En el sermón de la Montaña, Jesús llama a sus apóstoles a ser sal de la tierra, luz del mundo (Mat 5,3).
Somos sal de la tierra en la medida en que somos santos. Si la sal se vuelve insípida, ¿para qué sirve? De una fuente impura ¿puede salir algo puro? (Eccl 34,4). Sólo vale para ser arrojada y pisada. En cambio, el apóstol que vive en unión con Cristo, es verdadera sal de la tierra, eficaz agente que preserva el mundo de la corrupción. Es faro que brilla en la noche, luz del mundo, más por su ejemplo que por su palabra. Testimonia con su vida ante el mundo la felicidad que brota de vivir las Bienaventuranzas.
No hay nada mejor que la virtud del ejemplo para animar a los demás a llevar una vida verdaderamente cristiana. Y no hay nada peor que el mal ejemplo para alejar a las almas de Dios: Por vosotros, el nombre de Dios es blasfemado en las naciones (Rom 2,24). Quien tiene la misión de decir cosas grandes, está más obligado que nadie a vivir lo que predica. No se puede dar lo que no se posee. Debe haber conformidad entre las palabras y las obras para poder ser escuchado. Las horas que un sacerdote pasa a los pies del Sagrario es lo que más convence a sus feligreses sobre la importancia de la oración. La mejor forma de predicar sobre la importancia del trabajo y la mortificación es llevar uno mismo una vida trabajosa y mortificada. Apacentad el rebaño que Dios os ha encomendado… siendo modelos del rebaño (1 Pedro 5,3).[1]
El profesor que no tiene vida interior creerá haber cumplido su deber limitándose a explicar el programa de su asignatura. Pero si es un hombre espiritual, una frase escapada de sus labios, una emoción reflejada en su rostro, la forma de hacer la señal de la cruz o de rezar una oración al comienzo de la clase, aunque se trate de una clase de matemáticas, puede influir más en sus alumnos que el más elocuente discurso.
Una Hermana de la Caridad evangeliza con su sola su presencia, con tal que sea muy espiritual.
La propagación del Cristianismo se realizó no por medio de largas discusiones, sino por el ejemplo de las costumbres cristianas, tan opuestas al egoísmo, a la inmoralidad y corrupción del mundo pagano.
En su famosa novela “Fabiola”, el Cardenal Wiseman pone de relieve el gran influjo que ejercían los primeros cristianos con su ejemplo en el alma de los paganos, incluso en los más indispuestos hacia la nueva religión. En dicha obra asistimos al avance progresivo e irresistible de un alma hacia la luz. La hija de Fabio se queda profundamente impresionada por los nobles sentimientos y las virtudes heroicas que observa en algunas personas, tanto ricas como pobres. Pero es mucho más grande el asombro que se apodera de ella cuando descubre que todas aquellas personas caritativas y virtuosas, pertenecen a la secta que siempre ha tenido por execrable. En aquel momento se hace cristiana.
¡Ah! Si todos los católicos viviesen como los primeros cristianos, con cuánta eficacia convertirían a los paganos modernos.
Con solo ver celebrar la santa Misa al P. Passerat el joven Desurmont se decidió a entrar en la Congregación del Santísimo Redentor.
El pueblo tiene a veces intuiciones infalibles. Predica un hombre de Dios; acude en masa a oírle. Pero si la conducta del apóstol no se ajusta a lo que se espera de él, no convierte los corazones, por muchas cualidades oratorias que tenga.
Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen al Padre (Mat 5,10), nos dice nuestro Señor. San Pablo insiste a Tito y Timoteo: Mostraos en todo como un modelo de buenas obras (Tit, 2,7). Sed el ejemplo de los fieles en la palabra, en la conducta, en la caridad, en la fe, en la castidad (1 Tim 4,12). Practicad lo que me habéis visto obrar (Philipp 4,9). Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Cor 11,1). La verdad de su palabra, predicada con su ejemplo, puede decir como Jesucristo: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Juan 8,46).
De esta manera, siguiendo las huellas de Aquél de quien está escrito: Jesús comenzó a obrar y a enseñar (Hechos 1,1), el apóstol se transformará en un obrero que no tiene de qué avergonzarse (2 Tim 2,15).
«Por encima de todo —decía León XIII—, no os olvidéis que la condición indispensable para ejercer un fecundo apostolado es la pureza y la santidad de la vida» (Encícl. León XIII, 8-9-1899).
Un hombre santo, decía Santa Teresa, hace más bien a las almas que muchos otros más instruidos y mejor dotados.
Difícilmente se puede hacer bien a los demás si no se lleva una conducta cristiana y santa. «Todos cuantos son llamados a las obras católicas, han de ser hombres de vida ejemplar y sin tacha, para que sirvan de ejemplo a los demás» (Pío X, Encícl. a los obispos de Italia, 11 6-1905).
El alma de todo apostolado – Cuarta parte – Juan Bautista Chautard
[1] En contacto continuo con la santidad de Dios, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico. Esto explica que de un modo especial deba vivir el espíritu de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. En esta perspectiva se comprende también la especial conveniencia del celibato. De aquí surge la particular necesidad de la oración en su vida: la oración brota de la santidad de Dios y al mismo tiempo es la respuesta a esta santidad. He escrito en una ocasión: “La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración”. Sí, el sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico. Si el Concilio Vaticano II habla de la vocación universal a la santidad, en el caso del sacerdote es preciso hablar de una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Solamente un sacerdote santo puede ser, en un mundo cada vez mas secularizado, testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente así el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad. Los hombres, sobre todo los jóvenes, esperan un guía así. ¡El sacerdote puede ser guía y maestro en la medida en que es un testigo auténtico! (Juan Pablo II, Don y Misterio).