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La vida interior produce efectos profundos y duraderos en el alma – Juan Bautista Chautard

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Para que una obra se arraigue profundamente, sea estable y se perpetué, es necesario que el que la dirige engendre almas de vida interior. Ahora bien: esto no lo podrá realizar el apóstol, si él mismo no se halla sólidamente fundado en esa misma vida interior.

En el capítulo III de la parte 2ª, reprodujimos las palabras del canónigo Timon-David sobre la necesidad de formar en cada una de las obras de apostolado un grupo de cristianos fervorosos, para que ellos, a su vez, ejerzan un verdadero apostolado con sus compañeros. Tales colaboradores son eficaces fermentos que multiplican de forma asombrosa la acción del apóstol.

Sólo el apóstol de profunda vida interior puede engendrar otros focos de vida fecunda.

Las obras humanas aseguran su éxito promoviendo el espíritu de compañerismo y la emulación entre sus miembros, por medio de la ambición, la vanagloria, los triunfos humanos, logros personales o materiales… Pero todos estos medios fracasan cuando se trata de engendrar apóstoles según el corazón de Jesucristo, quienes tienen que ser partícipes de su dulzura y de su humildad, de su bondad desinteresada y de su celo por buscar sólo la gloria de su Padre. En este caso, para conseguirlo, no hay más que un medio: la vida interior, es decir, una vida espiritual unión con Jesucristo.

Una obra apostólica no podrá durar mientras no genere hombres de vida interior. Se puede afirmar, casi con seguridad, que no sobrevivirá a su fundador.

El P. Allemand fundó en Marsella, la Obra de Juventudes para Estudiantes y Empleados. Un siglo después de su fallecimiento, la obra prosperaba admirablemente. Aquel sacerdote, sin embargo, tenía las peores condiciones naturales para garantizar el éxito de su obra; era miope, tímido, carecía de dotes oratorias y parecía incapaz de desarrollar la actividad intensa que su empresa reclamaba. Su semblante, algo grotesco, hubiera provocado la risa, si no hubiese sido por la bondad que reflejaba su mirada, merced a la cual ejercía sobre la juventud un gran respeto y cariño a la vez. Aquel sacerdote no quiso edificar su obra sino sobre la vida interior, y tuvo la suficiente fuerza como para formar un grupo de jóvenes a los cuales no titubea en exigir una vida cristiana integral, de ferviente oración y arduo apostolado, tal como la vivían los primeros cristianos.

Y esos jóvenes apóstoles, que han ido sucediéndose en Marsella, continúan siendo el alma de aquella obra, que ha dado a la Iglesia muchos obispos y sigue dándole sacerdotes, misioneros, religiosos y miles de padres de familia, que son en la ciudad los puntales más importantes de las obras parroquiales, y forman una pléyade de hombres ejemplares y apóstoles en el mundo del comercio y de la industria.

Fijémonos que estamos hablando de varones, jóvenes y adultos, lo cual resulta siempre mucho más difícil que son el sexo femenino, mucho más sensible a lo espiritual.

El apostolado con los varones dará muchos frutos siempre que esté basado en el cultivo de una profunda vida interior.

En una institución militar de una gran ciudad de Normandía los soldados acudían a la Adoración ante el Santísimo para reparar las blasfemias y vicios del cuartel, en mayor número que a los conciertos de música o a las representaciones teatrales. ¿A qué se debía? Al gran amor que tenía el Capellán por la Eucaristía y a los apóstoles que había sabido formar.

¿Qué pensar, después de ver este ejemplo, de la utilización del cine, del deporte, de los espectáculos, etc., como medio de apostolado? A falta de otros, el empleo de estos medios tal vez produzca algún resultado, pero fugaz y efímero casi siempre. No les dediquemos, por tanto, demasiado tiempo.

Es el consejo que me dio el venerable sacerdote Timon-David, al final de la visita que le hice, cuando yo no llevaba más de dos años de sacerdote: «Si no podéis prescindir de esos medios, empleadlos a falta de otros. Yo no los necesito para reclutar a mis jóvenes y hacerles perseverar.» Pocos minutos después desfilaba delante de nosotros un grupo de unos cincuenta muchachos de doce a diecisiete años. ¡Qué bullicio armaban! ¿Quién hubiera podido reprimir una carcajada a la vista de aquel batallón que el viejo sacerdote contemplaba con satisfacción? «Mirad —me dijo—, el que va delante agitando el bastón como director de la orquesta, es un sargento y es uno de mis más eficaces colaboradores. Comulga casi todos los días y jamás deja la media hora de oración diaria. Es un animador de jóvenes extraordinario. Tiene mil recursos para entusiasmar a los jóvenes, pero sobre todo es un verdadero apóstol.»

Ciertamente no podía uno menos que reírse ante aquel espectáculo. Cada uno de los jóvenes imitaba un instrumento. Unos ponían las manos a modo de bocina delante de la boca; otros soplaban sobre un papel haciéndolo vibrar, otros habían hecho unas flautas con cañas. En primera línea venía uno con vieja lata de petróleo, que utilizaba como un tambor. Tenían tal cara de satisfacción todos ellos que se veía que estaban encantados con su orquesta.

«Vamos detrás de ellos», me dijo el canónigo. Al final de la avenida se levantaba una estatua de la Virgen. «Compañeros, dice el sargento. Todo el mundo de rodillas. Vamos a rezar a nuestra Madre el Santo Rosario». Inmediatamente todos guardan silencio y empiezan a rezar con gran fervor. Al acabar los músicos se ponen en pie y comienza de nuevo la algarabía. Poco después se pusieron a jugar. Un detalle me llamó la atención: el sargento, después del Rosario, dijo algo al oído de tres jóvenes, y estos se dirigieron alegres a la capilla para pasar un cuarto de hora a los pies de Jesús Eucaristía.

El P. Timon-David me dijo también: «Ambicionamos a que nuestros jóvenes amen de veras a Dios, para que cuando formen una familia sigan perseverando como apóstoles entre sus compañeros. Si nos limitásemos a que fuesen solo buenos cristianos, ¡qué ideal tan pobre sería el nuestro! Aspiramos a formar legiones de apóstoles, para que la familia, que es la célula fundamental de la sociedad, se convierta a su vez en centro de apostolado. Pero sólo una vida de sacrificio y de intimidad con Jesús podrá darnos la fuerza para llevarlo a cabo. Sólo así influiremos sobre la sociedad tal como Jesucristo quiere: He venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué he de querer sino que arda?

El joven David avanzó frente a poderoso guerrero Goliat, al que todos temían en Israel. Tan sólo le bastaron una onda, un cayado y cinco piedras –los pobres medios personales de que disponía— y una audaz confianza en Dios: Yo vengo a ti en nombre del Señor de los ejércitos (1 Reg 27,45).

Es el secreto del apostolado, hacerlo todo en el nombre del Señor. Hoy existen muchos centros de juventud financiados por el Estado. Cuentan con magníficos locales y con enormes sumas de dinero para su sostenimiento. Sin embargo, los centros juveniles de la Iglesia, a pesar de sus enormes carencias materiales, cuentan con algo mucho más valioso: una profunda vida espiritual y un ideal capaz de entusiasmar a los jóvenes más valiosos.

Puede haber apóstoles, que aparentemente conquistan almas para Jesucristo, pero que en realidad no hacen más que suscitar simpatías hacia su persona, debido a sus magníficas cualidades naturales. Porque sólo se apoyan en ellas, no son más que un obstáculo para que la gracia divina se derrame en las almas. En cambio, las personas de profunda vida interior, aunque no posean grandes talentos, tan sólo por su forma de orar y por su recogimiento, ya están suscitando sin darse cuenta en los demás deseos de conversión y de amor de Dios. Porque realmente es Jesús quien obra por medio de ellas. Su modestia, su manera de santiguarse, hasta su tono de voz, no hacen más que reflejar a Nuestro Señor. Sólo con su forma de ser ya están haciendo apostolado.

 

El alma de todo apostolado – Cuarta parte – Juan Bautista Chautard

 

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