

El segundo es el menosprecio de las cosas de la tierra: Por Él perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo (Filip 3,8).

El tercero es la paciencia en las tribulaciones: El amor es fuerte como la muerte (Cant 8,6).

El cuarto es la resistencia a las tentaciones: El diablo, como un león rugiente, anda a vuestro alrededor…; resistidles firmes en la fe (1 Pedro 5,8.9).

El quinto es el martirio interior, dando testimonio, no de sangre sino con la vida misma, de que Jesús lo es todo para mí: «Todo tuyo». Este martirio consiste en combatir la concupiscencia de la carne, domar los vicios y trabajar enérgicamente por adquirir las virtudes: He combatido el buen combate (2 Timot 4,7).

Mientras el hombre volcado al exterior se apoya en sus fuerzas naturales, el hombre interior sólo ve en ellas una ayuda útil, pero insuficiente. El convencimiento de la propia debilidad y su fe en la omnipotencia divina, le dan, como a S. Pablo, la medida exacta de su fuerza. Al ver los obstáculos que se levantan a su paso, dice con humilde valentía: Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12,10).

Sin vida interior, dice Pío X, no se podrían soportar de continuo las contrariedades del apostolado, la frialdad y falta de cooperación de los mismos hombres de bien, las calumnias de los adversarios y hasta incluso las envidias de los mismos amigos y compañeros de armas (Encícl. A los Obispos de Italia, 11-6-1905).

La vida de oración, semejante a la savia que corre desde el tronco de la vid hasta los sarmientos, infunde la vida divina sobre el apóstol para robustecer su inteligencia y afirmarle más y más en la fe. Así, iluminando su camino, avanza con resolución merced al conocimiento que tiene de la ruta que debe seguir y la forma de alcanzar su propósito. Al mismo tiempo, la vida divina fortalece su voluntad, para que emprender actos heroicos.

Este permaneced en mí (Juan 15,4), en Aquél que es el León de Judá y el Pan de los fuertes, explica la invencible constancia y firmeza unidas a la dulzura y humildad sin igual que brillaban en S. Francisco de Sales.

El espíritu y la voluntad se robustecen porque se acrecienta el amor. Jesús purifica el alma, la dirige y la hace participe de los sentimientos de compasión y caridad de su adorable Corazón. Cuando este amor se transforma en pasión, alcanza su grado máximo, poniendo a su disposición todas las fuerzas naturales y sobrenaturales del hombre.

Así se comprende entonces que gracias a la vida de oración, no sólo multiplica las energías, sino los méritos del alma, no tanto por que sea capaz de hacer actos heroicos, sino por el grado de caridad con que los hace.

La vida interior proporciona alegría y consuelo

Sólo un amor ardiente e inquebrantable llena de sentido la vida, aun en medio de los mayores dolores y fatigas.

La vida del verdadero apóstol es una serie de trabajos y padecimientos. Por muy alegre que sea su carácter, no le han de faltar 70 momentos muy tristes, cargados de angustia y zozobra. Porque está convencido del gran amor que Jesús le tiene, no solamente puede soportar esta vida, sino experimentar una felicidad sin igual, que le lleva a exclamar como San Pablo: Sobreabundo de gozo en medio de todas nuestras tribulaciones (2 Cor 7,4). En medio de las pruebas más duras, el apóstol goza de una dicha tal que, a pesar de las agonías de la parte inferior, no la cambiaría por todas las alegrías humanas. Por eso acepta las cruces, las humillaciones, sufrimientos, pérdidas de bienes y hasta la muerte de los seres queridos, de muy distinta manera que al principio de su conversión.

Crece en la caridad de día en día. Aunque su amor no brille al exterior y el Maestro la lleve, como a las almas fuertes, por el camino del anonadamiento, de la expiación de sus culpas o de las del mundo, poco importa. Gracias a su vida de oración y al alimento de la Eucaristía, su amor se acrecienta sin cesar, estando dispuesta a sacrificarse generosamente por los demás y a pasar lo que haga falta con tal de llevarlas a Cristo. Ejerce su apostolado con una paciencia, un tacto y una discreción tan grandes, que sólo puede explicarse porque vive ya la vida de Jesús: Es Cristo quien vive en mí.

El sacramento de la Eucaristía es el que le hace experimentar los mayores consuelos: el consuelo de saborear íntimamente la presencia de Jesús en el propio corazón, el consuelo de gozarse de su presencia, de adorarle y de gustar de la dulzura de su amor. No puede haber alma de profunda vida interior que no sea eucarística.

La vida del hombre apostólico es vida de oración. «La vida de oración —dice el Santo Cura de Ars— es la dicha mayor de este mundo». ¡No hay vida más maravillosa! Unión íntima del alma con nuestro Señor! No hay palabras para expresar tanta felicidad… El alma se siente penetrada por el amor… Dios la toma como una madre que sostiene a su hijo pequeño entre sus brazos y le cubre de besos y de caricias.

El alma también se regocija porque Dios sea servido, amado y glorificado por medio de su apostolado. Lo que más le alegra es «conquistar almas para Dios». Contribuye a la salvación de muchos que podrían haberse condenado, y, por tanto, consuela el corazón de Dios, llevándole muchos hijos pródigos.

La vida interior acrecienta la pureza de intención

El hombre de fe juzga las cosas con un criterio muy distinto del que no tiene vida interior. Él mismo se considera un simple instrumento en las manos de Dios, por ello vive abandonado en la Providencia Divina y no se abate ante las dificultades.

Subordina todos sus proyectos y esperanzas a los designios incomprensibles de Dios, quien se sirve en muchas ocasiones más de los fracasos que de los triunfos para el bien de sus elegidos.

Vive en santa indiferencia respecto al éxito o al fracaso de su obra. «Dios mío, —dice él en su interior— tal vez no quieres que termine la obra comenzada. Te basta ver mi esfuerzo y mi generosidad por llevarla a cabo. No sé que te dará mayor gloria: si el éxito de la obra o el acto de humildad que tendré que hacer si fracasa. Lo importante es que se cumpla tu santa Voluntad».

Sufre al ver las tribulaciones por las que pasa la Iglesia, pero no se turba ni inquieta por ello, sino que espera contra toda esperanza. Todo lo ve, aun los más pequeños actos, a la luz de la eternidad. Todo le sirve para vivir la caridad. Todo lo hace con pureza de intención.

Ama a las almas en Jesús, y las engendra por Jesús para Dios, pudiendo decir como San Pablo: Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros (Gal 4,19).

La vida interior es un escudo contra el desaliento

«Cuando Dios quiere que una obra sea totalmente suya, la reduce a la impotencia y a la nada, y después la hace Él» (Bossuet).

No hay cosa que más ofenda a Dios que la soberbia. Cuando buscamos el éxito, podemos fácilmente, por carecer de pureza de intención, llegar a erigirnos en una especie de divinidad, y considerarnos como el principio y el fin de nuestros actos.

Dios siente horror por esta forma de idolatría. Cuando ve que la actividad del apóstol carece de santa indiferencia, muchas veces deja campo libre a las causas segundas, y el edificio no tarda en venirse abajo.

Es el caso del apóstol dinámico y abnegado que tras poner en marcha una obra se envanece de los éxitos logrados, y que al poco tiempo, por distintos motivos, la obra se viene abajo. Repentinamente, de la alegría, pasa al abatimiento y desaliento más absolutos.

En el fondo, es Jesús que quiere hacerle ver que sin Él nada tiene consistencia. «Levántate —le dice—, y en vez de obrar por tu cuenta, emprende de nuevo tu trabajo conmigo, por Mí y en Mí».

Sólo Jesucristo puede resucitar esa obra apostólica Pero el infeliz no puede escuchar su voz. Vive tan volcado al exterior, y con tanto ruido interior, que no puede percibirla.

El apóstol de vida interior, en cambio, cuando experimenta el fracaso no se abate. Porque siempre trabaja unido a Jesucristo, parece oír que desde el fondo de su corazón le dice: No tengas miedo, las mismas palabras que les dijo a los apóstoles cuando estaban a punto de zozobrar en la tempestad. Por eso, no pierde la paz, sino que acude con redoblado fervor a la Eucaristía y a la Viergen María, su Madre, donde se refugia. Su alma no queda aplastada por el fracaso, al contrario, sale rejuvenecida.

¿Dónde encontrar el secreto para no abatirse en medio de la derrota? En la en la inquebrantable confianza que nace de la vida de intimidad con Jesús. Tal es la actitud con que vivía S. Ignacio de Loyola y que le hacía exclamar: «Sí se diese el caso de que la Compañía de Jesús fuese disuelta sin culpa mía, me bastaría un cuarto de hora de oración para recobrar la calma y la paz». «El corazón de las almas interiores —dice el Cura de Ars—, permanece, en medio de las humillaciones y sufrimientos, como una roca en medio del mar»[1].

Ciertamente el apóstol sufre porque se perderán muchas de sus ovejas al inutilizarse sus esfuerzos y destruirse su obra, pero su tristeza, por amarga que sea, nunca disminuirá su ardor para recomenzar la empresa, porque sabe muy bien que toda redención, aunque sea de una sola alma, se realiza por medio del sufrimiento. Además, basta para sostenerlo la certeza de que los contratiempos y las amarguras soportados con generosidad, hacen progresar en la virtud y dan a Dios una gloria mayor.

Dios, a menudo, le pide únicamente que haga la siembra. Más tarde otros recogerán los frutos. Estos acaso pensarán erróneamente que a ellos se les debe, pero Dios perfectamente conoce quienes realizaron la labor más ingrata y aparentemente estéril. Yo os he enviado a segar lo que vosotros no labrasteis; otros lo labraron y vosotros os aprovecháis de su fatiga (Juan 4, 37-38).

El mismo Nuestro Señor Jesucristo, durante su vida pública, no hizo otra cosa que sembrar la buena semilla; fueron los apóstoles, después de Pentecostés, quienes cosecharon los frutos que Él ya había predicho: El que crea en mí, hará también las obras que yo hago, y mayores que éstas (Juan 14, 12). En resumen, los fracasos no desaniman al verdadero apóstol ni le condenan a la inacción, porque siempre está unido a Jesucristo, quien es omnipotente y puede resucitar en un momento cualquier obra que parecía muerta.

 

El alma de todo apostolado – Tercera parte – Juan Bautista Chautard

[1] He aquí la oración que el general Sonis hacía todos los días: ¡Dios mío! Heme aquí delante de Ti, pobre, pequeño y falto de todo. Aquí me tienes, a tus pies, abismado en mi nada. ¡Quisiera tener algo que ofrecerte, pero no soy más que miseria! Tú, Señor, Tú eres mi todo, Tú eres mi riqueza. Dios mío, yo te doy gracias porque has querido que yo fuese nada delante de Ti. Yo amo mi nada y mi humillación. Te agradezco el que hayas alejado de mí al gunas satisfacciones del amor propio, algunos consuelos del corazón. Te agradezco igualmente las decepciones, las ingratitudes y las humillaciones que han venido sobre mí. Reconozco que todo ello me era necesario y que los éxitos me habrían alejado de Ti. ¡Oh Dios mío! Bendito seas cuando me pruebas. Anonadadme más y más. ¡Dios mío! todo lo que haces es justo y bueno, te bendigo en mi pobreza, y no siento otra cosa sino el no haberte amado bastante. No deseo otra cosa, sino que se haga tu voluntad.

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Comentarios 1

  1. Avatar Diana Peregrina Carrizo dice:

    Impresionante, pondré todo el esfuerzo y todo en manos del Señor para lograr vida interior gracias, 🙏

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