E ste radical cambio[1] operado en la escala social de los valores civilizadores, va a plantar un problema práctico a los católicos, terrible y decisivo. Porque, una de dos, o se mantienen en la verdad católica íntegra, valedera aún como norma de conducta privada y pública y entonces se exponen a ser tachados de reaccionarios, retrógrados, antiprogresistas o antimodernos; o, en cambio, reservando la verdad católica integral a un plano puramente teórico, aceptan como norma práctica de vida, una conciliación de los principios católicos con los modernos, una mixtura, una transacción, una regla de conducta, derivada de una teología alterada o disminuida.
Esto segundo hicieron los clérigos constitucionalistas los días mismos de la Revolución; esto hicieron, con gran despliegue de pensamiento los redactores de l’Avenir, y, sobre todo Lamennais; esto hicieron, en todos los países católicos, los llamados «católicos liberales»; esto cumplieron en Norteamérica los americanistas y, en todas partes, los católicos democratistas, cuya expresión más típica fue el movimiento del Sillón de Marc Sangnier.
Podría creerse que después de las condenaciones de la Mirari Vos de Gregorio XVI, del Syllabus de Pío IX, de las magistrales encíclicas de León XIII, de la reprobación del americanismo en Testem benevolentiae del mismo León XIII, de la condenación del Sillón por Pío X, el liberalismo y el democratismo de los católicos habrían terminado para siempre.
Pero no es así. Muy por el contrario. Ahora con una situación similar a la planteada por la Revolución Francesa, frente al hecho, al parecer inminente del triunfo democratista y comunista, surgen con virulencia todos los católicos que se creen en la perentoria necesidad de acomodarse a la nueva situación y que, por ello, se preguntan: ¿qué haremos los católicos en un mundo nuevo que se levanta, y que erige una nueva e irresistible norma de vida?¿Nos mantendremos en la verdad católica íntegra, adoptada aun como normas de conducta exponiéndonos a que nos llamen cavernícolas o, en cambio, nos acomodaremos, buscaremos una norma de transacción y, sin renunciar a la profesión teórica de la verdad católica, buscaremos una nueva aplicación que contemple las realidades de la vida, que tenga en cuenta el progreso del tiempo, que se adapte a la nueva mentalidad?
Este es el problema. Y a esta cuestión caben dos respuestas. La una, al modo de los católicos liberales, que es la que dan Maritain, Ducattillon y sus, cada vez, más numerosos seguidores. De aquí todo el esfuerzo por inventar una nueva norma integral de vida, una nueva cristiandad, una nueva civilización, una cristiandad que siga siendo tal y que sea esencialmente diversa de la medioeval; todo el esfuerzo por contruir ésta con los valores modernos surgidos de la Revolución Francesa, tales como libertad, persona humana, derechos del hombre, democracia, progreso.
La filosofía social política que ha sido inventada por Maritain para satisfacer esta conciliación de la verdad católica con los principios modernos no ha sido posible sin someter la teología católica a una alteración o disminución, lo que es particularmente sensible en la doctrina de la supremacía espiritual de la Iglesia. Pero de ello nos ocuparemos en otros artículos.
Se ha buscado el «éxito», el «triunfo» y ello no podrá ser sino a costa de la «verdad».
Frente a esta posición, es necesario advertir que hoy, como ayer en los días en que el mundo estaba sumido en la universal idolatría del paganismo, y como mañana, cuando impere la apostasía final del anticristo, a los católicos no se nos pedirá el éxito sino el testimonio de la verdad. Cada cristiano debe tener como norma suprema e inquebrantable de su vida las palabras de Jesucristo al gobernador Pilatos: «Yo para eso nací, y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn. XVIII, 37).
Y esta predicación de la verdad constituye la herencia dejada por los apóstoles para ser predicada sobre todo, cuando vengan los tiempos en que los hombres «no soportarán la sana doctrina, sino que sintiendo comezón en los oídos, se darán a sí mismos maestros a montones según los propios apetitos, y de la verdad apartarán el oído, mientras se convertirán a las fábulas» (San Pablo a Timoteo, 2, IV, 1-6).
Los católicos no podemos olvidar que en la vida presente vivimos continuamente bajo las amenazas de la gran seducción, del tentador que se transfigura en ángel de luz, y de sus redes sólo nos puede librar una adhesión total a la verdad católica, que no es sólo para ser considerada especulativamente sino para ser cumplida y realizada en la vida individual, social y política. Si las circunstancias no permiten una aplicación total y plena de la verdad católica, ya no es tarea que a nosotros incumba mientras no esté en nuestras manos modificar esas circunstancias. A nosotros toca llevar la verdad católica hasta donde las circunstancias permitan prudentemente su aplicación; pero jamás es lícito disminuir o alterar dicha verdad para asegurar una mejor eficacia de su aplicación.
Porque además de significar ello un detrimento para su integridad que sólo debemos custodiar es privarla de su eficacia. ¿Hubiera llegado la verdad católica a vencer las resistencias de un mundo hostil hasta cumplirse en la plenitud medioeval, si los Padres, San Agustín y los teólogos la hubieran disminuido y acomodado a las circunstancias del mundo pagano en que vivían? La verdad tiene todos los derechos. No es ella la que debe acomodarse sino que a ella deben acomodarse los hombres para actuarla en ellos lo más cumplidamente que puedan.
Estos eternos acomodadores que son los católicos liberales, mañana en los días del anticristo, andarán alucinados detrás de él, porque será la más brillante encarnación de la ciencia, de la libertad, de la democracia, del progreso y de la civilización moderna. Porque en la descripción que San Pablo nos ha dejado del anticristo (II, Tes. II, 1-12) éste aparecerá con todo poder y con artificios y portentos engañosos; y éstos serán eficaces para perder precisamente a aquellos que no abrazaron el amor de la verdad para ser salvos (ib.) ¿Y cuál verdad? Aquella verdad que recibisteis por las tradiciones en que fuisteis enseñados (ib.), o sea la verdad católica íntegra que fue recibida de Jesucristo, transmitida por los Apóstoles, perpetuada en las enseñanzas constantes de los Pontífices Romanos; verdad católica íntegra y actuante que tiene valor, no sólo en el plano ideal de la teoría, sino también en la realidad práctica vivida, y que se resume en la definición de la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII: «Por lo cual declaramos, decimos, definimos y pronunciamos como doctrina enteramente necesaria para la salvación: que toda criatura humana está sometida al Romano Pontífice».
Esta profesión de la integridad de la verdad católica será la única garantía contra las ilusiones del Anticristo.
Aquellos, en cambio, que habrán sido ablandados en la profesión de la verdad, serán devorados por la gran Seducción.
* En «Revista Nuestro Tiempo», Año 2 – N° 27, Buenos Aires, viernes 23 de marzo de 1945.
[1] Se refiere el autor a las consecuencias de la Revolución Francesa, tema que analiza en el punto anterior al aquí transcripto (Nota de «Decíamos ayer…»).